T.E. Lawrence fue una figura compleja con innúmeras vetas que en su vida y en los textos de su vida construyó una imagen de sí propuesta para la gloria. Aventura, guerra, tránsito entre lenguas, mimetismo (travestido de árabe fue árabe entre los árabes, a los que condujo en la rebelión contra el dominio otomano), hicieron de él no solo el emblema de la política británica sino, ulteriormente, un modelo del militante sacrificial que arroja su destino a las fauces de la historia. En su imagen hay un equívoco productivo que lo vuelve parte de las discusiones sobre los modos heroicos de ejercer la política en una época que clausura la épica arrojándola al desván de los desechos.

Horacio González, que cultivó su lectura como alegoría del irredentismo sesentista, observó alguna vez la paradoja de que las guerrillas fueran estructuralistas en vez de existencialistas. El ser para la muerte heideggeriano ofrecido a una electiva situación límite jaspersiana, fruto de la humillación que lo volvía protagonista del destino, calzaba justito en la perspectiva del militante heroico. Que, por obra de Althusser, devino apenas en un mero efecto de estructura. Cuando “las estructuras salieron a la calle”, como se decía en el Mayo Francés, se produjo un opacamiento del sujeto, que de soberano y trágico pasó a ser engranaje de un dipositivo. Pero la lengua popular dispuso un giro que alumbra otro sesgo por el cual se pueden medir los modos de disputar el sentido; el insulto favorito de los tacheros parisinos en esos años era “¡rajá de acá, existencialista!”

Cuando Victoria Ocampo tradujo El troquel, en el que Lawrence narra su vida de incógnito en los cuarteles de la RAF, evitó traducir las malas palabras que forman parte del trato usual entre soldados, según ella, para evitar localismos. El argot argentino, aduce, no podría ser comprendido por españoles o mexicanos, por lo que decidió adoptar una lengua neutra. Lo cual, admite, resta fuerza y color local al texto que, debido precisamente a la jerga, juzga intraducible. Su problema es el lenguaje popular ante el cual recula al mismo tiempo que se ve seducida. Dilema que resuelve –mal- apelando a sus instintos más rancios.

Las palabrotas, refiere Ocampo, son automáticas en el ejército –en todo ejército. El propio Lawrence escribe que “no significan nada”. “Los muchachos podían insultarse unos a otros sin motivo alguno, en la forma más soez, sin que tuviera trascendencia”. (…) “Lawrence las llama formas no hirientes del lenguaje. Pero su garganta delicada se resistía a dejar pasar esas palabrotas y obscenidades. Tal recato cohibía a sus compañeros, pues la señal de la amistad era injuriarse. Las malas palabras eran la manifestación de una franca cordialidad”.

Por cierto, la matriarca de las letras argentinas era muy afecta al lenguaje procaz, al que se sentía habilitada por su origen aristocrático. (Creo recordar algún texto de Trotsky que pugna por erradicarlo de la lengua de la revolución por considerarlo herencia patriarcal). Sin embargo, Ocampo detecta en los remilgos de Lawrence una marca de clase que hace insalvable su diferencia, su exterioridad radical con respecto al mundo plebeyo de los soldados en el que se encontraba sumergido. Viéndose en espejo, para ella es, en el fondo, una discusión con el peronismo la que juega al acometer esta versión. Un tiro por elevación. Pues las inflexiones de la lengua popular le resultan inadmisibles, aunque las consideraba parte del criollismo de la nación antigua, como admitió melancólica en su correspondencia con Arturo Jauretche. En sus cartas, el gaucho de Lincoln y la muchacha criada en la casona familiar de San Isidro, para su mutua sorpresa, se descubren pareados en su deleite por el habla del mundo rural en desaparición. Es aquella lengua que, por la misma época, sobre el final del ciclo peronista, Borges y Bioy Casares parodiarían en La fiesta del monstruo -aunque ellos se abstendrán de la puteada. Justamente, el habla que, sarmientinos, abominan y admiran en un mismo movimiento, es el habla del pueblo que desprecian.

La edición privada de The Mint hecha por el propio Lawrence conservaba el argot mal hablado, pero, al igual que en Los Siete Pilares de la Sabiruduría, que fue censurado en sus escenas homoeróticas, fue expurgada en la versión en rústica y es esa en la que se basó la Ocampo. Que, en la edición argentina, además de aceptar la censura británica, allí donde aparecen las puteadas, toma la peor de las decisiones: ¡deja un espacio en blanco! Pudorosa, la gran dama de las letras argentinas lesiona así doblemente el libro. Y es que a la postre se le hizo insoportable ese asomarse al mundo reo, como a Lawrence, que, experto en mimetizarse con sus otros, muestra con maestría. (Por lo demás, cabe observar que le resultó más fácil mimetizarse con los árabes que con los rústicos soldados ingleses). Editado por Sur en mayo del ‘55, el libro fue impreso en los talleres de Americalee, de América Scarfó, que fuera pareja de Severino di Giovanni. La aristócrata Ocampo y la anarquista Scarfó confluyen en este libro de un agente inglés, héroe en las armas y en las letras del imperio ya por entonces en decadencia, que se oculta con seudónimo en la Fuerza Aérea británica para sufrir el goce de la humillación.

La lengua procaz es un territorio en disputa. Su carga de desprecio y su invitación al conflicto, cuando son urdidos por las clases dominantes, acarrea una estigmatización: al construir al otro como un otro no asimilable evita contaminarse, se blinda. En el mundo popular, donde también funciona como parte de la guerra humana, el insulto se vuelve constituyente de socialidad: abre un universo de complicidades cachadoras que lo somete a una mirada irónica con la cual se invierte su sentido, volviéndose vínculo gozoso entre pares. Esa dimensión es indigerible para la Gran Dama de las Letras Argentinas, así como para T.E. Lawrence es el estigma de un mundo que lo fascina pero con el cual se le vuelve imposible toda igualdad. Exactamente ese es el motivo del fracaso último de su actitud mimética que buscaba al borrar su nombre y su biografía volviéndose un soldado raso; su origen lo delataba en sus silencios, en su incapacidad de putear, de ser un par de aquellos hombres simples –y tan complejos. Era consciente de su imposibilidad última de volverse ellos. Porque, como diría el Indio Solari,“El acento del barrio te sale mal”.

Lo que no se banca la Ocampo es el goce del insulto compinche con que suelen articular su socialidad las personas del mundo popular. El derecho al goce del subalterno barra la clase. El mundo basto, sin remilgos, y, sobre todo, alegremente pendenciero, vuelve indigerible al peronismo para los no peronistas que comparten la visión del mundo de las viejas aristocracias –aunque sean unos pelagatos. Por lo demás, el estilo plebeyo es el barroco, en cuyo pliegue anida el mito. El sencillismo es un lujo de ricos, como el racionalismo -no solo arquitectónico. Para los pobres, el mito, que reserva una dosis de equívocos incomprensibles; para los otros, la razón. El hermetismo es la triquiñuela, el salvoconducto del subalterno. Una señal reconocible solo por el iniciado en las artes de la humillación a la que elude escondiendo su verdad como si fuera un secreto. Enmascarado en la plétora del estilo, quien mira al mundo desde abajo saborea en su pretendida ilegibilidad rimbombante la construcción de una futura comunidad de adeptos. El partido de los irredentos se construye con los adornos de una lengua oscura que busca esconder en sus pliegues la clave de su activación –el resentimiento. Por lo demás, la humillación, madre de la vida popular, inspira alegorías salvíficas.

Ricardo Piglia dice que “siempre confundimos el pasado con el remordimiento”. Efectivamente, además de sustituir la experiencia con un relato breve e incómodo al que tiñe de culpa, el remordimiento nos sujeta a una pasión triste por los actos mal o no efectuados a tiempo, ya irreparables. Es el estigma de quien no supo o no pudo reaccionar debidamente y la ocasión activó su debilidad, acaso su cobardía, hundiéndolo en la impotencia. A veces se reviste con los fastos inverosímiles del honor, que, aunque mancillado, se pretende intacto. Con el tiempo el remordimiento deviene resentimiento, que es la capacidad de actualizar, de volver a sentir aquella espina clavada en el alma en tiempo presente. La gauchesca es su crónica. Pero el resentimiento posee una virtud: se vuelve acicate. A la vez que es un ancla que impele al subalterno a instalarse en su situación de opresión tan imaginaria como real, es un motor eficaz que lo insta a salir del cómodo lugar de la autocompasión, goce del humillado. Es el modelo Rosebud de Citizen Kane, que aunque radica en un pasado de desprecios, invita a proyectar situaciones futuras en las que el sometido se visualiza redimido. No pocas veces ese futuro asume visos de venganza, y puede adquirir dimensiones históricas.

En la Argentina la encarnación mayor del resentimiento activado como deseo y voluntad de reparación es Evita. Travestida de sus enemigos, postuló su imagen para el goce popular. Con su efigie vociferante, engalanada con los mejores vestidos, atributo expropiado a la oligarquía que la humilló desde niña, desataba con voz urgida amorosas pasiones devocionales dispuestas a la emulación de su sacrificio. Bajo esa óptica (Martínez Estrada ensayó su desprecio con esa hipótesis en su ¿Qué es esto?) el peronismo aparece como un movimiento que obsequia caricias reparadoras y felicidad inmediata al resentido, lo cual se traduce en una fe instantánea e irrefutable. Es, claramente, el movimiento opuesto al del modelo ilustrado del proletario consciente que lee un libro y se vuelve, según la tópica sartreana, militante (nunca aventurero o héroe, esas execrables desviaciones pequeñoburguesas), y liberado al fin de pasiones oscuras como la humillación y el deseo de venganza, deviene sujeto de la emancipación.