Hay una calle en Rosario que termina en París. Es Maipú a la altura del 500. La descubrimos en los años noventa un domingo de sol dando vueltas en auto. Con Gera buscábamos un departamento para alquilar cerca de mi trabajo, ya que el viaje en colectivo desde Alberdi se me hacía cada vez más insoportable. Mientras él manejaba yo me asomaba por la ventanilla y miraba hacia arriba en busca de carteles de inmobiliarias.
Íbamos por Maipú, cruzamos casi a paso de hombre Córdoba, avanzamos hacia Santa Fe y nos detuvimos en el semáforo. Cuando dio verde seguimos despacio y al cruzar San Lorenzo atravesamos una frontera que nos llevó a otra dimensión. Ese cambio lo generan en principio los adoquines que tiene la calle desde la esquina de San Lorenzo hasta el río, que además le dan una impronta de barrio. Luego, al levantar la vista, lo completa el edificio francés de la aduana que se impone como un cierre majestuoso.
El aire parisino se multiplica gracias a otras casonas de estilo francés con techos mansarda, bohardillas y portales de hierro ubicadas a mano derecha casi sobre el final de la cuadra. La primera es Pier 17, un restaurante entre bohemio y sofisticado en el viejo edificio de lo que fue un Gran Taller Mecánico, tal como se lee en un semicírculo de letras talladas en piedra. Luego hay un par más de casonas sobrias, grises, con los mismos techos y balcones.
Bajamos un poco más y al llegar a la esquina creí por un momento estar en el centro de Le Marais, el barrio que habitaron los reyes y aristócratas franceses antes de que Luis XIV se mudara Versalles.
La última propiedad de la cuadra es el bar Pasaporte. Está sobre una vereda ancha y bajo una sombra rala de jacarandás donde se disponen varios racimos de mesas y sillas de hierro.
Estacionamos en un hueco sobre Urquiza, decidimos caminar en dirección a Laprida y a los pocos metros nos topamos con las escalinatas que bajan a Avenida Belgrano. Se trata de un pasaje sombrío entre enredaderas y pequeños jardines, una especie de galería al aire libre como esas en las que se demoraba Oliveira en Rayuela.
Nos sentamos en un escalón y prendimos un cigarrillo. Queríamos quedarnos a vivir ahí para siempre. Nadie nos iba a convencer de que había otros barrios posibles, al menos a mí. Pensé que resulta difícil correrse de una idea cuando se cree tener una certeza. Y esa lo era. Nos quedamos en silencio entre las paredes cubiertas por ampelopsis.
Como un hada, llegó a mi pensamiento Alicia, mi profesora de francés. Con la promesa de un futuro viaje a Paris que nunca se pudo concretar, cuando tenía ocho años, mi mamá, fanática de los idiomas extranjeros, me llevó a estudiar francés. Desfilé por distintas academias y profesoras particulares hasta que a los dieciséis llegué a lo de Alicia Morán. Ella vivía en zona sur, a una hora de colectivo desde mi casa y a tres cuadras de la parada por una callecita angosta que se llamaba Ámsterdam. Ese viaje se convertía en el mejor momento de mi semana. Me preparaba para sumergirme en una cultura de la que me había enamorado.
Sobre un mapa que cada miércoles desplegaba sobre la mesa, Alicia me hizo conocer París. Adoptaba aires de guía turística y se movía con destreza por las calles y por los barrios. Se detenía en los monumentos y en los castillos. Un día me contó la historia de María Antonieta y, mientras lo hacía, detuvo el dedo índice sobre el edificio de La Conciergerie. Tenía las uñas pintadas de rojo y también los labios, le gustaba broncearse, era delgada y llevaba pelo corto como una auténtica francesita.
Después de un rato Gera me pasó el brazo por sobre los hombros y me despabiló. Respiré profundamente. No había un solo cartel de alquiler en toda la cuadra, tampoco por Urquiza, ni siquiera a la vuelta por la cortada Sargento Cabral. ¿Cómo podía ser? En la pose de una nena caprichosa le dije que no quería seguir buscando en otro lado.
El lunes salí del trabajo y me fui directamente hasta calle Maipú. Caía la tarde de primavera en octubre y al bajar caminando pude advertir aún más el contraste con el resto de la ciudad. Quedaban atrás las bocinas de los autos, las frenadas de los colectivos y el bullicio. Podía sentir el taconeo de las botas sobre la vereda. Maipú se había convertido en un viaje posible hacia un imaginario que había alimentado con fervor durante mi infancia y mi adolescencia. Volví a mirar hacia arriba con la ilusión de que apareciera algún cartel de alquiler pero fue en vano. ¿Cómo era posible no haber advertido antes este rincón rosarino? Si bien vivía en Alberdi y había pasado infinitas veces por avenida Belgrano, creo que nunca lo había hecho por Maipú a esa altura. Me senté en Pasaporte, pedí un café y un croque-monsieur. Estuve dos horas suspendida en una ensoñación total. No había opción: ese sería mi nuevo barrio.
Alicia estaba casada con un francés, Philip, que era coiffure (así decía ella). Philip, il est coiffure. Él la interrumpía por teléfono y discutían apasionadamente. Yo esperaba cada miércoles esa llamada como un plus a mi clase. Ella levantaba el inalámbrico y se iba hasta el living. Ahí, frente a una ventana, comenzaba una especie de performance en la cual se alternaban silencios con interlocuciones locuaces. Después de colgar volvía al escritorio con los ojos vidriosos y me decía: C`est ne pas facile, la vie.
Estudiar con ella fue una experiencia de inmersión cultural. Me enseñó a hacer el buche de Noel y el boeuf bourguignon, y sobre todo me permitió conocer otro mundo, que es el que se habita desde otra lengua, a entender que el lenguaje da cuenta de los valores que cada cultura posee, de las infinitas maneras de percibir la realidad.
A los quince días renuncié a mi trabajo anterior y me hice moza en Pasaporte. Me corté el pelo y empecé a pintarme los labios. Gera me desconocía. Había cambiado mi trabajo en la secretaría universitaria, que era algo estable y cómodo, para ser moza de bar. Yo estaba encendida con mi nuevo París. Siempre había fantaseado con un trabajo liviano en el que no tuviera que pensar mucho. El sueldo era bajo, aunque recibía propinas. Me gustaba llegar a la mañana temprano junto con los pájaros a los jacarandás, me preparaba un café y desde atrás de la barra me quedaba absorta mirando las ondas de las tejuelas grises, casi plateadas, de la mansarda de la aduana. Los días de lluvia eran más lindos todavía porque el agua les daba un brillo a los adoquines y se reflejaban las luces de los autos.
Todos los días tomaba el colectivo desde Alberdi hasta San Lorenzo y Sarmiento, caminaba hasta Maipú y bajaba hasta París. El viaje ya no me molestaba. Siempre estaba atenta por si aparecía algún cartel de alquiler. Había dejado en el bar unos discos de Edith Piaf y el dueño me permitía ponerlos durante mi turno. En una oportunidad, mientras molía café me descubrió cantando desaforadamente La vie en rose. Días después lo vi hablando con el socio en una mesa de atrás. No pude captar del todo la conversación, pero en un momento descifré que dijo que estaba totalmente loca. Estoy casi segura de que se refería a mí. El socio se me acercó. Afuera garuaba y hacía frío. No había clientes. ¿Cómo te llamás?, me preguntó. Alicia, dije, no sé por qué. Y hasta me corregí: Alice.