Es un error pensar que Jair Bolsonaro es de derecha. El conservadurismo político es una alternativa legítima en el juego democrático y una parte importante del debate racional que debe caracterizar la política. Pero Bolsonaro no es sólo un conservador, es un exponente de la extrema derecha radical. Esta corriente, según el profesor Cas Mudde (“La ultraderecha hoy”, Eduerj, 2022), forma parte de una tradición cuya característica fundamental es la violencia real y simbólica contra la idea y la práctica de la democracia. En sus raíces, el bolsonarismo forma parte de movimientos como el neofascismo y el populismo de derechas, que son manifiestamente antidemocráticos y antipopulares.

Sus prácticas y su narrativa sobre el mundo, Brasil y las relaciones sociales y políticas fomentan el odio y el conflicto. Los resultados son acciones golpistas, como la que vimos el 8 de enero de 2023, e incluso la locura de un militante del PL que, el 13 de noviembre, impregnado de esta ideología conflictiva y violenta, vio en el terror contra las instituciones democráticas una forma de alcanzar sus objetivos políticos.

Por eso el reciente artículo de Bolsonaro en Folha de São Paulo [“Acepten la democracia”, 11 de noviembre] generó tanta indignación. No es necesario leer a Cas Mudde o decenas de otras reflexiones (incluyendo el precioso relato analítico de la periodista Patrícia Campos Mello, significativamente titulado “La máquina del odio”) para entender lo que Bolsonaro representa. Su práctica política, basada en la desinformación y en la difusión de teorías conspirativas, revela un “modus operandi” que ya ha sido mapeado por estudios recientes, tipificando la forma de actuar de la extrema derecha en todo el mundo, demonizando a quienes se le oponen y ejerciendo un poder asfixiante sobre las instituciones democráticas hasta que, si no hay reacción de la sociedad, acaba con ellas.

Al contrario de lo que dice Bolsonaro, la democracia solo ganó en Brasil porque el presidente Lula fue capaz de liderar un amplio frente democrático. Fue esa coalición y la fuerza y legitimidad de nuestras instituciones lo que garantizó este período de reconstrucción de los valores de la democracia, un camino que, como advierten Flávia Pellegrino y Arthur Melo en un artículo en la misma Folha [“No acepten el autoritarismo”, 12 de noviembre] aún no está plenamente consolidado porque, como coincidimos los autores y yo, “quienes la atacaron (la democracia) siguen haciéndose eco de falsedades”.

Lo que más impresiona es el hecho de que Bolsonaro haya aprovechado la victoria de Trump en EEUU para clamar su inocencia y vestirse de demócrata. La verdad es que el patriotismo de Bolsonaro no resiste a una bandera extranjera ondeando. Debemos todo el respeto a cualquier bandera nacional, pero nunca debemos olvidar que el camino brasileño se hace en Brasil y con el pueblo brasileño.

Y lo que el pueblo brasileño dijo en las últimas elecciones presidenciales fue que estaba harto de bravatas, mentiras y falta de compromiso con el país. Vale la pena recordar los más de 700.000 muertos en la pandemia debido a la negligencia comprobada de un gobierno que, en cuatro años, no presentó ninguna política pública que justificara ese concepto, dejando que la inflación llegara al 10% y el desempleo al 14%.

Por estas razones, no creo que sea correcto normalizar el histrionismo, la grosería, la mentira y la violencia como instrumentos de la práctica política, que son características explícitas de la extrema derecha. Bolsonaro se burla de la nación, condenado como fue por atacar la democracia y vilipendiar nuestro sistema electoral, al salir públicamente a defender la democracia y la libertad. Por todo esto, es bueno nunca olvidar las enseñanzas del apóstol y evangelista Mateo: “Y guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros disfrazados de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces” (Mateo 7:15).

* Ministro de la Secretaría de Comunicación Social de la Presidencia de la República.