Desde que Jacques Lacan detectara en su artículo Los complejos familiares en la formación del individuo los primeros signos de un mundo afectado por lo que allí calificó como el eclipse de la imagen del padre, tanto la clínica psicoanalítica como la dinámica social dan testimonio de una serie de fenómenos que corroboran esa notable observación. Lacan no ser refería al padre de la realidad, sino al Padre en tanto símbolo que a lo largo de la historia había operado como guía y referente identificatorio. En el año de su publicación --1938-- los signos de esta decadencia de la función del padre no eran evidentes, al punto de que la mayoría de los analistas de la época no prestaron atención a lo que aquello significaba: una transformación del discurso que tendría consecuencias de tal magnitud que ni siquiera el propio Lacan podía entonces percibirlas por completo. Se adelantaba más de medio siglo a lo que se conocería como la posmodernidad.
Los efectos de la llamada posmodernidad fueron abordados por distintas disciplinas. El concepto de lo “líquido” acuñado por Zygmunt Bauman pronto se propagó en todas direcciones, convertido en la metáfora que mejor podía expresar las profundas alteraciones que la caída de los ideales y la extensión progresiva e irreversible que la globalización traerían consigo. Al carecer inicialmente de un saber instintivo, el ser humano necesita encontrar señales que le ayuden a orientarse. Para ello tiene dos grandes recursos de los que servirse: los ideales y los objetos. La carencia de objetos puede soportarse hasta límites extremos cuando la identificación con los ideales es consistente, del mismo modo que una abundancia de objetos vuelve más superflua la adhesión a los ideales. La tan cuestionada sociedad de consumo que tanto ha contribuido a la debilidad de los ideales debe su éxito al hecho de que la promesa de satisfacción posee una enorme eficacia para engañar a lo que Freud llamó “la falta”, esa insatisfacción que nos constituye en la medida en que nunca podemos satisfacer todos los deseos, mediados por las prohibiciones de la cultura. La fugacidad del alivio no es un inconveniente para la sociedad de consumo sino que forma parte del discurso capitalista con su carácter circular y repetitivo señalado por Lacan. La caducidad de la satisfacción del deseo es uno de los resortes subjetivos mejor estudiados por quienes dirigen la dinámica del mercado.
La licuefacción de los grandes símbolos señalada por el profesor Zigmunt Bauman guarda una profunda sintonía con la decadencia de la imagen paterna señalada por Lacan. Hay un buen número de fenómenos observados a nivel sociopolítico que tienen su correlato en los nuevos síntomas que constituyen el impulso actual a la demanda terapéutica, como los trastornos anoréxico-bulímicos o los fenómenos psicosomáticos.
La nueva distribución de la pobreza --que no solo afecta a las clases tradicionalmente pobres--, la desorientación política, el sentimiento de la precariedad como rasgo definitorio del sujeto en el discurso social, la ausencia de diques frente a las pulsiones, y la fragilidad de todo contrato laboral, amoroso y familiar, han abonado el surgimiento de síntomas que obedecen a la imposibilidad del sujeto para orientarse en lo que respecta al deseo. Las nuevas tecnologías al servicio del metapoder financiero atraviesan fronteras generando el debilitamiento generalizado de los límites: borran las diferencias clínicas, sexuales, de género, de parentalidad...
Pero no debemos perder de vista las paradojas. Ante la unificación y estandarización promovidas por la globalización, ciertos movimientos apelan a la nostalgia mortífera de los antiguos símbolos perdidos: los nacionalismos de finales del siglo pasado con su retórica basada en trasnochados relatos de tierra, sangre y raza germinaron hasta estallar en catástrofes devastadoras como la Guerra de los Balcanes y la Guerra de Kosovo.
Las analistas políticas Erica Frantz y Andrea Kendall-Taylor han acuñado un nuevo término aún no volcado a la lengua castellana: “authoritarianization”. Lo definen como “el firme desmantelamiento de las normas y prácticas democráticas por líderes democráticamente elegidos”. Las dos pensadoras denuncian la restauración de las políticas personalistas de líderes que --como el propio Hitler-- son elegidos de manera democrática que sin alterar en apariencia la estructura democrática del Estado, van minando su base hasta instaurar una dictadura sin necesidad del clásico golpe de estado.
Bauman me escribió en un e-mail de julio de 2012: “Como supongo habrá notado, el movimiento pendular que va y viene de la libertad a la seguridad --dos valores igualmente indispensables para lograr una condición humana gratificante, pero incompatibles y reñidos en todas las etapas-- ha virado 180 grados desde que El malestar de la cultura de Freud fuera enviado a la imprenta. Este desplazamiento seminal es lo que llamo 'fase líquida' de la modernidad. Desde hace un tiempo tengo la sensación cada vez más fuerte de que esa fase se está frenando en seco y ahora atravesamos la subsiguiente inversión del rumbo”.
El fenómeno Trump parece enmarcarse en esta nueva dirección del péndulo. La modernidad líquida, caracterizada por la disolución de los ideales y su reemplazo por estructuras sociales fragmentarias y aglutinadas en torno a un rasgo de goce comienza a encontrar su contrapunto en el surgimiento reactivo de teorías conspiranoicas, dirigidas por la tiranía del superyo, con toda su carga demoníaca de terror y muerte. El ascenso de los fanatismos religiosos y los dictadores emergentes de la creciente perversión de la democracia conviven con la disolución de los valores tradicionales y las transmutaciones de los modos de goce. La lógica de la psicología de las masas de Freud no ha desaparecido. Resurge y alterna con los movimientos que promueven una política “desidentificada” de los modos políticos tradicionales. Al ocaso de la imagen paterna le sucede una versión cada vez más feroz del superyo. Un ejemplo son las declaraciones de Trump, quien a propósito del huracán Milton que azotó el estado de Florida, comentó que si ganaba las elecciones disolvería la Agencia Meteorológica Nacional, así la gente no recibiría más malas noticias. No olvidemos que un tiempo antes Trump había declarado haber leído Mi lucha de Adolf Hitler, quien le había parecido un autor “muy fino” y del que había destacado su frase: “Es más fácil hacer creer una mentira descomunal que una pequeña verdad de la que se pueda dudar un poco”. Este es un signo de que la posmodernidad entra en una nueva fase que no debemos desatender, a fin de verificar sus efectos en el territorio del síntoma.