Por impactante e irrisorio que suene escuchar nuevamente al presidente argentino afirmar su deseo de hacer un “Gramsci de derecha”, no es la mirada del marxista sino la de Carl Schmitt la que obsesiona a los reaccionarios en el poder. Y no es Milei sino Agustín Laje quien percibe con más claridad esa mirada. No por nada ha sido precisamente este politólogo ultra-reaccionario el elegido para asumir la dirección de la Fundación Faros, presentada el miércoles pasado, como una entidad encargada de formar cuadros libertarianos y juntar fondos de cara a la pelea 2025, en la que las elecciones parlamentarias no serán un dato menor. Laje, un eficaz publicista fascistoide, fue durante la semana pasada quien mejor asumió y explicó en el país la agenda de la ultraderecha occidental. Tuvo, por un lado, un éxito de audiencia en sus comentarios del triunfo de Trump, y fue quien más se esforzó en mostrar que los anuncios en campaña sobre política arancelaria por el nuevo presidente de los EE.UU constituían solo una diferencia menor con respecto al dogmático programa de libre competencia que hace de Milei un personaje pintoresco. Se trata, dijo Laje, de una diferencia puntual (por la guerra comercial con China) dentro de una amplia agenda común, que va de la reducción de impuestos y gasto público, hasta la seguridad y la destrucción de todo lo que huela a “woke” (progresismo). Pero Laje fue también quien asumió la tarea de captar y comunicar lo que está en juego en el momento de la ultraderecha local. Mientras propios y ajenos dejan de calcular obsesivamente la fecha del estallido provocado por la inevitable crisis provocada por la escasez de dólares y a preguntarse -como ocurrió durante el primer año de Macri- cuántos mandatos tendrá por delante la ola reaccionaria, Laje toma nota de la fragilidad de la situación del gobierno y se pregunta cómo aprovechar el tiempo que van ganando día a día para tomar y consolidar posiciones (a la espera de que la anunciada visita de Trump a la Argentina el próximo el 4 de diciembre para la cumbre de la CPAC sea una señal favorable en términos de apoyo financiero a Milei). En su discurso del miércoles, Laje dijo que “nunca como antes se logró tanto consenso social para impulsar nuestras ideas” de defensa de la propiedad y el libre mercado, y que “tenemos que aprovechar la ventana de oportunidad y formar a los cráneos del mañana”. Con extrema precisión advirtió sobre la precariedad de la situación en la que se encuentra el grupo en el poder “para que esto no sea un accidente, para que este no sea un simple error de la matrix, para que las ideas sean sostenibles de forma intergeneracional, incluso cuando el destino, la coyuntura o los mismos ciclos del capitalismo pongan a prueba nuestra fe”. Estas palabras no sólo aciertan a captar la fragilidad del momento, sino que constituyen un llamar a los dueños del capital a financiar una aventura probablemente irrepetible. Se trata, para La Fundación Faros, de hacer del accidente una posibilidad. Es decir, de asumir la contingencia que afecta hoy la temporalidad quebrada de la política, y de activar un fuerte llamado a la subjetividad en la lucha por evitar que la crisis misma del del capitalismo se devore al experimento libertario. Laje no exalta la noción gramsciana de la hegemonía sino la schmittiana de la decisión –“aquí reside la importancia de que el empresariado se involucre y ocupe su rol en la batalla cultural”-, y se esfuerza por capitalizar los entusiasmos despertados por el retorno trumpiano.
La ofensiva de la derecha es tal que se ha apoderado de todas las determinaciones del pensamiento sobre la temporalidad política y tomado la dimensión de la cultura -este sería su dudoso gramscismo, puesto que Gramsci ligaba la cultura a la catarsis de las clases subalternas pero también a sus potencialidades para organizar de otro modo la producción- como momento de afirmación del control sobre la propiedad privada. El patetismo de intelectuales como Laje habla mucho de la impotencia de sus opositores y antagonistas, muchos de los cuales le prenden velas al “peronismo de Trump”. O se pierden en internas en torno a la fidelidad y la innovación, sin terminar de advertir hasta qué punto la “consolidación de la agenda reaccionaria” es una forma estupidizada de nombrar un ataque masivo a los recursos de la inteligencia y la sensibilidad colectivas. Esa agenda comienza cuando se acepta el lenguaje caricatural con el que los reaccionarios apuntan a liquidar las luchas sociales, el feminismo entre ellas, y el entero lenguaje de la crítica. El llamado a la acción de la derecha apela a la fe, modo mistificado de creencia en su misión histórica. Vacante queda -y la situación empieza a ser desesperante- el lugar de un llamado contrario y construido sobre premisas antagónicamente opuesta a activar esa inteligencia y esa sensibilidad en defensa propia. El problema, digo, no es (tanto) el de un supuesto presidente gramsciano, sino el de la conformación de un proto-partido schmittiano (por ahora frágil, pero con todos los recursos potencialmente a la mano), que aspira a imponer los términos de la enemistad, y también el de la falta de reacción para apropiarnos desde la potencia colectiva de las determinaciones reales del tiempo histórico en un sentido defensivo eficaz.