"Eu vejo um museu de grandes novidades". Cazuza
Una feria concurso de escultura se realizaba en Oroño y Pellegrini organizada por el museo Castagnino que duraba largos días como un festejo cañí y en el que participaban artistas de distintos escondites del mundo. Lo recuerdo férreamente porque fue el destino de mis primeras salidas a la calle solo, es decir, sin tutela de ningún adulto responsable, y esas coordenadas eran las que marcaban el límite de lo permitido para un niño que aún no había derrumbado de un soplo las cartas del mundo encantado.
Ese evento crecía y ganaba fama año a año instalándose en esas calles como una cadencia del arte rosarino en el cual una vez yo entré barrenando por primera vez y, luego, fui dejándome llevar por el pulso de la corriente. Al año siguiente y los demás años continuaba asistiendo por tradición, ritual, inercia o simple curiosidad.
Me entretenía mirar las banderitas de los feriantes y reconocer la nacionalidad a la que pertenecían asociando en mi cabeza las figuritas del mundial 94. Recorría los puestos sintiendo el sudor de la madera o aturdido por el rugir de las piedras que no era otra cosa que el llanto de un nacimiento.
Pasaba un rato alejado de mis padres observando los artistas con sus antiparras, barbijos y orejeras, abstraídos de la realidad como yo me abstraía del piso parquet del departamento y me invadía la primavera en ciernes que crecía del fondo del boulevard con el calor del río.
Ese evento y el de Colectividades tienen la fuerza del jazmín de la época que provocan en mí una suerte de felicidad agazapada o prematura dicha; porque evoco esos momentos que anunciaban los saturnales donde las galerías del centro lucían sus faldas navideñas.
Entonces, ya no hacía falta buscar en calendarios para avizorar el cierre del año escolar que, si bien venía con la espuma de los exámenes y la certeza de que no iba a ver por un tiempo a las compañeras que me quitaban el aliento en los patios de Maristas, también traían aguas calmas de diciembre con las cuales restregarse el paladar.
Y entonces esos meses eran como una rémora en el plexo pero traían viento de cola para jugar a la pelota todo lo que hiciera falta y llegada la noche poder dormir a pierna suelta en los precipicios de una cucheta observando las marcas de la persiana en el techo alunado de la pieza.
Del museo me echaron de grande, no por ser un rebelde que cuestiona el concepto de arte contemporáneo ni porque vandalizara una obra mientras militaba en una agrupación ambientalista cuestionando la huella de carbono que la cultura también produce sino porque pateaba en el césped de las inmediaciones contra la pared del edificio una pelota de básquet inflada con vehemencia para practicar saques de meta; y el cuidador del museo a cara de perro y con la tarjeta roja asomando del bolsillo como un árbitro de la Libertadores salió a pedirme que me retirara porque estaban temblando los cuadros en la intimidad del museo y la gente se alborotaba por el tiritar de las obras o por confundirlas con el arte cinético.
Con el tiempo, un día esas paredes amanecieron de negro como un tumor en el corazón del parque Independencia negando el rubor de la pelota en los muros y tantas tardes de infancia.
Annabella de Antonio Di Benedetto es una novela construida en forma de cuentos, los cuales se presentan como los argumentos inventados del protagonista de por qué nunca estuvo ni podría estar con una actriz de cine y, de esta manera, acallar la vocecita y las tormentas internas de quien se enamora de un ideal. Avanzando línea a línea descubrimos la faz terapéutica del lenguaje que ayuda al protagonista a juntar las velas y a amarrar el barco. Entonces, yo ahora copio la fórmula y escribo estas líneas para tejer un orden, inventar una explicación a esas tardes de feria; al pibe que jugaba a la pelota. Y dejo al campo de la literatura (o de la escritura) el mundo hipotético de lo que podría haber sido.
El mítico ángel canalla, jugador y más laureado director, en una entrevista explica un poco su vida dedicada al fútbol profesional por las circunstancias donde se crió. A pocas cuadras de su casa de la infancia, en el barrio La República, había un predio con una cancha de fútbol de la empresa Gath & Chaves donde derrochaba horas jugando a la pelota, pero que de chico pensaba ser verdulero, que le gustaba ese oficio. También trabajó como mecánico ferroviario y conducía un taxi a su vuelta a la Argentina cuando se retiró como jugador y todavía no se había encontrado con el sueño de dirigir un equipo.
Yo no fui ni escultor ni futbolista profesional ni artista. No aplicó para mí la ley de profesión por ósmosis o por lugar de residencia, pero me tranquiliza pensar que no estoy solo en aquellos márgenes sino que, por el contrario, formamos un vasto grupo. Quizá, una patria, un estado, o mejor dicho, un imperio.
Me he encontrado hace poco en alguna galería de Rosario con la escultura que alguna vez vi en la calle Oroño, por ese entonces, todavía en plena metamorfosis e hidratada por la sal de su Pigmalión. Al verla no me detuve a pensar en la composición de la figura, en cómo había entrado el cincel en aquella mueca de la roca o cómo se puede construir deconstruyendo. Tampoco me detenía pensando en los residuos y migajas de una obra, si lo que queda afuera- las ausencias- forma parte también de la obra porque son la posibilidad de lo construido, es decir, aquellos silencios que completan el texto de Umberto Eco; lo que no está, lo que no se ve o lo que no fue.
El famoso método iceberg de escritura que usaba Hemigway donde después de escribir quitaba todo lo que podía hasta dejar en la superficie solo lo indispensable. Y entonces escribo y reflexiono y leo en esa escultura de piedra no una obra sino argumentos que me explican; hojas sueltas del pasado, una herida de los sueños, una brizna de la infancia, comienzos para algún relato que nunca escribiré, gajes del oficio del tiempo y mientras tanto, como seguimos los humanos incapaces de traducir la dinámica de la Fortuna, me limito a explicar lo que puedo, lo que creo entender, lo que está en la superficie y a mi alcance.
Por ejemplo, comprender escribiendo por qué en algunas circunstancias me invade la emoción al cantar La del Pirata cojo del gran Sabina; en esos minutos que dura un tema y uno puede vivir otras vidas, probarse otros nombres, colarse en el traje y la piel de todos los hombres que nunca seré.