Ya casi en la mitad de su mandato constitucional, la Alianza Cambiemos mostró las cartas de lo que será su segunda fase. Si el conjunto de medidas de la fase uno, el núcleo de los dos primeros años de gobierno, pueden ser consideradas como transformaciones de carácter macroeconómico atribuibles, en el imaginario social, a la necesidad de corregir “los desajustes de la pesada herencia”, las medidas de la fase dos también asoman como estructurales, pero se caracterizarán por afectar de manera más evidente el bolsillo de la población. Por esta razón y por el tiempo transcurrido, a diferencia de lo que sucedió durante la fase uno, los resultados de la fase dos ya no podrán atribuirse tan fácilmente al gobierno anterior. Si el principal error de diagnóstico político para la fase uno fue sobreestimar la resistencia social del movimiento obrero organizado, la CGT de los atriles voladores y los triunviros corridos por las calles, para la fase dos, si no hay respuestas efectivas para los trabajadores, incluidos los de ingresos medios, se abre un horizonte de conflictividad social que, por ahora, permanece latente. Resulta muy difícil predecir por dónde o cuándo explotará. Aunque las bases sindicales son hoy un caldo de cultivo del descontento, todavía no se avizora cuál será la dirigencia que catalizará la efervescencia.
Regresando al comienzo, las cuatro medidas de transformación estructural de la primera etapa fueron la eliminación de retenciones, con shock devaluatorio inicial y apertura comercial, la redolarización de las tarifas y los combustibles, la pérdida de la participación del salario en el ingreso y el endeudamiento acelerado para reconstituir las condiciones de dominación imperial, tanto para asegurar la extracción del excedente como para determinar el lugar del país en la división internacional del trabajo. Lo que viene en la fase dos estará marcado por el pacto fiscal, una nueva redistribución espacial de recursos en favor de la provincia de Buenos Aires, donde Cambiemos centra su estrategia de continuidad temporal, y las reformas previsional y laboral, que son redistribuciones desde los ingresos de los jubilados al pago de servicios de la deuda y entre el trabajo y el capital, respectivamente.
Puestas en perspectiva estas medidas deben entenderse también en el marco de las disputas por el sentido y el manejo del ciclo económico. Las cuatro medidas de las primera etapa produjeron una fuerte recesión económica en el primer año, el habitual ajuste sacrificial en pos de un futuro venturoso que suelen proponer los gobiernos “amistosos con los mercados”, pero luego, con la meta puesta en las elecciones de medio término, el gobierno impulsó la demanda por la vía del descongelamiento de la obra pública y múltiples formas de endeudamiento privado, desde los créditos hipotecarios UVA hasta los otorgados a los beneficiarios de la ANSES y hasta la postergación en los pagos de tarifas de servicios públicos. Dicho de otra manera, la demanda se empujó con algo de gasto público y la creación de un déficit financiero privado, lo que permitió frenar la caída de los indicadores de actividad y generar una sensación de falsa bonanza, la idea de que, tras el ajuste inicial, el modelo comenzaba a funcionar.
La realidad es que el ajuste permitió crear las condiciones para el cambio de las relaciones de poder entre el capital y el trabajo a través del aumento del desempleo –que pasó de poco más del 6 a algo menos del 9 por ciento, es decir cerca del 50 por ciento de incremento en menos de dos años– así como de un cambio en los usos de los recursos presupuestarios. El aumento del déficit público interno, producto de la recesión y la poda de tributos a los más ricos, convivió con el acelerado aumento del peso de los servicios de la deuda (el déficit financiero creció cerca del 80 por ciento interanual en los primeros 10 meses de 2017), lo que sirvió de base para que los hacedores de política decidan recortar en 2018 lo que serán más de 100 mil millones de pesos del sistema previsional vía el cambio en la fórmula de actualización. Dicho de otra manera, ya en el tercer año de gobierno de la segunda Alianza se provocó que los jubilados deban resignar ingresos en favor del pago de deuda. Difícil expresar de manera más concreta lo que sucede cuando la economía es manejada sin mediaciones por los representantes del capital financiero global.
Si se piensa en términos estructurales, lo que sucede a nivel nacional se reproduce a nivel provincial y también de familias y empresas. Cuando el Estado nacional hace girar toda su política en torno al endeudamiento externo baja el mismo proyecto a las provincias, las que frente a los recortes de sus ingresos, el ceder un poquito del “consenso” fiscal, se ven compelidas a endeudarse en divisas si quieren hacer algo más que pagar salarios. Se trata del mismo mecanismo utilizado en tiempos de la dictadura militar, cuando para este fin se recurría a las empresas públicas. A la hora de endeudarse para el Estado central no hay diferencia entre que el sujeto sean empresas públicas o provincias. Los dólares siempre quedan en el Banco Central y el pasivo financiero en el tomador del crédito. El mecanismo es perfecto.
Finalmente, como se explicó en el capítulo del impulso preelectoral a la demanda, el endeudamiento también se baja a familias y empresas. Las condiciones de relajamiento en el otorgamiento de créditos, desde los hipotecarios a los personales, convive con tasas de interés efectivas en pesos cercanas al 60 por ciento anual, en el caso de las tarjetas y los descubiertos en cuenta corriente. Y para completar el panorama comenzó a hablarse de la “securitización” de los créditos UVA, es decir de un sistema de emisión de títulos de deuda cuyo activo de respaldo son títulos de deuda. Se trata del mismo sistema que llevó a la burbuja inmobiliaria de Estados Unidos y que estalló en la crisis de 2009. Los bancos que operan en la plaza local buscarán así cubrirse del riesgo de los créditos más calientes. La fiesta financiera recién empieza.