Encuentro a Alberto Fuguet una tarde de noviembre lluviosa y poco primaveral en el hall del hotel donde estuvo hospedado durante su última estadía en Buenos Aires adonde vino a entregar el Premio Clarín de Novela, concurso literario del que fue uno de los jurados junto a Mariana Enríquez y Samatha Schwelin. Fuguet es autor del libro de cuentos Sobredosis (cuentos) y las novelas Mala onda (sobre las experiencias de un joven en dictadura), Tinta roja (llevada al cine por el peruano Francisco Lombardi), Por favor, rebobinar, Las películas de mi vida, Missing (una investigación) y Sudor, una novela inspirada en el vínculo de Carlos Fuentes con su hijo.
El personal del hotel nos provee un par de paraguas rojos que contrastan con el gris del ambiente del exterior. La escena bien podría ser sacada o una metáfora de Ciertos chicos (Tusquets Editores), la última novela de Fuguet sobre Tomás Mena y Clemente Fabres, dos bellos jóvenes universitarios que, parafraseando a La Maga y Oliveira de Rayuela de Cortázar, andan sin buscarse, sabiendo que andan para encontrarse.
El problema es que no se trata del ventuoso París en los años sesenta, sino de las lúgubres calles de Santiago de Chile en plena dictadura de Pinochet en 1986. A través de la música, los fanzines y otros lugares de resistencia como las tienda de discos o las fiestas under y con el amor como trinchera, Tomás y Clemente, intentan poner un poco de color al ambiente blanco y negro de la represión pinochetista. De esa manera, y sobre todo, a partir del personaje de Clemente que, como él es un intelectual que creció en el exilio, Fuguet hace literatura con sus recuerdos personales.
-Vamos al contexto histórico y político en que transcurre la novela. ¿Cómo era y que representa hoy el Chile de los años 80?
Alberto Fuget: Depende, depende cuando, depende con quién hablas, y depende desde qué perspectiva. A mí me gustaría pensar y yo modestamente creo que “Ciertos chicos” están poniendo en duda si realmente los ochenta eran tal como nos contaban que era. La idea prevalente de que fue muy duro, que lo fue, pero no lo fue para todos. O fue duro, pero eso no implica que la gente no podía seguir teniendo una especie de cotidianidad, de día a día. O sea, la idea de la novela es que aún en los peores tiempos, sea en nazismo, la dictadura argentina o, en este caso, la dictadura chilena la gente puede bailar, enamorarse, coquetear, hacer el aseo, tener deseo y hacer el amor. Existe la idea, sobre todo en los jóvenes, de que el pasado ochentoso es totalmente totalitario. Entonces, por eso digo, depende de quién hablas y en qué momento. Yo que lo viví, para mí era el peor momento de la historia y Chile el peor país para vivir. Pero aun así y quizás por eso, yo tenía que sacarle provecho a lo que tenía. O sea, yo tengo recuerdos también en Technicolor. Sin dudas, políticamente era blanco y negro. A mí me parecía que todo el mundo era malo. Que Pinochet era atroz, que la gente que estaba a su lado era peor, pero que la oposición era mala también. Entonces, no había muchos resquicios para escapar. Ahí es cuando yo aprendí la palabra disidente. Palabra que hoy no sé del todo qué significa. Pero me parecía que yo no quería ser como ninguno de ellos. Y además no lo era. Entonces, tenía que vivir de otra manera.
-Tomás y Clemente encuentran esos resquicios para escapar y resistir a la dictadura de Pinochet en la música, en los casetes, en lugares como las disquerías, las fiestas under, el cine. ¿Fueron esos intersticios espacios de rebeldía que contribuyeron a minar la opresión?
-La rebeldía y la disidencia de Tomás y Clemente radica en que intentan vivir a mil sus vidas en un universo impregnado de muerte, en que intentan iluminar el apagón total que pretende instaurar la dictadura. Ellos se sienten libres e intentan visibilizar sus afectos prohibidos en un tiempo en que todo afecto y principalmente sus afectos y deseos son reprimidos y castigados. Ellos intentan disfrutar, aunque todo se caiga y ahí hay una rebeldía. Por eso, yo pienso que son esos ciertos chicos los que hicieron caer la dictadura.
-¿Por qué?
-Porque los esbirros de Pinochet, al hacer tanto hincapié en los fenómenos que consideraban propiamente políticos, se descuidaron y no se dieron cuenta de que lo cultural también es político. En ese sentido cometieron un error garrafal. Tan ocupados estaban en otras cosas que no se dieron cuenta de que en los ochenta se pasaban películas increíbles y no estoy hablando solamente de cine arte. Sino de “Volver al futuro”, de los “Gremlins”. De “La Laguna Azul” con este chico hermoso y desnudo. Christopher Atkins en bolas que a mí me pareció mucho más subversivo que “El acorazado Potemkin”. Yo me enamoraba de todos los chicos en el cine. En los ochenta vi películas muy eróticas, como las de Jean-Jacques Beineix, como “Betty Blue 37.2 en la mañana”, que era una historia de amor hetero. Se escuchaba Madonna y se veían sus videos plenos de varones y de colores como “Material Girl. O de Devo. O el video de “Being Boring” en que están todos los varones desnudos, cantando en una tina, en una fiesta. De eso hablo, cuando hablo de Technicolor. Cuando yo muestro ese video, me preguntan: ¿Ese video es del año pasado? No, es de los ochenta. Pero ¿cómo, si en Chile estábamos en guerra? Y quizás había algo de guerra, pero por eso nos enamorábamos mucho más. Por eso, también había espacios de resistencia. Muchos espacios donde la realidad, el sexo, el eros, la diversión se colaba. Porque no hay dictaduras tan fuertes con capacidad de romperlo todo.
-¿Cuánto del mundo que vos retratas perdura en la actualidad?
-Muchísimo. Solo basta fijarse en que es lo que más perduró y el principal legado que hoy se ve, que yo pude ver, por ejemplo, en la última Marcha del orgullo argentina. Veía como los chicos en un carro bailaban “Go West” de los Village People. O ABBA. Los ochenta conforman hoy el repertorio de los greatest hits queer. Hoy los jóvenes gay vieron todos “Frozen”. Es el triunfo absoluto del pop. Antes bailar Village People era considerado imperialista. Ahora, es al revés. Ahora el pop es político. Recién hablábamos de películas y me vino a la memoria la película de los “Village People”. Quizás no sea una buena película, fue un fracaso comercial, pero estaba muy bien para la época, es muy disruptiva. Y termina siendo premonitoria como las mejores películas de ciencia ficción. En un sentido, la película de los Village People resulta mucho más visionaria que “2021. Odisea del espacio”. Retrata un mundo que se parece mucho al de ahora. La película plantea una especie de utopía-distopía donde todo el mundo es gay. Ellos plantean que algún día Nueva York va a ser todo gay y que todo será gay friendly. Y que gimnasios, hoteles, discotecas, niños, varones y mujeres van a ser gays. En su momento era parecido a una tontera. Los Village People eran considerados frívolos, desechables, o peor aún, simplemente putos. Entonces ¿qué pasó? Yo reconozco que nunca pensé vivir eso, que los varones pudieran besarse en las calles y menos casarse. Y eso fue soñado en los ochenta. Como los Village People, Tomás y Clemente le hablan al futuro, lo que ellos desean será la normalidad, piensan que en el futuro ellos serán considerados normales.
-Frecuentemente, cuando una novela se sitúa en el pasado es para hablar del presente. ¿En qué sentido te parece que los ochenta interpelan al presente?
-Pensemos en la Argentina de Milei. Nuevamente hay, como en dictadura, la sensación de un mundo que se desmorona. Y sin embargo, la última Marcha del orgullo no fue lo que se dice un funeral, sino todo lo contrario, una fiesta. Una fiesta en que parece que triunfó ese pop ochentoso que fue catalogado de frívolo y que tenía un potencial rebelde impresionante. La Argentina está pasando un momento muy duro y en la Marcha del Orgullo no se veían lágrimas, dolor y resignación. Se veía resistencia, se veía felicidad, se veía diversión, se veía humor, se veía fraternidad, se veía alegría. Yo no fui a todas las marchas en Argentina, pero me pareció que ésta fue una de las mejores, que era más alegre que en otros años. Quizás porque había más sentido del propósito. Y también alguien me comentó que era menos hot. Que la gente no estaba intentando follar. Me contaron que lo que prevaleció era tener más sentido de pertenencia. Que no era solo ver quién tenía el culo más listo. Que eso también es resistencia, pero que sobre todo había risas y bailes. Y que hay mucha subversión en la risa y el baile, aunque frecuentemente se piense que son cosa poco seria. A mí me parece que la marcha fue política, no solo fue un quilombo. O mejor dicho, se volvió al verdadero sentido de la palabra quilombo, que remite a los quilombos de los esclavos: una rebelión política.
-¿En qué etapa de tu obra se sitúa “Ciertos chicos”?
-Yo quería escribir un libro de mi época de estudiante, que nunca había escrito. “Mala onda” era un libro de colegio, de secundario. Y después me había saltado a chicos jóvenes haciendo su práctica laboral, que era “Tinta Roja”. Un chico que entra a trabajar a un diario como Crónica. Después tenía “Por favor, rebobinar”, que eran jóvenes con sus primeros trabajos en periodismo. Entonces yo sentía que me faltaba la novela universitaria. Que es la novela coming of age de Tomás.
-¿Qué es ser rebelde o por donde pasa la rebeldía hoy?
-Ser rebelde hoy sería no estar tan ligado a las redes sociales. Dejar un poco de lado las redes sociales, entendiendo que son parte de la vida, pero no tener miedo al contacto físico, al “roce que se logra con el roce”, como escribí en la novela. Ser rebelde es poder ser un poco distinto a tus pares. O sea, si tú no estás de acuerdo con todo lo que se está hablando en una reunión, decir no. Y que no te cancelen por eso. No tenerle miedo al cuerpo y al deseo también es algo muy anti derecha, muy anti católico y muy anti burgués. Por décadas y siglos, nos atormentaron con “No te toques el pito”. No hay que sobrevalorar al pene, pero tampoco prohibirlo como se pretende ahora. Prohibir al pene es como prohibir los ojos. Me parece que por ahí va la rebeldía, más que por maquillarte o ser punk. Ser gay y demostrar tus afectos es algo político y rebelde aún. Y sobre todas las cosas, hoy ser romántico es un acto de rebeldía.
-¿Cómo es eso?
-Yo quería escribir un libro en que no me diera vergüenza ser romántico. Ser romántico hoy está devaluado. Se lo asocia únicamente a los mitos románticos que encubren la violencia. Sin embargo, en la novela utilicé frases en las cuales el romanticismo está al borde lo kitsch. Como cuando Tomás dice de Clemente “Lo vi y la ciudad olía a él”. La literatura, la cultura y el arte queer han hecho transgresiones en lo porno, han ahondado en lo sórdido, en el sadomasoquismo y las diferentes formas de vivir el sexo. Han hecho explícito el sexo. Una crítica señaló que “Cierto chicos” era una novela hetero porque carecía de sexo. A mí me parece una escena muy sexual cuando Tomás le roba la bufanda a Clemente. Quedarte con la remera de un chico que te gusta y quedarte con olor a él es más sexual que describir el acto sexual. Eso significa también tener su aroma, su onda ... tenerlo cerca. Estamos en un mundo en que acaba de ganar Trump y Milei. En contraposición, yo necesitaba escribir un libro lleno de romanticismo y cariño, lleno de ternura que es también un sentimiento revolucionario, hablar de cosas positivas. La rebeldía es no conocer a alguien por una aplicación sexual, no follar, sino conocerse cara y cara y conversar. Regalar un libro, tomar un café, decir que voy a la sauna y no ir. Cosas así. A mí me parece romántico y subversivo mandarle mixtapes a un chico. De hecho, muchos jóvenes que leen la novela me dicen con cierta sensación de pérdida: “A mí nunca me han mandado un mixtape, a mí nunca me han escrito una carta”.
-¿Por qué clasificas a “Ciertos chicos” como una novela política”?
-Podemos discutirlo. Pero lo digo, porque es una novela sobre los ochenta en donde Pinochet casi no aparece nombrado. O solo aparece como un secretario de cuarta categoría, un mequetrefe, un personaje más que secundario. Quise escribir una novela sobre los ochenta sin Pinochet y sin el Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Y, de esa manera, mostrar que no todo es binario, ni blanco y negro. Que no solo hay comprometidos y negacionistas. Que se puede ser pop y revolucionario, ser inteligente y bello, ser culto e ir a bailar. De hecho, Tomás y Clemente son guerrilleros pop. También quise demostrar que el pop terminó triunfando. Y que el pop ayudó a que Pinochet cayera. Y que el pop es una fuerza indestructible capaz de derrocar a Pinochet. Lo mismo pasó con la banda argentina Virus.
-¿Por qué con Virus?
-En su tiempo, pocos advirtieron el potencial de una banda que mostraba colores y que incitaba al cuerpo a bailar frente a una dictadura que propiciaba la oscuridad, el cuerpo inmóvil y el cuerpo desaparecido. También es una novela política porque es una novela trágica en los ochenta. Es más “Muerte en Venecia” que fin de semana en Venecia. En donde la tragedia la sufre aquel que, como Tomás, tiene fe, sueños y no mide las consecuencias. Es una novela política porque es una historia de amor y que, como toda historia de amor termina mal. Es una novela política porque es una es una ficción en donde la memoria lucha contra el olvido (que, según Milan Kundera es la verdadera lucha contra el poder). En definitiva, Tomás es una invención de la memoria de Clemente. Porque Clemente no sabe todo lo que hacía, ni lo que pensaba Tomás. Porque no había una grabadora. En el fondo es un verdadero acto de amor. Alguien recrea a su amado, pero sin saber toda la información. Es como se imagina lo que era. Quizás el amor es eso, imaginarse lo que la otra persona es.
-¿Qué te hubiera gustado hacer con un Tomás en los años 80 que no pudiste?
-Un día, viajando en un subte, vi una imagen que me conmovió y que capturé con mi Iphone: dos chicos compartiendo unos audífonos. Me pareció tan tierno, tan jugado. No tener miedo a mostrar los afectos frente a la gente. Eso me hubiera gustado hacer con un Tomás en los ochenta. También hacer todo lo que dicen las canciones pop: correr juntos por las calles, andar bajo el mismo paraguas rojo, besarse en un parque. Bueno, cosas que yo hice con pocos y tarde. En contraposición, yo le pedí a algunos heteros cosas que ellos no podían darme, por ejemplo, hablar por teléfono todos los días. Más allá de usar sus remeras o sus calzoncillos. Hoy hay chicos que tienen novio a los quince o diecisiete años. En los ochenta eso sería impensable. Eso es un cambio gradual impresionante que te da un sustento emocional el poder crecer, jugar, explorar, contener junto a un otro. Tener un aliado, un socio, un compañero en la juventud. Sin embargo, si hubiera tenido todas esas cosas, a lo mejor no hubiera sido escritor. Hubiera estado todo el día en el campo, viendo películas, pasando horas y horas en bolas en una habitación. Hubiera sido más feliz probablemente. Hubiera tenido más cariño. Pero, a lo mejor hubiera escrito menos con mi erotismo más satisfecho. Como no tenía todo eso, escribía como un animal, veía todas las películas. En ese sentido, “Ciertos chicos” es un libro triste. Porque tuve que celebrar a un Tomás como si yo lo hubiera tenido. Lo tuve años después, pero ya no era joven. Lo tuve después, pero ya es distinto. Y yo creo que eso nunca se supera. No es lo mismo vivir el amor a pleno a los treinta y cinco años que a los veinte o los diecisiete.
"Ciertos chicos" de Alberto Fuguet (Tusquets Editores), Buenos Aires, 2024.