Nadie sabía quién era la chica. El video, que se compartía por infrarrojo o bluetooth, llevaba el engañoso nombre de “LA MUERTE DE UNA EMO.3gp”. Había sido rebautizado para resonar con la época: los emos —de flequillos largos y ropas oscuras, de finísimos cortes en las muñecas y música mórbida— fueron el chivo expiatorio de una generación, sacos de boxeo en los boliches y blancos de tiro en las redes sociales. El origen de este nombre se rastrea hasta México. Entre 2007 y 2009, circuló entre los jóvenes, viral a su manera, aunque mucho más lento y secreto que un tweet.
Había llegado, no sé cómo, al celular de mi amigo C.
Fue un verano de 2008. Había poco para hacer en San Guillermo, Santa Fe, pueblo en el que la siesta se cumple religiosamente. Si no era la pileta o el ciber, era el ventilador y la cama. C. tenía un celular de tapita, su primer Alcatel, con pantalla diminuta, en el que pasaba horas haciendo nada. Estaba sobrecargado de porno, como el de cualquier adolescente de quince.
Me preguntó si quería ver algo y yo acepté, por supuesto. Él era como un gurú para mí. Le confiaba plenamente mi atención, mi credulidad. Puso el celular frente a mi cara y dio play. Al principio, no entendí, me costó darme cuenta de lo que estaba pasando. En el video, asesinaban brutalmente a una chica. Duró menos de un minuto.
“¿Viste?”, me preguntó, mirándome a la cara, creo yo, para reírse de mi reacción. Enseguida lo puso de nuevo. Y yo miré.
A plena luz del día, el 7 de abril de 2007, a 13.500 km de mi pueblo, en Bashika, norte de Irak, Du’a Khalil Aswad había sido asesinada frente a una multitud -entre ellos, policías- mientras los testigos grababan el espectáculo con sus celulares. ¿El motivo? Estaba enamorada de un chico que no pertenecía a su religión; algunas fuentes reportan que se había convertido al islamismo. Para su familia, estrictamente yazidí, la conversión era un pecado mortal.
Más de cien personas se reunieron a mirar mientras los hombres de su familia y los allegados la mataban. “Asesinato por honor”, le dicen. Mawt al-blokkah o “muerte por bloques”. Lo que no purga el fuego, lo aplasta la piedra. Cuatro videos del hecho circulaban por Internet.
Pasaron dieciséis años de esa tarde de verano: no volví a cruzarme con el video y ya no tengo relación con C. Un día cualquiera, de pronto, recordé el video. Un grupo de hombres desgarra su ropa. La tiran del pelo. Alguien usa una varilla de metal como bate de béisbol. Otro levanta un bloque de cemento. Tiene que ser pesado, pero lo alza como si nada, y así como si nada cae sobre la cabeza de la chica, que revienta.
Yo no sabía su nombre. Era para mí la imposibilidad de la palabra. Las imágenes seguían guardadas en mi cabeza. Su muerte, nítida. Cuando pensaba en ella, algo innombrable, todavía vivo, pulsaba. Algo intacto y salvaje insistía. Quizás porque en el camino de los años me hice consciente de los terrores ajenos -“deconstruirse”, le dirán algunos-, el espectáculo de esa muerte me producía menos un rechazo visceral y más tristeza, desconsuelo, desasosiego.
Tuve la necesidad de saber quién era. Le pregunté directamente a P., amigo experto en leyendas del internet, y nada. “¿Para qué querés saber?”, me cuestionó. Yo quería comprobar que lo que vi existió o seguía existiendo. Quería darle a eso que recordaba una entidad menos abstracta.
Pasé días de excavaciones en viejos blogs, como apuntando con una luz débil a una oscuridad sin rostro. Internet es un laberinto de puertas: una comunidad de contenido gore en Facebook me llevó a otra en WhatsApp, donde se compartían decapitaciones, accidentes y enfermedades grotescas, nada más que por placer. Mi computadora se transformó en la escena de un crimen.
Anónimo 1: No sé, recuerdo a la emo que agarraban a piedrazos. Pero a lo mejor la confundo.
Anónimo 2: Yo igual creo que lo vi hace mucho. Fue de mis primeros videos.
En Tiktok, el usuario @bunkergamesmx comentó sobre el archivo: “Cosas que jamás deberías googlear: La muerte de una emo.3gp”.
@Angel._.dxt: Alguien sabe dónde encontrar el video?
@Florecitaslindas23: Yo lo vi de niña y me causó pesadillas por varios días 🥺
@Dregnrjzik: No era emo. Era musulmana, o algo así.
En un artículo del 2007 del diario El País, reconocí un detalle que creía haber olvidado: la chica tenía puesto un buzo naranja. Era ella. Un fragmento del video original seguía activo en la página. Clic en play.
Diecisiete años tenía. Esa casi niña lapidada resistió la paliza por media hora; murió con una dignidad escalofriante. Fue su tío quien dio el golpe final con el bloque de cemento.
Los denominados “crímenes de honor” no se circunscriben a una tradición étnica o religiosa. Es una práctica que cruza las fronteras y adopta formas diferentes. En el 2009, según Human Rights Comission of Pakistan, el 46% de los asesinatos de mujeres en Pakistán estuvieron asociados a un “crimen en nombre del honor/ghariat”. En Jordania, nada más durante el 2005, se registró que un tercio de las muertes violentas se inscribían dentro de esta lógica.
Se realizó una protesta en Arbil contra los asesinatos de honor, en nombre de Du’a Khalil Aswad. El 23 de abril de 2008, el Estado Islámico de Irak envió un ataque en represalia. Cochebombas suicidas mataron a más de una veintena de yazidíes.
Algunos culpables de su crimen nunca fueron detenidos.
Cuando terminé de ver ese fragmento del video, recuerdo haber pensado que en un tiempo olvidaría su nombre, pero jamás la posición fetal de su cuerpito apaleado, jamás el charco brillante de sangre alrededor de su cabeza. Abrí la imagen de Du’a que compartían los diarios: profundamente triste sosteniendo rosas rojas. Una fantasma que conoce su condición de muerta.
No podemos dejar de mirar. Tal vez se trate de voracidad, de saciar un hambre inexplicable. Miramos para llenar una hondura que desconocemos, un abismo. Casi veinte años después del brutal asesinato, el video de Du’a —como tantos otros similares— sigue dando vueltas en Internet, de acceso fácil y público, en foros de contenido gore, y, esporádicamente, en X/Twitter. Su muerte, anónima para muchos, seguirá reproduciéndose hasta el agotamiento, hasta que ya no diga nada, hasta que sea menos que nada.