“Si mi alma fuera tan despreciable como la suya yo aprovecharía la ocasión para vengarme de las persecuciones que mi honor ha sufrido de parte de estos hombres, pero es necesario enseñarle la diferencia que hay entre un hombre de bien y un malvado”.
San Martín, el “padre de la patria” el de la frase “serás lo que debas ser o no serás nada” nos aproxima al verdadero sentido de lo que es un argentino de bien, en ocasión de dirigirse a Rivadavia como responsable de endeudar al país con el Empréstito Baring Brothers en Londres en 1824.
Exactamente 200 años después, continuamos asistiendo a una crisis de la representatividad que fracasa en la trasmisión de una ética, de un legado.
Pero esto tiene historia: así como aconteció con San Martín, quien muere lejos de su patria tras distanciarse de las luchas de poder, también otros personajes de nuestra historia, revolucionarios, líderes de bien, fueron eliminados, simbólica o literalmente. Por nombrar algunos claramente comprometidos con ideales nacionales en cuanto a la defensa y la educación: Mariano Moreno, que fue envenenado en altamar; Belgrano, que murió de soledad y tristeza.
He aquí la repetición de una tendencia a expulsar a quienes son valorados por sus importantes legados para los argentinos de bien.
¿Cómo entender la expresión que circula: “gente de bien” cuando parece que sólo estuviera promoviendo discursos de odio, resentimiento, crueldad, radicalizando, profundizando la grieta, y más aún cuando está asociada al significante afuera?
¿Quién queda afuera? ¿La gente de bien o la gente bien?
Vale aclarar que no es lo mismo “gente bien” que “gente de bien”, esta última supone valores, ideales de honradez, solidaridad, de aportar al bien común.
Mientras que “gente bien” alude a una posición social, económica, a ciertos privilegios de una elite, que provienen de un origen de supuesta superioridad.
Pero hoy ante esta expresión cunde el desconcierto, ¿quienes son esos argentinos de bien? ¿Estamos incluidos o quedamos afuera?
Presencié por casualidad esta escena: una niña pequeña estaba jugando mientras su padre estaba distraído con su celular, de pronto él se sorprende y sonríe al escuchar que su hija --tirando al suelo a su muñeca-- dice enfáticamente: ¡afuera!
Más que provocarnos cierta gracia es para preocuparse acerca de las consecuencias del lenguaje cuando se emplea no como vehículo para verbalizar sentimientos o comunicarse con el prójimo, sino cuando por el contrario se usa como un poder para atacarlo con violencia.
Viene instalándose en la cultura desde hace un tiempo una política conocida como de la “cancelación”, como forma social de sancionar actos o dichos reñidos con la moral. Sin embargo, esta práctica es a la vez un “arma” de doble filo cuando se utiliza con fines políticos en ciertos discursos de difamación, calumnias o injurias. En este sentido, tiene su antecedente nefasto en las primeras épocas del nazismo hacia los judíos y hacia quienes no participaban del nacionalsocialismo. El propio Freud padeció este mecanismo de expulsión por el que perdió su lugar en la docencia universitaria.
Son prácticas que suelen prosperar en los discursos reaccionarios, en los extremismos de derecha, filonazis, que pueden llevar a una radicalización antisocial de violencia y amenaza a la vida democrática.
Hay que mencionar otro fenómeno con carácter destructivo: son los individuos que están afuera, afuera de toda identificación o más bien encarnan la maldad pero en el anonimato y cuyo tratamiento del lenguaje es soez, obsceno, agresivo. Son los trolls, los haters, seres repugnantes, despreciables, dañinos.
Y bien, el estado de la salud mental está en peligro ante este creciente individualismo, odio, resentimiento, que termina en pasajes al acto asesinos.
Se puede ubicar en la actualidad un grado de deshumanización progresivo en el que proliferan las tendencias psicóticas, y fóbicas, los narcisismos, conductas automáticas, discursos rebuscados, de rigidez psíquica.
Precisamente, al respecto de la declaración de Sabag Montiel en el juicio por el intento de asesinato a la por entonces vicepresidenta, se observa en su discurso ciertos estereotipos que se repiten a lo largo de su exposición, que muestran un déficit de simbolización, propio de un espacio psíquico disminuido, tan característico de la subjetividad actual.
Cuando dice infatuado “me cargué esta mochila” en alusión a la decisión de matar a Cristina Kirchner, se presenta como un salvador, más bien un antihéroe que hace justicia según su propio código moral y según su argumento:
--“Si yo tenía cinco autos y ahora los perdí, y vendo copitos. Yo no hice las cosas mal. Entonces ella tiene que morir, es la culpable” --dice sin culpa ni arrepentimiento. Un individuo resentido suele ser el mejor aliado de un fascismo o totalitarismo, al seguir a un líder que le permite desenmascarar su odio al otro.
Nada más lejos del verdadero héroe que puede llegar hasta el sacrificio por una causa, un ideal. San Martín, un hombre de bien.
¿Por qué es muy propio de los tiempos actuales la figura del antihéroe?
La literatura y el cine abundan en ficciones que permiten la proyección de nuestros fantasmas cada vez más siniestros, son textos distópicos. Pero cuando la distopía traspasa el campo de lo ficcional...
Es en la literatura distópica del siglo XIX que nacen los antihéroes. Son seres mediocres, comunes y corrientes, tristes, sin origen “bien”, ni futuro. Obviamente no son gente de bien, ni gente bien, son seres humillados en su narcisismo. Como Sabag Montiel --un producto del lenguaje de los medios-- anhelante de alcanzar un ser, que demanda con ira reconocimiento.
Similar razonamiento está presente en la novela rusa Crimen y castigo, donde Dostoievski, su autor, estando en difícil situación económica, endeudado y amargado, le da al personaje, Raskolnikov, argumentos racionales para cometer el crimen. Pero finalmente la novela culmina con la redención, con el arrepentimiento. Aún triunfaba el bien.
Por qué no pensar entonces que debe existir un paralelismo entre esa condición distópica en los antihéroes y en ciertos liderazgos actuales.
En este sentido, hoy los discursos están afectados por esa misma distopía, tanto en casos como el de Sabag Montiel como en ciertos liderazgos supuestamente democráticos: afectados por la violencia, agravios, insultos, crueldad, obscenidad, franquean las normas (puedo movilizar la multitud para ingresar al Capitolio para desconocer una votación democrática o amenazar con destruir el Estado con una motosierra).
Precisamente la palabra afuera expresada con furia es gráfica, ya tiene ese carácter de lo que se excluye: ¿a la gente bien o a la gente de bien?
Según Reich, en Psicología de las masas del fascismo, el individuo que participa de la multitud y que “cree formar parte de la gente de bien, es en realidadun simple seguidor sin voz ni voto”. ¿Podrá este individuo enfrentado a su envidia, celos y humillación recuperar su autonomía de voz, no ser hablado por el Otro que lo empuja al crimen? Cuando en realidad, humillado en su narcisismo, encuentra en el resentimiento una defensa que le evita la desintegración psicológica.
Resta preguntarnos por qué atrae ese discurso del antihéroe, siendo que sus ideas son marginales, de destrucción, de indolencia ante el sufrimiento, de la crueldad más extrema, no sólo física sino principalmente la del abandono de la salud y de los que sufren hambre.
Insisto, cómo explicar la adhesión que consiguen esas proclamas de “que explote todo” si no es por un resentimiento latente.
Estamos en estado de emergencia, tanto del sujeto --guionado por los medios de comunicación que le dan un ser, cómo debe ser o hacer-- así como de la subjetividad de la época, en que la vida humana, la del planeta y la de la democracia, se ven amenazadas.
Urge encontrar una salida que pueda desactivar esa crueldad, ese resentimiento que corroe nuestras vidas y la democracia.
Desde la clínica psicoanalítica dependerá de los recursos con los que cuenta ese individuo para resistir a ese goce mortífero, para lograr revertir esa defensa resentimentista en la que se sostiene aun a costa de un falso ser.
Desde la sociedad, se trata de recuperar los valores de la gente de bien, que es en el lazo con los otros, en la política, en la amistad, en la solidaridad, en el amor, en la militancia, en la sublimación, en el humor.
En realidad, esos valores nunca se perdieron, sabemos quién es el argentino de bien. Lo que desconcierta es cómo desde esa consigna falsamente prometedora, hay cada vez más exclusión, más padecimiento, más destrucción.
Mirta Pipkin es psicoanalista, escritora y docente.