En una reciente entrevista, en un popular canal de streaming, el diputado Máximo Kirchner hizo referencia a “una novela de Marcelo Figueras sobre Rodolfo Walsh”, pero una breve laguna mental le impidió citar el título. Intenté recordarlo yo también pero me pasó exactamente lo mismo. Entonces fui a buscarlo entre los estantes de mi biblioteca.

“El oscuro corazón del crimen”, ese es el nombre exacto, en un guiño u homenaje al texto de Joseph Conrad, “El corazón de las tinieblas”. El libro salió en pandemia y tal vez por eso no tuvo todo el reconocimiento que merecía. Un año después fue adaptado y convertido en miniserie, “Las bellas almas de los verdugos”. Debe ser uno de los motivos por los que este gobierno detesta la producción audiovisual nacional.

Figueras hizo un juego borgeano. Convirtió a Rodolfo Walsh en protagonista de una novela. De su novela, porque cuenta en simultáneo el avance de la investigación sobre los fusilamientos de José León Suárez, el 9 de junio de 1956, que terminaron con la publicación de “Operación Masacre”, y la transformación de Walsh, mientras profundiza ese trabajo y ese camino personal. Elegir el género novela permite ciertas licencias que hacen al texto aún más atrapante.

Walsh vivía en La Plata, trabajaba como traductor y editor, escribía cuentos policiales, criaba a sus dos hijas y jugaba ajedrez en los ratos libres. Tenía un hermano milico, profundamente gorila. Simpatizaba con el antiperonismo, pero eso no era, ni remotamente, central en su vida. Era un tipo común.

Hasta que un día, en el bar donde paraba, le comentan que “hay un fusilado que vive”. Su curiosidad se activa, llega a conocer a Carlos Livraga y escuchar su historia. Livraga, que teme por su vida y quiere salir del país, le cuenta que en realidad son varios.

Entonces Walsh se encuentra frente al momento crítico de su vida, al punto de inflexión irrevocable. Como el Neo de Matrix, debe elegir entre la pastilla azul o la roja. Como el personaje de una novela existencialista, debe decidir entre dos rumbos, sin marcha atrás posible. 

Si preserva la comodidad de su vida doméstica, deberá coexistir para siempre con el remordimiento, las dudas o los reproches internos de lo que pudo ser y no fue. Si se zambulle de lleno en esa historia, sabe que nada será igual en adelante. 

En un único instante se juegan la vida, la muerte, el honor, el coraje, el oprobio y la cobardía. Un instante que recordará toda la vida, porque le dará la medida de su propio ser, le dirá de qué madera está hecho realmente.

“Es una investigación de un homicidio”, le dice a su compañera, intentando minimizar la tensión. “Pero el homicida es el Estado”, le responde ella, con ese realismo y ese instinto tan potente de las mujeres con hijos pequeños. Desde allí, no habrá retorno, tampoco para la relación que los unía, porque el epicentro de su vida y su interés se muda a Florida Oeste, donde vivían los secuestrados, y a José León Suárez, donde la dictadura los fusiló.

Aún así, Walsh tira de ese hilo y, con trabajo minucioso y talento periodístico, reproduce hasta el más mínimo detalle de esa noche fría y brumosa en la que el “zurdo” Lausse peleaba con el chileno Loaisa en el Luna y los militantes peronistas aguardaban la emisión de una proclama por radio. 

Pero la sublevación estaba totalmente infiltrada y los jerarcas de la fusiladora, encabezados por el coronel Desiderio Fernández Suárez, a la sazón jefe de la policía bonaerense, deciden dejarla correr para dar un mensaje aleccionador a la entonces incipiente resistencia peronista.

La principal virtud de la novela de Figueras es humanizar a Walsh, a quien las facultades y carreras de periodismo convirtieron en prócer y así despojaron de toda onda. Walsh se enamora de su asistente, Enriqueta Muñiz, aprende a despistar a los servicios que le caminan atrás, soporta impasible los reproches de su familia por ese abrupto e inexplicable giro, se guarda un tiempo en el Delta, practica tiro, se deja la barba, busca infructuosamente un valiente que lo publique, se despide de Enriqueta, que viaja al exterior.

En ese camino, se enfrenta casi a diario al miedo y a la incertidumbre. Y, a fuerza de enfrentarlos, aprende a vencerlos. Walsh, como un personaje de Sartre o Camus, acepta el destino que se le ofrece, a la vez heróico y trágico. Y, claro, marcando el camino de lo que ocurrirá con las dos generaciones siguientes a la suya, Walsh se hace peronista.

Confluyen dos cosas en ese proceso: la amistad y gratitud genuina que le ofrecen las familias de esos fusilados, de las víctimas de ese gran crimen de estado, con quienes empieza a compartir una nueva cotidianidad y gracias a quienes descubre lo que el peronismo había hecho por los laburantes, al mejorar sus condiciones de vida pero, especialmente, al incluirlos en un proyecto, de vida y de nación. La otra es la hipocresía, nauseabunda para él, del régimen con el que había simpatizado hasta entonces.

Comienza allí la segunda vida de Walsh, que incluye a la revolución cubana, más investigaciones periodísticas y un paso por la clandestinidad, hasta su asesinato mientras distribuía él mismo las copias de la "Carta Abierta a las Juntas". Hay que leer a Figueras, porque su novela permite hacerse un Walsh más completo, humano. Multidimensional.