Recurrentemente, tanto en el ámbito de los consultorios como en las instituciones públicas en las que nos desempeñamos, y en las respuestas a las entrevistas callejeras que los noteros hacen a diario a quienes circulan por la ciudad de Buenos Aires y en el conurbano bonaerense, se escuchan frases tales como: ”Es lo que hay, qué otra cosa se puede hacer?; hay que seguir remándola, no queda otra; hay que agachar la cabeza y seguir como se pueda; no se puede más pero hay que seguir trabajando, si no, que?”.

Todas estas expresiones aluden a un profundo estado de malestar, desaliento, frustración, falta de oportunidades, angustia, desgano, abatimiento y tristeza. Pero especialmente, a la resignación, a la consolidación de una posición subjetiva que asume la impotencia frente a lo que considera la imposibilidad de cambiar el rumbo de las cosas.

Hace unos años, cuando el pueblo brasileño sufría los embates del bolsonarismo, especialmente los pobres circulaba por esas tierras un flyer con imágenes del 2001 en Buenos Aires que rezaban “Luche como un argentino”. Curiosa reivindicación de la capacidad de resistencia de nuestra gente, por parte de quienes tienen poco para valorar de nosotros, rivalidad futbolera mediante.

Visto a la distancia, quedaron lejos los días en los que el pueblo de nuestro país se resistía a ser atropellado en sus derechos. La actualidad nos encuentra carentes de reacción, aplastados, dañados, sin poder articular respuestas de ninguna índole frente al avasallamiento de los derechos más fundamentales: el derecho a la educación, el derecho a la salud, a la alimentación, a circular y manifestarse pacíficamente sin ser reprimidos, a expresar el pensamiento sin ser perseguidos, a trabajar y recibir un salario que permita vivir con dignidad.

¿Se podría decir que la sociedad está desesperanzada? ¿Que ha perdido toda capacidad de ilusionarse con un futuro mejor?

¿Qué es lo que motiva esa desesperanza, esa mansa sumisión frente a las diversas formas de maltrato recibido? ¿El miedo al castigo? ¿El sentimiento de culpa por haberle otorgado el poder a su propio verdugo? ¿La falta de referentes que se erijan en representantes de sus intereses y arriesguen su propio pellejo en pos de defender a su pueblo?

Tal vez sea un poco de cada una de estas motivaciones. Lo cierto es que pareciera que la impotencia como posición subjetiva se ha consolidado en gran parte de las personas padecientes. Impotencia que impide ilusionarse, soñar, renovar apuestas por una vida más placentera, pero que paradójicamente a la vez previene de nuevas decepciones, protege del encuentro con los diversos modos de presentarse de la castración.

Este mecanismo, frecuentemente detectable en los neuróticos, especialmente en el obsesivo, parece haberse hecho extensivo a un gran sector de la sociedad, que elige la derrota anticipada, la resignación, antes que el riesgo que siempre implica poner en juego el deseo.

Quienes por formación tenemos la capacidad de leer estos fenómenos, asistimos con preocupación a la generalización de un sentimiento colectivo que tiene graves efectos, especialmente entre los jóvenes. Si bien no contamos con estadísticas certeras, cada vez es más frecuente anoticiarse de suicidios en adolescentes o en adultos mayores.

En los jóvenes, la característica tendencia a la actuación de los conflictos los lleva con inusitada cotidianeidad a pasajes al acto que derivan en la muerte. En los adultos, la pérdida del empleo en un contexto de graves índices de desocupación y despidos o los magros ingresos por jubilaciones sumados a las enfermedades típicas de la edad avanzada y la falta de recursos para adquirir los medicamentos, conforman un combo explosivo que supera las capacidades de los sujetos de elaborar los sucesivos duelos a los que se enfrentan.

Ansío creer que estamos a tiempo, que aún conservamos esa pasión que nos hace salir a las calles frente a la hazaña deportiva, y que sólo es necesario encaminar las fuerzas para escapar de este estado de padecimiento psíquico pasivo y desesperanzado, y recuperar la capacidad de sostener el deseo más allá de las tormentas que lo acechan. 

Andrea Homene es psicoanalista.