I
Me preguntó si estaba listo. Había comenzado a hacer calor. “Acá el calor comienza a mediados de noviembre y no se va nunca”- me había dicho hace años. Yo no creía estar listo, o mejor, si jugaba a la polisemia lunfarda, sí estaba listo o lo había estado, hasta que me desperté una semana atrás. Pero tenía que hacerlo, tenía que volver a escribir, después del accidente que me sumió en agrafia durante varios años.
“¿Se acuerda de lo que le pasó a Borges cuando escribió “El Sur”? – me preguntó Fargas- el asunto ese de la septicemia?” Yo me acordaba bien. Ese cuento fue uno de mis favoritos en la juventud, incluso escribí una novela corta con variantes sobre el tema. La cuestión era saber si se podía escribir en estas condiciones, si en la madrugada del 16 de noviembre, en la sala privada del sanatorio- gentileza de él, de mi agente literario Héctor Fargas- debería comenzar haciendo palotes, como en primer grado inferior. Así: I, lll, IIIII, o recordar el alfabeto Bleecker. A: de araña, B: de bala, C: de cinto, D: de demonio.
Me quiero incorporar; estoy mareado, una sed del infierno me late en la garganta y me acucian dos o tres imágenes de esas que se llaman recuerdos involuntarios. En una, muerdo un trapo de agua fría. Mi madre me daba ese mordillo para aliviar el dolor de unas llagas o de un diente.
“El mamífero es un tubo” -dice Fargas, mientras juega un rato con el control remoto del televisor, y queda detenido ante la escena de un tigre en el canal Animal Planet. Afuera, los rumores del cambio de turno de las enfermeras llena de portazos el pasillo. Fargas me anuncia que el médico que vi ayer, un muchacho musculoso y trabado de gimnasio, pasará más tarde a firmar el alta.
“A las ocho”- dice.
II
Malena le había cuestionado a Fargas la insistencia en querer hacerme escribir y Fargas la alentaba, le decía que con lo que iban a pagarnos en España al fin iba a poder levantar los créditos del banco y de los demás acreedores, entre los que sutilmente se contaba. “Adelantos”. Lo tenía vendido. Hacer pasar un texto -cualquiera, 2.000 caracteres- por una novela en agraz (Fargas dijo: “agraz”, estoy seguro, no puede ser que Malena se haya inventado ese anacronismo). Podía empezar allí mismo, en la habitación. Lo había estado pensando desde que me trasladaron a la sala, ya sin tubos -los mamíferos somos como tubos- porque venía de años de bruma y, por lo tanto, era incalculable la cantidad de seres fantásticos, de espectros y de dioses que yo habría tenido que enfrentar y vencer en ese país de la inconsciencia.
Fargas dejó papel y pluma a mano. Y poco a poco me fue llevando al campo operatorio.
Le pedí que apagara el T.V. Música no, es absolutamente incompatible con la escritura. (Fargas había amenazado con el mejor disco de Thelonious Monk en la aplicación del teléfono). Mi mente estaba en blanco. Aproveché para pedirle mi celular, pero Fargas no quería que me distrajera leyendo mensajes. No sé cómo hizo para deshabilitar el WhatsApp y conservar los mensajes (si es que los conservó).
Me dolía la cabeza.
III
Las cosas a mi alrededor no tenían ningún misterio. No fue el mío un despertar glorioso, con valor metafísico. Recordé que el doctor Puch me había amonestado suavemente por olvidarme de Marechal, triste omisión ocurrida durante la presentación de mi último libro, y yo ahora creía que nada de lo que había en esa habitación tenía la jerarquía del saludo inicial del Adán Buenosayres. Por una rara asociación pensé en San Ambrosio, y luego en San Bernardo, en unas vacaciones en San Bernardo junto a Malena.
Entonces Fargas me dijo que abriera Netflix.
IV
Lo primero que ponían delante de mis ojos era la pelea entre Tyson y un mamarracho, que ya habían transmitido. Vi a un héroe de gesto adusto, como si estuviera enfermo; salvando las distancias, golpeaba con la fuerza que yo tenía para escribir en ese momento. Se movía, pero en su lugar, y se mordía el guante. Vi una y otra vez esas imágenes. Los comentaristas balbuceaban, se limitaban a suponer una incomodidad, alguna cuestión de onzas, de guantes que apretaban demasiado.
Cerré los ojos -me había vuelto a marear- y creo que me dormí un poco. En mi cabeza, en el sueño, leía una conferencia: “el Héroe ha muerto”, se llamaba. Alguien dijo que la pequeña mundanidad de estos días sin historia regresaba a su cotidianidad, a su in-trascendencia.
V
¿De qué lado quedé?
E de elefante, F … ¿de qué era la efe?, G de gato, I del indio que aparecía de perfil sobresaliendo de una piedra. Mis maestros me habían enseñado a quedarme quieto cuando no pasaba nada, ni siquiera a escribir esas páginas de relleno en las novelas. A sopesar cada palabra con austeridad para ganarse el pan.
-Pan, podría ser un buen título -se despertó Fragas y, llevando un dedo al cielorraso blanquísimo, completó: “haciendo abstracción del dinero inevitable”.
Luego se dejó caer en el sillón como un trompetista que hubiera terminado su solo.
VI
En casa escribí por primera vez, a pesar de Fargas, que vino a verme esa misma tarde.
Había refrescado, así que Malena me puso una vieja bata sobre la remera blanca y los jeans gastados. “Pareces Arturo Cancela” –bromeó. Oíamos Blue Monk, y Thelonious nos golpeaba a nosotros, más que a su piano, desde una lejana noche ginebrina de 1966.
Fargas movía la cabeza. De ratos levantaba la vista del texto y me miraba. Calculé que estaría leyendo las últimas palabras:
Me enseñaron esto cuando, bárbaro y tímido, tuve que pelearle al mundo establecido. Porque balbuceaba un canto pobre y me dijeron que levantara la guardia, que me mordiera el guante. Hoy tengo que volver al principio, levantar los brazos y cerrarme como una valva, para evitar que la sangre regrese y me ahogue.
Voy hacia mi núcleo germinal, vuelvo a mi madre, a mis hijos, a la porción del mundo que me queda.
Los que saben, hacen teorías; los que sienten dolor, muerden.