Gabriela Wiener es escritora, periodista, poeta y performer. Nació en Lima en 1975 y vive en España desde 2003. Estuvo en Buenos Aires para presentar su último libro Atusparia, una novela en la que cuenta la vida de una política de izquierda peruana, desde su infancia hasta que es víctima del lawfare. Esta candidata tiene una infancia muy particular ya que estudia en un colegio soviético en medio de la capital de Perú: los estudiantes aprenden ruso, ajedrez y quieren ser cosmonautas.

Wiener tiene una gran trayectoria, y reconocimiento internacional, por la calidad de sus textos de no ficción. En sus crónicas, en muchas de las cuales se implicó como protagonista -en la línea del periodismo gonzo-, escribió sobre sus preocupaciones: el poliamor, la maternidad, la familia, lo queer, lo diverso.

Como cuenta en esta entrevista, que se hizo en un hotel en el barrio de San Telmo, era una “partidista total” de la no ficción, hasta que se puso a escribir Huaco retrato (publicado en 2021), un texto que surgió a partir de una leyenda familiar y terminó siendo una novela. “La ficción salvó la historia y me salvó a mí”, cuenta sobre el libro, que en inglés se llamó Undiscovered y fue finalista del Booker Prize Internacional 2024 y del PEN America.

La escritora, que en la actualidad es parte de Sudakasa, un proyecto colectivo de arte y escritura migrante, es autora de los libros Sexografías, Mozart con priapismo y otras historias, Llamada perdida, Dicen de mí y del libro de poemas Ejercicios para el endurecimiento del espíritu. Sus textos han aparecido en diversas antologías y han sido traducidos al inglés, portugués, polaco, alemán, francés e italiano.

Sos reconocida como una autora de no ficción, ¿cómo fue este pasaje de la no ficción de tus libros anteriores a la ficción?

Yo era una renegada total. Sentía que tenía muchas limitaciones para inventarme cosas y quería el triunfo de la crónica por sobre todas las cosas. Entonces, siempre hablaba mal de la ficción: era partidista total, sectaria (risas). Pero en Huaco retrato, la ficción se volvió el mundo de las justificaciones políticas del libro, porque en esta historia bastarda, que es irrecuperable de manera documental, finalmente la imaginación es la que cierra, completa y repara. Repara lo borrado. Me encantó cómo la ficción me salvó. Salvó mi libro, mi historia, pero también me salvó a mí, porque escribirlo fue un proceso identitario. La ficción me dio un lugar en el mundo. Sentí que le agradecía todo, que le debía todo a la ficción.

Todo con lo que habías renegado.

--Porque tenía una versión súper frívola de la ficción.

Es hermoso lo que decís de la ficción.

--No lo había sentido así tan profundamente y le tuve que pedir perdón. A la literatura. Entonces me solté y la abracé. El final de Huaco retrato fue un invento total y fue verosímil total y a la vez fue político total. Y me dije: no me ha quedado tan mal esto. Y pensé: lo próximo que voy a hacer será puramente ficción. Hay momentos de autoficción pero, también, como funciona cualquier novela, a partir de una experiencia personal, de una vivencia, la deformas, la transformas, la exageras, la llevas al límite. Así que sí, me propuse hacer una novela. Además, como he ido diciendo por ahí, en plan chistoso, es mi gran novela rusa, porque claro, este tipo de libro, comparado con todo lo que he hecho antes, me he sentido Tolstoi total (risas).

Ahora estás en idilio con la ficción.

--Claro, en Huaco retrato había cerrado mi ciclo autobiográfico, siguiendo con los clichés de la literatura, que le encantan a la gente; en Huaco cuento cosas que ya había contado, pero las encajo en un universo, en una historia que tenía una dirección, pero ahí estaban el poliamor, la maternidad, la familia, lo queer, lo diverso. Preocupaciones de hace veinte años que he estado tratando en mis crónicas y en mi no ficción y entonces: ya está. Creo que me volqué plenamente a lo político también de manera vital. Pasé del amor romántico al amor revolucionario, en la práctica. Nuestro proyecto de Sudakasa fue realmente un momento muy reparador en un duelo para mí. Esa especie de organización, de buscar un refugio, comunitario.

Uno de los acápites del libro, el de Daniela Catrileo, dice: “No se puede huir de la forma en que se aprende a conocer el mundo”. ¿Cómo aprendiste vos a conocer el mundo?

--En esta escuela Atusparia, que es real, que es donde estudié la primaria. Hubo un profesor de literatura, hubo unas maestras que me enseñaron a leer. Y, claro, en mi casa; mi hogar era un hogar marxista leninista mariateguista. O sea, yo marchaba con mi bandera roja desde que era una bebé. Mi padre estaba en la cárcel cuando mi mamá estaba embarazada de mí; se lo habían llevado por unos libros. Un poco marcado ahí está tu camino, tu destino; yo me despertaba y, al lado de mi cama de niña, estaba durmiendo un Che Guevara, un chileno prófugo de la dictadura. Las canciones que están en la playlist de Atusparia eran las canciones con las que me hacían dormir, las canciones de cuna de la revolución. Como tantas hijas que somos, hijas de la gente que pensó cambiar el mundo, que fue derrotada, tanto las que tomaron las armas como las que no, como las que fueron reprimidas, como las que fueron desactivadas políticamente u olvidadas. Mi padre, disidente político, periodista, siempre estuvo escribiendo con sus compañeros en partidos que nunca llegaron al poder. Sin embargo, nunca traicionaron al pueblo. A eso me refiero cuando hablo de mi educación.

"El feminismo hegemónico ha tocado mucho las pelotas", dice la escritora peruana que vive en España. Foto: Sebastián Freire. 
 

Que da una forma de ver el mundo.

--Sí. De leer las injusticias, de detectarlas. También por eso quería hacerle este homenaje a esa generación, golpeadísima, acusada de todo, a eso y al movimiento indígena, por supuesto. Esa frase de Daniela Catrileo, que encontré cuando había terminado el libro, me pareció que resumía la novela en una línea. Algunos me han dicho que veían algo determinista, que no podías escapar de tu educación. Pero cuando pienso en esa educación, pienso: qué bien. Qué bien no poder escapar de eso, de esa responsabilidad, de ese compromiso.

Hablaste de papá, ¿y tu mamá?

--Mi madre llevaba un diario de embarazo, que lo tengo yo. Es un cuaderno. Tiene dos páginas escritas porque empieza muy emocionada y después ya no tuvo tiempo para seguirlo. Pero en los primeros días del postparto, todavía en el hospital, hay citas de Lenin, de Marx y luego hay una carta de mi mamá a su bebé, a mí, diciéndome: “Tengo miedo de que me alejes de la revolución, de que me alejes de la lucha”. Es alucinante. “Todavía no sé si te quiero”. Luego, al día siguiente, ya me quiere. Pero está trémula, está nerviosa, tiene miedo de que yo la aleje de la revolución y estoy segura de que la alejé de la revolución. Hay revolucionarios guerrilleros que dejaron a sus hijos por la revolución.

Como la guardería que funcionó en Cuba.

--De hijos de guerrilleros del mundo. Una cosa hermosa y revolucionaria también. Y quién va a ponerse a juzgar a una madre que dejó una crianza, un cuidado, otra madre que dejó un legado y un ejemplo. No lo sé. Es difícil de decir, pero mi mamá no fue a la guerra, se quedó cuidándome. Y de ahí también nazco yo, salgo yo y soy esto que soy.

Hay ciertos paralelismos entre la protagonista y la autora.

--Sí. Esa niña Atusparia no es como yo, no tiene un padre y una madre comunistas y solidarios como tenía yo, pero es una niña que estaba sola. Sus padres nunca estaban y mis padres tampoco estaban. Estaban haciendo trabajo político por ahí y yo tenía miedo de que los mataran; pero como no quería hacer autoficción con Gabriela Wiener como protagonista, la saqué de ahí.

Decías que “el feminismo se te había ido en algún momento”.

--Se fue él, no me fui yo. Cuando empezó a hablar contra las trans, cuando empezó a escuchar que una soldado israelí que está matando bebés en Gaza se llamaba feminista, cuando la primera presidenta del Perú saca a todos los militares para hacer demostración de fuerza para la cumbre de la APEC en Lima, cuando mató en Puno hace un año y medio y se llamó feminista, cuando Keiko (Fujimori) se llamó feminista; se fue el feminismo por esa puerta, ¿sabés? El feminismo de la guerra, el feminismo racista, el feminismo blanco, terrorífico, es una hegemonía.

 

 

Hay otros feminismos más solidarios, más compañeros.

--Sí. Es que a veces no dan ganas de llamarse así. Sobre todo con esa forma de empezar las palabras como “fem algo” para luego reivindicar una cuestión biológica como algo inherente al sujeto político del feminismo. Todo el rato desde un lugar muy excluyente. Sirve la crítica de los movimientos, de los feminismos antirracistas, comunitarios, los feminismos del sur, los feminismos populares; obviamente, con las luchas antipatriarcales. Con todo esto que acabo de decir me siento identificada. Y sigue siendo importantísimo acá, en nuestros sures, hablar de ello. Pero siempre intersectando. Pero han tocado mucho las pelotas, muchísimo, el feminismo hegemónico.

Un capítulo del libro es un cuento de una alpaca mariateguista hablando ella en primera persona, ¿qué podés contar de esta parte?

--La alpaca dice: “La revolución la harán las alpacas. El problema de la alpaca sólo lo va a solucionar la alpaca”, en referencia al máximo referente del marxismo en América Latina, José Carlos Mariátegui. La alpaca es la voz del oprimido y qué mejor que lo diga el más oprimido de los oprimidos. Un animal explotadísimo que vive en las cumbres, tan generoso que da su lana y que el mundo no le devuelve nada. Y además hay una solidaridad entre humanos y alpacas, que es de lo más tierna. Ahí se ve la crueldad del mundo, la injusticia, el mercantilismo, histórico además. Y qué lindo que la alpaca lo diga. Me pareció que era necesario. Yo no iba a hacer hablar al indio, la alpaca habla por todos.