Este viernes se cumplen 75 años de un hecho transcendente para la universidad pública argentina: un 22 de noviembre, pero de 1949, el presidente Perón decretó la eliminación de los aranceles universitarios. No alcanzaba con que la universidad, tras la reforma de 1918, fuera autónoma, cogobernada y pública, tenía que ser también accesible para todo el mundo.
Como resultado de la sanción de la gratuidad universitaria, la matrícula se triplicó, al pasar de 47 mil alumnos en 1945 a 138 mil en 1955. Ese crecimiento se sostiene desde entonces (sólo la dictadura cívico-militar de 1976 lo frenó, con una caída de 160 mil estudiantes), a una media anual del 5 por ciento entre 1950 y 2022, mientras que en ese período la población total del país aumentó en un 1,7 por ciento anual.
En 1954, el mismo gobierno, tradujo ese logro, en la sanción de la Ley 14.297, donde además de reafirmar la gratuidad, definió la misión de las universidades nacionales como "eminentemente humanista y de solidaridad social".
Que en la actualidad haya mas de 2 millones de estudiantes universitarios de grado y pregrado en instituciones de educación superior estatales, también se debe a la expansión que ha tenido el sistema en tres grandes oleadas: la de mediados de la década de 1960 a mediados de la de 1970, con el plan Taquini; durante el menemismo; y la de 2002 a 2015. Fue en estas dos últimas etapas expansivas cuando aparecieron con todo vigor las universidades del Conurbano Bonaerense, que octuplicaron su peso en sólo 30 años, al pasar de concentrar un 3 por ciento de la matrícula total pública en 1991 a contener al 24 por ciento en 2022.
Conviene señalar que, en relación a la gratuidad de los estudios universitarios, han existido momentos de retroceso. Así, en 1967, durante la dictadura de Onganía, el Decreto-Ley 17.245, en su artículo 92 mantuvo la gratuidad de la enseñanza universitaria, pero con algunas excepciones: 1) los cursos para graduados, 2) los estudiantes que no hubieran aprobado un mínimo anual de materias, 3) la repetición de exámenes y trabajos prácticos. Esta norma dejaba a las universidades la decisión sobre el monto de los aranceles en estas excepciones, determinando un valor mínimo en función de un porcentaje del sueldo docente. Además, de buscar restringir el acceso con: “la aprobación de pruebas de ingreso que reglamentará cada Facultad”.
Nuevamente, durante el tercer gobierno de Perón, en 1974, la Ley 20.654 impidió el cobro de tasas por repeticiones de exámenes o por la falta de aprobación de un número de materias anuales, tal como se hacía durante la dictadura previa.
Otra regresión se produjo con la dictadura cívico-militar de 1976: con el Decreto-Ley 22.207 que, en su artículo 39, habilitó el cobro de aranceles y tasas a los estudiantes de grado: “respetando el principio de igualdad de oportunidades, la enseñanza podrá arancelarse conforme a una reglamentación general, dentro de límites razonables y con posibilidades de excepciones o de aranceles diferenciales. Las Universidades podrán disponer la percepción de tasas por la prestación de servicios administrativos".
Vino una nueva andanada pro arancelamiento durante el debate y sanción de la ley 24.521, durante el menemismo, producto de las reformas neoliberales propiciadas en el documento “La educación superior: las lecciones derivadas de la experiencia” del Banco Mundial.
La Ley de Educación Superior (LES) poseía una concepción mercantilista del conocimiento, negaba su valor como bien público social (la convertía en un bien de cambio), abría la puerta al arancelamiento y ligaba los derechos políticos y la ciudadanía universitaria al rendimiento académico.
El conflicto contra la LES fue un hito en la defensa de la universidad pública y abrió un ciclo de movilización estudiantil que se prolongó por varios años. Si bien la ley fue aprobada, algunos de sus puntos más cuestionados no pudieron implementarse. A comienzos de 1995, el diario Clarín afirmaba que “a pesar de los históricos reclamos de los estudiantes, el arancelamiento es casi una realidad”. Es indudable que las movilizaciones estudiantiles contribuyeron a que esa realidad no se concretara.
Allí no cesó el avance por el arancelamiento: el ministro de educación de la Alianza, Juan Jose Llach (funcionario con Domingo Cavallo durante el gobierno menemista), en 1999, planteaba: “no podemos soslayar que ahí tenemos un problema de solidaridad: no podemos taparnos los ojos de que la gente pobre cuando va a comprar comida le está pagando la universidad a un sector que no sé si será todo, pero fácilmente de una cuarta parte de los estudiantes universitarios que han ido a escuelas privadas y tienen grandes facilidades”.
Y el propio Cavallo, en el lanzamiento de su plataforma como candidato presidencial en 1999, expresaba: "El acceso de toda la población a los estudios universitarios es un caso notable de redistribución regresiva del ingreso, porque se está subsidiando a quienes podrían afrontar por sí mismos el costo, mientras que los realmente necesitados no pueden concurrir".
Nuevamente, en marzo de 2001, otro exponente del neoliberalismo criollo, el efímero ministro de Economía de la Alianza, Ricardo López Murphy, en el marco del anuncio del ajuste fiscal que hizo centro en la educación, decía que las universidades “tienen que buscar formas imaginativas para solucionar el problema del financiamiento”. Sin eufemismos, Manuel Solanet, secretario de Reforma del Estado del ministerio de Economía y ex funcionario en la dictadura entre 1981-1982, mencionaba que “sólo los ricos acceden a la universidad”, y que “aquellos que pueden pagar, deben pagar”.
Argumentos calcados, e igualmente falsos, usa en estos días el presidente Milei para asfixiar el presupuesto universitario. Dichos acompañados de decisiones políticas que retrotraen el presupuesto universitario a guarismos similares a los del año 2006 (pero, en la actualidad, con un 50 porciento más de estudiantes que entonces).
Cuando se esgrime que una persona pobre del Chaco (o del Conurbano), al comprar fideos financia, con el IVA, la universidad que otros podrían pagar, se está poniendo el foco en un lugar inadecuado. Habría que decir que los pobres no deberían financiar el gasto público con impuestos regresivos, y que, como hace años expresó el ex rector de nuestra universidad, José Luis Coraggio, "con un sistema impositivo progresivo, el que gana más contribuye con más impuestos. Esto es más equitativo que los métodos ad-hoc para resolver el financiamiento universitario".
Hoy, que la universidad pública argentina, tenga rasgos que la distinguen de buena parte de sus pares latinoamericanas, en materia de gratuidad y de acceso irrestricto, es algo que todos debemos festejar y nos toca defender esa conquista nuevamente, del intento de arancelarla, de la derecha vernácula.