Vivo en las afueras de Mar del Plata. En un barrio de casas bajas, sin ningún edificio, con algunos galpones y pequeñas fábricas desperdigadas. Mi casa tiene un fondo de tierra por ser el terreno más largo de la manzana, a mitad de cuadra. Tengo arbustos, algunos árboles frutales y una enorme enredadera que cubre los paredones, la medianera y la fachada de la vivienda. Casi todos mis vecinos tienen árboles en sus terrenos.

Por eso es que vemos y escuchamos a muchos pájaros. Hay uno que canta varias melodías, nunca pude verlo, busqué su canto en internet pero no logro saber ni su nombre. Junto a un par de zorzales, alegra mis mañanas y mis tardes cuando llega la primavera. También se suman bicho feos, que no son feos, palomas de todos los tamaños pero casi nunca blancas, silenciosos gorriones que olvidaron el francés y no emiten sonido alguno, algún incansable aleteante colibrí y hasta caranchos con sus graznidos provocadores, atentos a alguna macabra oportunidad.

Desde la época de las fábulas, los pájaros nos ofrecen metáforas sociales. Se han encarnado en el imaginario de los argentinos y nos sirven para abordar en clave popular la complejidad social que vivimos. En mi barrio no he visto chillones loros ni urracas ladronas, pero seguramente las habrá. Tampoco hay teros, que suelen necesitar campo abierto para sus nidos y sus cantos engañosos. Es una zona de gente trabajadora que pudo hacerse su casa hace unas décadas y por lo general, la fue mejorando con mucho esfuerzo.

Hace unas pocas semanas se reestrenó en los cines la famosa película “Los pájaros”, de Alfred Hitchcock. Recuerdo muy bien durante mi infancia la impresión de verla en la vieja tele de blanco y negro. El repentino y aparentemente inexplicable ataque de miles de aves era muy convincente y aterrador. No temo una venganza natural, aunque sienta un poco de culpa al formar parte de la especie humana que somete sin miramientos a las demás especies en estas épocas de tecnocapitalismo exacerbado.

La novedad doméstica en estos últimos días fue la llegada de un hornero, o prefiero pensar, de un casal de horneros. Desde hacía un buen tiempo que algunos solían pegarse unas vueltas por el pasto y los arboles del fondo, ya que edificaron dos hermosos nidos en los ventanales de una casa en la esquina. Pero esta vez comenzaron a construir un típico nido de barro junto a una de las ventanas de la planta alta de mi hogar.

No creo ser muy original en lo que me genera el hornero, al menos para los que ya contamos varias décadas en nuestro haber. No por nada fue considerado el pájaro nacional, y en los viejos libros de lectura de todos los gobiernos se lo erigía como el símbolo de la habilidad constructora y la contracción al trabajo de los argentinos. No sé si se los seguirá mencionando así en las escuelas primarias, pero estaría bueno que se mantuviera esa buena costumbre.

El hornero es un hermoso pájaro. Aunque no muestre un plumaje de colores llamativos, su marrón entramándose con tonalidades grises no deja de ser atractivo. Se lo ve morrudo y al tener un tamaño mediano y no ser particularmente asustadizo, se lo puede contemplar a una corta distancia. Podría decirse que es particularmente amigable con los humanos.

Para construir su nido va y viene incansablemente trayendo barro y ramitas pequeñas junto con musgos y hojitas. Y es maravilloso verlo trabajar, humedeciendo con su pico las pequeñas cantidades de tierra, amalgamando los distintos materiales como si estuviera siguiendo un cuidadoso instructivo de un manual escrito contenido en su sabiduría natural. Es realmente extraordinario ver cómo se van elevando poco a poco las paredes de su futuro hogar, como culmina el techo y le da forma a la curva que brindará intimidad y protección a sus futuros pichones.

En un primer momento, creí que lo que me ponía tan contento era una especie de regresión, que cuentan, suele venir con la edad. Recuerdo de niño haber admirado los nidos de hornero en la chacra de mis tíos en una zona cercana a la provincia de Santa Fe, cuando pasaba algunas semanas en el campo junto con mis padres. Había allí una especie de mandato social implícito acerca de cómo tendría que ser cuando fuera grande. Eso fue hace mucho tiempo, y me enorgullezco de haber asumido ese legado “horneril”, que podría sintetizar en trabajo, familia y comunidad.

Hace unos meses leí un libro de la filósofa estadounidense Donna Haraway. Se llama “Seguir con el problema, generar parentesco en el chthuluceno”. Y me hizo pensar mucho en ciertas cuestiones. Ahí ella propone superar el antropoceno con el eje puesto en el exclusivo protagonismo humano sobre este planeta, y rescatar y potenciar formas de vida en “respons-habilidades multiespecies” junto a otras especies compañeras, simplemente viviendo juntos. Pero debo confesar, que luego lo olvidé.

También es cierto que, secretamente, había envidiado a los vecinos de la esquina. ¿Por qué los horneros los habían elegido a ellos? Y todo cambió cuando luego de notar restos de barro en el piso, miré hacia la ventana del piso de arriba. Y mucho más cuando lo vi trabajar sistemáticamente en las horas de la mañana durante casi una semana. Le comenté a mis hijas y a mi mujer de su llegada, pero no me dieron mucha bola. El hornero aún no ha terminado su impresionante aunque milenariamente reiterada obra arquitectónica. Y confieso que me da un poco de temor que la deje a medio hacer y se vaya.

Luego de pensarlo unos días pude darme cuenta por qué el hornero me pone tan feliz. Creo que es por algo del orden de la hospitalidad. Me honra y me hace sentir agradecido de que haya elegido mi hogar. Además, como no se ha molestado en pedir ninguna autorización, implícitamente siento que ha depositado su plena confianza en mí, como si supiera que no voy a atacarlo ni a destruir su nido. Me ha comprometido a alojarlo, se ha transformado en un cohabitante, con su casa propia.

Como cuando éramos niños, el hornero vuelve a enseñarnos algo: para poder convivir en comunidad no es imprescindible que cada uno sea estrictamente semejante a los demás. Y además, parece decirnos que en estas épocas tan complicadas donde el lazo social tiende a deshacerse y cada uno se encierra sobre sí mismo, no está nada mal practicar la confianza en los otros.