La semana pasada estalló una noticia que cobró cierta centralidad. El titular fue más o menos este: Presa que cambió de género violó y embarazó en la cárcel a una compañera.

Esa forma de presentar el asunto, con el hambre voraz que persigue público a cualquier precio, dejó a un lado varias aristas del tema. Para comenzar, que la mal llamada presa, Gabriela Anahí Fernández es su nombre actual, no se identifica como varón, pero tampoco como mujer, es decir, está al margen del binario. Luego, que sexo, género y orientación sexual, son cuestiones bien distintas. Para continuar, que el abuso sexual agravado por acceso carnal por cualquier vía (calificación legal que suplantó hace tiempo a la vieja figura de la violación) es un delito que como todo delito debe ser probado, mientras eso no ocurra, afirmarlo con respecto a una persona supone violar (y aquí sí le corresponde el término) un principio fundamental de toda sociedad civilizada; el Principio de Inocencia. Por último, que si lo que preocupa es el estado de las personas privadas de su libertad, la discusión, al menos en alguna parte, debería centrarse de una vez por todas en los vaivenes de la política penitenciaria.

Todo esto quiso explicar la defensora de Gabriela; Alfonsina Muñiz, quien, como la que aquí escribe, vive en Córdoba, lugar en donde ocurrieron los sucesos que todavía se investigan y los medios, no pocos, dieron por sentado.

Quiso, pero le resultó muy complicado. Y es que la violencia que pareció desencajar a varios de los que se refirieron al tema, se puso a la orden del relato machista. En ese reducto no hay más palabra que la de los históricos señores del habla.

Incluso en un programa radial, trataron de “tipa” a Gabriela, se negaron a llamarla por su nombre y le preguntaron a la defensora, con notable desdén, si podía dormir tranquila, si tenía familia ¿hijos? y si por ser mujer (presunción de género a la orden), no sentía algún tipo de incordio por representar a semejante “vivo”. Es que claro, para esta forma de ver las cosas, la identidad de género no es una experiencia singular ni un derecho, es, en el mejor de los casos, un desvío, y en el peor de los sentidos, un artilugio espurio y malintencionado.

Pero vayamos por partes, no sea que los varones del discurso se queden, como ocurre con frecuencia, con la “construcción verídica” del tema.

La ley de identidad de género (ley 26.743) sancionada en nuestro país en mayo del año 2012, fue el resultado de un arduo debate precedido por diferentes y sostenidas luchas. Debate que, está claro, necesita continuar.

Lo que el derecho vino a intentar poner un poco en caja, es algo que los feminismos en sus múltiples manifestaciones han sostenido por muchísimo tiempo: el género es una construcción cultural y, como tal, no es ni podrá ser jamás el correlato de una marca biológica. En esta línea no existen solo dos géneros, porque claro, no existen en el mundo solo dos tipos de personas ¿Quién dice que los colores se reducen a celeste y rosa? ¿Adónde está el menú que relega los sabores a salado o dulce? ¿Qué mundo es ese en donde sino es A, entonces B? La paleta de matices es múltiple, los sabores infinitos y el alfabeto, español al menos, tiene más de veinte letras. El dos, por donde se lo mire, se queda corto.

Cuando esta multiplicidad, constitutiva por cierto de lo humano (cuidado acá con la humanofobia), es tan difícil de asimilar, lo que emerge es la intolerancia a todo aquello que intente desplazarse, incluso centímetros, del ajustado corsé de lo invariable.

Se olvida así, que el determinismo biologista justificó las mayores catástrofes de la humanidad. La supremacía racial se llevó puesta a poblaciones enteras. El encierro de los mal llamados insanos todavía habilita el horror de los manicomios. La indiscutible función reproductora de las mujeres bajó los párpados frente a las cifras de muertas por embarazos no queridos y, por eso mismo, no buscados. Las personas agrupadas bajo las siglas LGTBIQ+ (nominación que todavía puede resultar arbitraria para alguna de ellas), se ven lanzadas, día tras día, a lo más precario de la existencia humana, es decir, el peligro latente de morir a la vuelta de la esquina.

De manera que la conversación debiera comenzar a rumbear por ahí ¿no?

Hay más.

Hace 171 años que la Constitución argentina estableció que las cárceles de la Nación serían sanas y limpias, añadiendo que estarían fundadas en razones de seguridad, no para el castigo de las personas allí encerradas. El castigo es, en la lógica de la premisa constitucional, toda forma de maltrato.

Este año se conmemora el aniversario número treinta de la última reforma constitucional. Por esta reforma la Constitución elevó al mayor rango normativo un sinnúmero de tratados internacionales de Derechos Humanos, entre ellos, el Tratado contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos y/o Degradantes. La pregunta es, entonces ¿Cuánto ha hecho la cárcel para adecuarse a la realidad identitaria de las personas allí alojadas? ¿Cuánto para garantizar el acceso a la salud de su población? ¿Cuánto para que el presidio no sea un maltrato?

Porque si la preocupación es sincera, situaciones como las que generaron la efervescencia mediática de los últimos días, debieran ser un motivo más que suficiente para interrogarnos por nuestros modos de mirar al otro, otra, otre. Un justificativo suficiente para utilizar el valioso espacio de la prensa a fin de explorar las necesidades de la cárcel, las prioridades de la política penitenciaria. Una excusa legítima para ingresar a un territorio inexplorado. En fin, la oportunidad para quitarnos de una vez el velo de la ignorancia.

Pero no, en lugar de eso, asistimos al triste entretenimiento de nuestra sociedad partida, ese por el que siempre, como me dijo un profesor una vez “nos disparamos un tiro en el pie”.

Ahí está la defensora, resistiendo una embestida de argumentos burdos y vacíos. Cintureando la misoginia vehemente y torpe. Expuesta a la lengua necia del “sexo ante todo”, esa que se apaña en el respeto, pero barre con saliva lo que dibuja con el dedo.

Entonces la defensora me cuenta algunas cosas y podemos sostener una conversación honesta y amigable, una que cualquier espectadore se merece, pero que claro, antes, tiene que pasar por el estrecho puente de la agresión patriarcal.

Me dice que después de tanta ofensiva innecesaria, la que, por cierto, llegó a Gabriela, fue a visitarle a la cárcel y tras esa última visita decidió escribir un comunicado. El comunicado se refiere a su asistide con seriedad y cuidado. Yo pienso en lo devaluado que están estos términos, y otra vez escucho las palabras de ese profesor, y otra vez el ruido de la intolerancia como un eco.

¿Adónde vamos a poner el ojo?

No es el binario, señores. No va por ahí el asunto. 

"Gaby simplemente desea que se la considere como lo que es"

Expongo estas líneas para transmitir la situación en la que hoy encontré a mi defendida. Encontré a una persona deprimida y triste por haber visto, oído y sentido estallar su nombre y apellido en los titulares de todo medio masivo de comunicación.

Encontré a una persona que hizo un largo proceso en su vida, de casi toda su vida, para conjugar su vivencia interna e individual de género, sorteando la discriminación estructural, la estigmatización y las diversas formas de violencia.

Hablé con una persona que no utiliza su identidad de género para dar lástima, mentir o pretender privilegios.

En relación a los hechos por los que la defiendo – ninguno de ellos de abuso sexual – estamos esperando fecha de juicio. A su vez, cabe considerar que la conducta violenta, dentro o fuera de la cárcel (y cualquiera sea esa conducta) es independiente del género de una persona. La justicia está para actuar en consecuencia.

Como su defensora opté por expresarme a través de este comunicado para uniformar la respuesta a una creciente demanda de “saber” que es entendible, porque es un tema que contiene aristas que nos interpelan como sociedad. Ojalá nos permitamos una discusión seria que, creo, todavía debemos profundizar. Sin embargo, para que esto sea posible, los debates deben plantearse con altura, evitando intencionales provocaciones nacidas de la intolerancia, que siembran discursos de odio, y cuidando el Estado democrático de Derecho, respetuoso de las leyes que establecen el orden, que contemplan la diversidad, y confían en la justicia.

Soy Defensora Pública Penal, respeto el secreto profesional y lo que transmito ha sido autorizado por mi defendida, por lo que no puedo, ni quiero, ni debo, hablar de otras inquietudes que se me han formulado respecto de su vida privada. Gaby simplemente desea que se la considere como lo que es, una persona que no se identifica como hombre o como mujer, sabiendo que esto es aún difícil de comprender para parte de una sociedad que apenas tiene 12 años conviviendo con la ley de identidad de género.

Alfonsina Muñiz

Defensora Pública Penal