Hay dos modos del discurso en tiempos de guerra. El primero es el que busca reflejar la Historia con mayúsculas, la idea de que toda palabra dicha es un brillo en el bronce bélico del conflicto, de la lucha por los ideales patrios, del honor puesto en juego. Eso existe desde que existe Occidente: en la Íliada, tanto Aquiles como Héctor, campeones de los aqueos y los troyanos respectivamente, son retratados como figuras dueñas tanto de la destreza y la furia bélica como del honor. Sus pasiones no son bajas, son expresiones del temple necesario que se debe tener para prevalecer, pese a que el de los pies ligeros terminará sus días movilizado por la sed de venganza y víctima de una flecha en el talón. En definitiva, el honor puede devenir en un orgullo del cuál el héroe puede ser víctima, pero es el precio que paga para vivir por siempre como el mejor de los guerreros. El segundo discurso se aleja de la forma épica para abrazar ese realismo muy del siglo XIX. El honor y la acción dan paso al tedio y el tiempo perdido, a lo bajo de lo cotidiano, a lo pueril de necesitar bienes y productos para sobrevivir en el misérrimo día a día. La pequeña historia nos arrebata el bronce de los héroes para mostrarnos a seres un poco más cerca de nuestra cotidianeidad, pero también de nuestros sentimientos, de nuestros miedos, de nuestra fuerte dependencia a la palabra de los afectos.

Domingo Fidel Sarmiento, hijo adoptivo del autor de Facundo y de Benita Martínez Pastoriza de Sarmiento (aunque también se afirma que el hijo es natural de Sarmiento, habiendo sido Benita su amante antes de oficializar el vínculo), en las cartas dirigidas a su madre, pasa del diálogo cotidiano y casi pueril a reforzar el peso de la guerra, el temor a la muerte y la necesidad de entregarse a la defensa del honor, algo que bien puede leerse en la recopilación de estas cartas presentes en Querida vieja: Correspondencia de la Guerra del Paraguay, libro que termina mostrando cómo el tono del intercambio pasa de un extremo al otro a medida que el propio Dominguito se acerca al bando enemigo, a la lucha en sí, a las balas y las muertes y al temor, de su madre, sí, pero también de él: el temor a no volver del campo de batalla.

ILUSTRACIÓN DE FABRICA DE ESTAMPAS
 

La entrada de Argentina en el conflicto entre Paraguay y Brasil, motivada por la invasión del mariscal Francisco Solano López a Corrientes en 1865, implicó una fuerte movilización popular y nacionalista en algún punto comparable con el tipo de movilización que se vería a comienzos del siglo XX en el inicio del conflicto que hoy conocemos como Primera Guerra Mundial. No por la cantidad de personas implicadas, no por los usos tecnológicos incorporados al conflicto bélico, sino por el hecho de que en ambos momentos se vería el despliegue de un espíritu nacionalista que sirvió para consolidar, en nuestro país, el camino que llevaría a la organización nacional y al cierre del período de guerras civiles que había marcado a la patria en la primera mitad del siglo XIX. El llamado a las armas llevó a una gran cantidad de jóvenes porteños y de gente de la llamada campaña a enlistarse. Entre los nombres más trascendentes podemos contar a Leandro N. Alem, Carlos Pellegrini, Francisco Paz, Aristóbulo del Valle, José de Elizalde, Miguel Martínez de Hoz, Alejandro Díaz, Julio Argentino Roca, Dardo Rocha, Enrique B. Moreno y, claro está, Dominguito Sarmiento. Mitre había dicho de algún modo que el enfrentamiento poco implicaría en términos de tiempo: “en un día en los cuarteles, en quince en la Asunción, en tres meses de regreso a sus hogares”, tal como anota el Sarmiento padre en Vida de Dominguito (1886), veinte años después de la batalla de Curupaytí que se llevaría la vida de su hijo. La especialista Lara Segade, responsable del texto introductorio de este libro, anota acertadamente que la desproporción, tanto espacial (como lo muestran los deslumbrantes cuadros de Cándido López) como temporal (el conflicto se extendería cinco años desde la entrada de Argentina), termina interviniendo sobre los modos de representación del encuentro y su particular lugar en nuestra historia. La guerra se hace, para mal o para bien, siempre demasiado grande: de ahí el título en guaraní de guerra guasú.

 

Las cartas de Dominguito comienzan en Rosario, el 7 de junio de 1865, y terminan en septiembre de 1866, en el marco de la batalla donde moriría el hijo de Benita con apenas 21 años. El comienzo del intercambio con la madre arranca, en un amplio tramo, con un tono cotidiano, casi a la manera de una charla para ponerse al día acerca de las novedades de los conocidos: quién está con quién, cómo están las chicas que él dice que lo esperan, cómo están amigos y vecinos. También hay un constante pedido por parte de Dominguito de ciertos bienes que se extrañan en las carpas: bebidas, dulces, yerba mate, calzado, ropas del más diverso tipo. Pero lo que más resuena es la constante demanda de mensajes para él. Dominguito, en cada misiva, subraya que es necesario mantener la correspondencia, que espera con ansias cartas de su madre para tener noticias de ella, como si fuese un ancla que le permitiera seguir avanzando en el conflicto. Porque, de algún modo, también se puede seguir, como si se estuviese leyendo un mapa, el movimiento del capitán Sarmiento hacia Paraguay. Del lado de la madre, no puede sino leerse el amor protector (y, allí escondido, el miedo a la pérdida) que aparece en la forma de cumplir con las demandas del hijo y también atender a posibles eventualidades: “Van (con la carta) tres pares de calzoncillos porque veo que no has llevado sino uno guardado y sé que hará́ mucho frío”, anota en la carta del 30 de junio de 1865.

Acompañado con ilustraciones del grupo Fábrica de Estampas, Querida vieja, libro que retoma en su título el comienzo de casi todas las cartas de Dominguito hacia Benita, es un material documental por demás interesante que muestra el modo en que la guerra realmente tiene lugar: las demoras, las esperas, lo cotidiano, van dando paso progresivamente al miedo concreto y a la posibilidad de no volver, atenuada por Dominguito con mensajes que revelan la pátina nacionalista que insufló en muchos jóvenes el llamado de Mitre. Pero el encuentro con el conflicto, con la absurda y desesperante realidad de la muerte, empieza a colarse poco a poco: en carta del 18 de noviembre de 1865, Dominguito anota cómo fusilan a dos desertores en Batel. La descripción de los movimientos de los condenados, el modo en que la acción se ejecuta y los disparos culminan con todo, la distancia misma del espectador, recuerda a los disparos que representa Cándido López en sus imágenes de la guerra: un humo blanco, un sonido lejano, la muerte que adviene. Cada paso más cerca del enemigo es un paso cerca del final, y es que la guerra tiene siempre un destino inevitable, que se presume, pero también se dilata.

El camino de las cartas de Domingo Fidel Sarmiento marca el pasaje de una lectura amena del viaje al campo de batalla al encuentro decisivo con la muerte y la violencia real. El tono de Dominguito es el de quien, convencido de la necesidad de lo bélico, antepone a todo en su final la necesidad histórica de imponer su nombre a través de la valentía. Y deja, sin querer, un testimonio todavía pulsante de lo que la guerra, cualquier guerra, corta de cuajo.

>Cartas de Dominguito a su madre, en la Guerra del Paraguay

BESOS A LAS CHICAS

Concordia. 28 de junio de 1865. 4 de la mañana.

Querida mamá:

Hemos comenzado la vida de campamento desde ayer a las 12. Si has visto a Enrique te habrá dicho que al llegar a este punto, nos saludamos en el río. Ayer, apenas llegamos, el presidente, acompañado del general Flores vino a bordo a saludarnos. Enseguida bajamos e hicimos campamento sobre la espléndida costa del Uruguay. Si el Paraná, que tú conoces, es bello, el Uruguay lo sobrepasa. La Concordia es un pueblo donde un pan vale un real. Cabe en una caja de sardinas, pero le da animación la residencia del cuartel general, del cuerpo médico y los zapadores, así como las visitas diarias de los oficiales francos de ambos campamentos. Hoy vamos a incorporarnos al campamento argentino, una legua al norte de este punto, y sobre la costa del río. Nuestro regimiento ha sido recibido como ninguno, al decir de todos. Antes de llegar a Concordia, se encuentran los campamentos de los brasileros en número de dieciséis mil hombres. El Ejército es magnífico y estaremos aquí un mes o más en campo de instrucción.

Encargos: Besos a las amigas jóvenes, cariños a las regulares y afectos a las viejas. Cartas largas. Una silla de campaña en la calle Venezuela, mueblería de Sharo, 30 pesos papel.

Mándame cognac y curaçao con el capitán Riveros, tres retratos míos y avísame si esta carta te llega pronto para escoger otro conducto más seguro. Pídele a Echepareborda mi cuenta y dile que la voy a arreglar, y que para mayor seguridad suya me envíe un documento reconociéndole el crédito y lo firmaré. A Paz, que cierto retrato que le van a dar es para mí y no para él, así que me lo mande. A Franklin que lo felicito por sus Dilijemos (cigarros). A don Guillermo pronto le escribiré́. Mándame papel, un tintero grande de campaña. A Fernanda, Julia, Cata, Nena y a las viejas, expresiones. A Baltazar pronto le escribiré́. Mientras, te puede servir para recordarle a Quiroga que cobre puntualmente aquello. No tengas el menor cuidado por mí. ¡Saluda los botijos de casa! ¡Ya he engordado!

Tuyo, Domingo.

***

Señor D. Domingo F. Sarmiento. Buenos Aires. 30 de junio de 1865.

Mi querido hijo:

Con muchísimo placer acabo de recibir tus dos cartas, una a bordo del Pavón, y la otra de la Concordia de fecha 28. Como a la una me traerían la carta y como creo que hoy llegó el vapor no ha habido demora.

Enrique viene en este momento y me dice que sale mañana y estoy acomodando en este momento un cajoncito que él te entregará. El señor que tú me dijiste aún no ha venido. Si viniese veré el modo de que te lleve la silla que pides porque ahora no hay tiempo, y está lloviendo lo que hace más difícil el poder buscarla. Van tres pares de calzoncillos porque veo que no has llevado sino uno guardado y sé que hará mucho frío.

Dejo dos cajas de cigarros porque creo será mejor que vayan más tarde y te será más útil todo el tabaco para la pipa.

Tu quepí y dentro tu mejor lapicera que se te quedó, las canilleras y un bultito que te manda Fernanda que me lo dio ayer con mil encargos de que lo uses.

DOS FUSILADOS

La Crucecita. Campamento paraguayo al norte del Batel. 18 de noviembre de 1865.

Querida vieja:


Contesto detenidamente a tus cartas del 5 y 9 del corriente en las que me das tu juicio sobre mi pasaje al 12° de línea y que me comunicabas el estado lamentable en que nos coloca la guerra de Chile. No creo que llegue nunca el momento de arrepentirme de haber pasado a este cuerpo. Figuras bien a Mansilla, y al decir que llamándome su amigo, él se conducía conmigo como tal, no haces sino hacerle justicia. Esta carta te lo demostrará. Después, más adelante, tú verás cuán importante para mí es estar en este cuerpo, y te convencerás de ello a pesar de tu repugnancia por el cuerpo de línea.

Albarracín antes que Moreno puede servirte para el cobro de mis sueldos de agosto, septiembre y octubre, que deben estar en poder del comisario. Si coincidiera que este viniese en viaje para acá́, mientras recibes esta, buscate un préstamo cualquiera, que a vuelta de correo te enviaré todo el dinero que reciba. Así se puede conjurar este mal que yo acabaré de extirpar con mi visita de veinte o treinta días. Albarracín podrá indicar el mejor camino para cobrar mis sueldos. Eso es todo lo que puedo hacer por ti en este momento, mi querida vieja. Cuando vaya a verte haré cuanto quepa en mí para arreglar bien esta situación. Yo no necesito dinero aquí́ y Lucio me dijo días pasados que él y yo nos arreglaremos en ese punto, haciendo igual consumo de una misma bolsa, la suya. Así que no abrigues cuidado alguno, porque nunca me faltará con qué proveer a mis necesidades primeras. Dejemos aquí este asunto que me ha afligido profundamente y que me preocupará hasta que yo te vea libre de preocupaciones y cuidados, por mis propios ojos.

Antes de ayer pasamos el Batel. Al llegar mientras dominábamos la altura de la barranca que tiene el río, por la parte de aquel lado, el 1° Cuerpo de Ejército, que nos había precedido en un día, formaba un cuadro en la planicie de la costa opuesta, para presenciar la ejecución de dos desertores. Estábamos a diez o doce cuadras de distancia. La mañana serena y pura hacía que todo se percibiera perfectamente. La orden general del día antes anunciaba la ejecución de un sujeto y un soldado del Batallón Santafecino del coronel Ávalos, por haber desertado estando de guardia. Todo el Ejército conocía el drama que se representaba a lo lejos. Era un espectáculo extraño. Se veía el movimiento de los batallones tomando sus puestos.

Después, del silencio que allí reinaba, podía apreciarse por la inmovilidad de las bayonetas. Los reos entran al cuadro. Son dos bultos negros que la distancia cubría mucho y van seguidos por un puñado de bayonetas. Llegan hasta la bandera de un batallón que se ve inclinándose, como saludándolos por última vez. Ese tiempo debe invertirse en leer la sentencia a los reos y despojarlos de sus trapos militares. El pelotón se pone en marcha, llega al centro de un costado del cuadro que ha quedado sin llenar, y se detiene; los dos bultos avanzan algunos pasos, se dan vuelta y se arrodillan. Las bayonetas del pelotón se inclinan. El sol da un destello de luz sobre los cañones de los fusiles. Una nubecita de humo envuelve a los reos que caen y se confunden con el piso. Al rato se oye la detonación. La sentencia ha sido cumplida.

EL HOMBRE Y SU DESTINO

Avanzada de Curuzú. 20 de septiembre de 1866.

Querida vieja:
 

Recibí hoy, con mucho gusto, tu carta del 16 y siento que la distancia, más que todo, les esté haciendo pasar horas de mortales angustias, por peligros que nos anticipan. No tengas locos temores, que me asustan sobremanera. Tengo en la conciencia que no me sucederá́ nada, como hasta ahora no me ha sucedido. Pronto tendremos un ataque a Curupaytí, en que nos toca un papel glorioso. El peligro es igual, lo mismo a una vara de los cañones que a diez cuadras, lo mismo adelante que atrás. ¿Debo renunciar a ilustrar mi nombre y hacerme digno de ti por necios temores? No. Dios ha puesto sobre cada nombre el sello de su destino. No sucumbiré en la guerra, no lo temas. El peligro: ¿qué es? ¿Cuándo no lo hay? Si no fuera por lo que tú sufres, y por mi profesión, y por mi camino, yo sería soldado, pero soldado por el combate: por la emoción, por la muerte que desfila. ¡Es una gran sensación! Es un placer tremendo, como tal sus dosis mayores matan.

Mi batallón será́ el primero que escale la trinchera. El 17 que íbamos a tomarla, llegamos a dos cuadras, en medio de una serie de tiros que nos hacían y entre las granadas que reventaban en medio de nosotros, sin embargo, no perdimos un solo hombre. Es que tenemos buena estrella. Suerte. Al 3° de línea lo cargó un regimiento de caballería y lo sableó miserablemente, matándole los mejores oficiales. El 24 a nosotros se nos vinieron encima, cerca de doscientos, ¿y qué sucedió́? Que los matamos como se matan las hormigas, ¡con el pie! El 12° de línea está adelante, pero no le sucederá́ lo que al de San Juan y al de Córdoba.

Ten fe en mí y no te anticipes a nada. Pero tú eres incorregible desde que llegué a la Concordia; en año y medio no haces más que llorarme; tengo la convicción de que hemos de pasar muy buenos días juntos, y nos hemos de reír de todas estas miserias de la vida.

Desde el 13 hemos pasado unas hambrunas jefes. Espero con ansia la encomienda del jamón y la del quepí. Que venga la ropa y el calzado sobre todo.

Esta carta te la escribo trepado a un enorme árbol, mirando hacia el enemigo que tiene sus reales, tras unas líneas de monte, no muy lejano. Deseo los combates, los asaltos, que solo después de ellos me tendrás a tu lado.

Mil cariños a todos.

Tuyo, Domingo.

Venga calzado, ropa, comestibles.

***

21 de septiembre de 1866.

Querida vieja:


La guerra es un juego de azar, puede la fortuna sonreír o abandonar al que se expone al plomo enemigo. Si las visiones, que nadie llama y que ellas solas vienen a adormecer las duras fatigas, dan la seguridad en la vida, que ellas pintan; si halagadores presentimientos que atraen para más adelante, si la ambición de un destino brillante, que yo me forjo, son bastantes para dar tranquilidad al ánimo serenado por la santa misión de defender a su patria, yo tengo fe en mí, fe firme y perpetua en mi camino. ¿Qué es la fe? No puedo explicármelo, pero me basta. Mas si lo que tengo por presentimientos son ilusiones destinadas a desvanecerse ante la metralla de Curupaytí o de Humaitá, no sientas mi perdida hasta el punto de sucumbir bajo la pesadumbre del dolor.

 

Morir por su patria es dar a nuestro nombre un brillo que nada borrará y nunca jamás fue más digna la mujer, que cuando con estoica resignación envía a las batallas al hijo de sus entrañas. Las madres argentinas transmitirán a las generaciones el legado de la abnegación y del sacrificio. Pero dejemos aquí estas líneas, que un exceso de cariño me hace suponer ser letras póstumas que te dirijo.