Portada del libro editado por Mansalva
 
 

Así como el 30 de marzo de 1982 fue un día importante por la aparición del colectivo social en la calle de manera organizada tras la impronta del sector combativo de la CGT, tres meses después, cuando el gobierno decide rendirse en la guerra, la plaza vuelve a ser el terreno de movilizaciones, esta vez más caóticas y violentas. Se materializaba ya un fastidio anómico que hacía tambalear todo el proyecto de Galtieri. En ese contexto, de nuevo junto a miembros del taller de Bedoya, Maresca participa de una muestra-perfomance llamada Masas, mitad en alusión al material (masa de harina cruda que cocinaron después) y mitad a las “masas trabajadoras”, tal cual dice en el volante de la actividad. Eran piezas amasadas y horneadas, compuestas también de hierro y basura. Se las pudo ver en el teatro Margarita Xirgu de la calle Chacabuco. No encontré registros de aquel día.

Muchas de las obras de estos años fueron registradas a color, como personajes de un teatrito, por Marcos López. Maresca lo había conocido meses antes, a fines de 1982. López había llegado hacía pocos años de Santa Fe para dedicarse por completo a la fotografía. Un día fue a visitar a una amiga a la casa en la que alquilaba un cuarto. La casa era la de Maresca. Ni bien lxs presentaron se hicieron amigxs. Marcos había llevado unas fotos para mostrarle y a Maresca le gustaron. De ahí en más la visitó seguido. Uno de esos días pergeñaron unas sesiones de retratos en las que Maresca posa desnuda y simbiótica o equiparada a algunas de sus obras de entonces, como ese objeto titulado Torso. La casa era “una especie de comunidad, algo común”, recuerda López. La actitud de Maresca era parecida a una discusión de tema libre consigo misma y sus alrededores para enseguida pasar al acto. Le salía fácil. Esto incluia el disfrute. Era así. El impacto de Maresca, lo que lo cautivó desde el vamos, era esa capacidad de hacer con bártulos de la calle: “Podía tirarle esmalte sintético a una madera y cosas así”. Marcos no entendía esos mamarrachos, pero le interesaba la actitud. Con eso les alcanzó para hacerse amigxs y no separarse más.

 

UNA PERFORMANCE PERMANENTE

Hay otras dos series emblemáticas del dúo. La primera es la de Maresca vestida de señorona burguesa ante la fachada de la Casa Rosada, muy cerquita de los granaderos, una mañana cualquiera de sol de 1984. La idea de Maresca se complementaba perfectamente con la relación figura/fondo que se le ocurría a López, donde la Casa Rosada y sus personajes eran una especie de decorado para una comedia. Pocos días después Maresca le pidió que le hiciera unas fotos posando con una máscara que ella había fabricado y otra transparente que había llevado López. El escenario, el friso, en este caso, era el propio Museo Nacional de Bellas Artes, su frontispicio de color ladrillo, sus columnas lisas y sus escalinatas. Maresca estaba caracterizada como una estudiante correcta, con libro y todo.

Marcos y Liliana solían pasar mucho tiempo juntos. “Cuando iba a su casa era libre”, dice. Porque no solo estaba su amiga, también lxs otrxs que vivían allí: un pintor de murales que lxs empujaba al café Einstein, una cocinera puntillosa que usaba las sartenes como agujas, un escritor huraño que solo hablaba para decir la verdad. En la casa reinaban el orden y la limpieza, la algarabía y la contingencia. Un día Maresca se puso un tapado de piel, se maquilló, ensayó un poco cómo impostar los modales fifí y bajó al almacén. Volvió con una manteca robada bajo la manga. Había ido a eso. De repente cualquier almuerzo se transformaba en una performance sin público. Vivir así era una performance permanente, con momentos de vida normal para cargar energías. Años después López registró e hizo unas fotos particulares para la muestra Altas esferas (aquella de las figuras públicas y la prensa). Solían ir juntxs a la casa del Tigre con varixs amigxs a pasar navidades o días comunes donde las escapadas eran una terapia. A veces solo iban para estar en silencio y tomar té con tostadas y mermelada de naranja en el muelle. En uno de esos días de fraternidad Maresca le contó que tenía VIH. La última vez que pasaron tiempo juntxs fue en un viaje a Tanti, provincia de Córdoba, a un retiro espiritual que organizaba un maestro budista. Marcos conserva una foto de esos días en la que sonríen sentados en el piso, apretadxs por los límites del plano.

López estuvo el día en que Maresca se metió al departamento vacío del quinto piso del edificio Marconetti por un ventilete que daba al palier. Cuando abrió la puerta desde el lado de adentro la esperaba junto a Daniel Riga, el novio de Maresca que ya vivía en el primer piso desde hacía unos años. Esa tarde Marcos sacó varias fotos, algunas de ellas famosas. Maresca mirando a cámara con la vista perdida, una pollera de jean deflecada y en las manos unos huevitos de paloma recién encontrados en el marco de una de las ventanas. Maresca sentada en un catre con las sabanas semi revueltas y mirando al piso, exagerando una perdición existencial. Maresca más acá en el plano, con los mismos huevitos y detrás muchas puertas abiertas. Maresca sentada en una silla con el codo apoyado en el respaldo mirando altanera y alerta a la cámara y Riga al lado, parado, más neutro, apoyado en el borde de una puerta. Cada departamento tenía diecisiete puertas, más una cantidad extraña de ambientes, los recovecos para los adornos y una vista panorámica al límite borroso entre distintos barrios. En las fotos las protagonistas son la luz del sol bajando que viene del oeste y la desolación de los cuartos descascarados.

 

UN LUGAR QUE YA NO EXISTE

El Marconetti fue un lugar muy especial que ya no existe. Un edificio art noveau inaugurado en 1926. Tenía diez pisos y quedaba sobre Paseo Colón, justo frente al Parque Lezama. Estaba en la otra punta de San Telmo, donde empiezan La Boca, Constitución y Barracas, a metros del monumento a la segunda fundaciónde la ciudad. En los años cuarenta funcionó en el segundo piso la embajada de Grecia; solía pasar por ahí el posterior magnate Aristóteles Onassis, que por chances de la macroeconomía del tabaco y el té hizo sus primeras fortunas ahí. Hasta poco antes de ser demolido, en los costados del edificio se podían ver los restos pálidos de un cartel gigante de Cinzano, amarillo, azul y blanco. Había sido construido por los dueños de la fábrica de fideos Marconetti para que vivieran ahí sus empleadxs jerárquicos. Atrás estaba la fábrica, de la que aún subsiste su cascarón con techos grises. Hacia los años 70 la familia tendió a disolverse, todxs se murieron, la fábrica se fundió y el edificio quedó bajo la administración de algunas personas, como la encargada y el portero, que habían trabajado ahí toda la vida y que vivían ahí mismo. A fines de la década se fue poblando de artistas y compinches entre sí, por un boca en boca que iba apalabrando a la administración. En 1984, de un día para el otro, los dueños le hacen juicio al gobierno de la ciudad para que expropie el edificio, ya que estaban afectados por una ley de ensanche de la avenida, algo que terminó de suceder bajo el pretexto del Metrobus del gobierno de Horacio Rodriguez Larreta, en 2018. El gobierno le pagó a los dueños la expropiación pero los inquilinos decidieron quedarse. En sus manos, el Marconetti era una comuna de artistas que oficiaban de sostenedores del palacio. Los propios inquilinos se fueron organizando reglamentariamente, continuaron con el pago del alquiler al gobierno para mantener el edificio y garantizarse la comodidad para ser la sede de los años más intensos de unos squatters extendidos en el tiempo. Squatters simbólicos, ya que los únicos dos departamentos tomados fueron los de la antigua administración. Uno era al que ingresaron Maresca, Riga y López, donde terminó viviendo por unos años el hermano de Maresca. Como partes de una estética en otra, en el Marconetti vivían por esos años el pintor azuleño César López Claro y el rosarino Omar Gavagnin, los dos con sus cuotas de proyección aterrorizada y atrevida en las telas. Entre los habitantes quiero recordar también a Vera Land, cronista y secretaria de redacción de la revista Cerdos y peces, y a Germán García, que tuvo su vivienda ahí hasta su exilio en 1979. Hay una foto aparecida en la revista 2001, en el año 1973, en la que el propio García, Osvaldo Lamborghini, Ricardo Zelarayán y Luis Gusmán posan para ilustrar una entrevista que les había hecho Tamara Kamenszain con la excusa de la salida del primer número de otra revista, Literal. De fondo está el parque. De espaldas al fotógrafo, el Marconetti.

 

TODOS MEZCLADOS

Daniel Riga fue muy importante en la vida de Maresca y viceversa. Se conocieron en la primera mitad de 1984 a través de Coco Clavel, parte integrante del grupo Los Hermanos Clavel, un día que Maresca lo acompañó al Marconetti a visitar al propio Riga. Maresca y Clavel se habían conocido, a su vez, en los fondos del auditorio Kraft, cuando ella preparaba unas escenografías para el programa Arte en Barrios, que organizaba el flamante gobierno de Alfonsín, y Coco visitaba la sala para organizar un recital próximo compartiendo escenario con Las Ex, Los Viejos Chotos y Miguel Abuelo. Riga había nacido en Villa Lugano en 1956 y era músico autodidacta. Sus amigos cuentan que era muy sensible, grandote y altruista. Un niño para siempre, fiel y honrado. Se desvivía por las lealtades y aguantaba la parada con algo de compadrito. Tuvo una disquería seis meses junto a su hermana en Mataderos y se fundió. Era un gigante tranquilo que estaba todo el día con la guitarra encima, componiendo y probando ideas. Se acostaba tarde, se levantaba tarde y no hablaba con nadie hasta después de desayunar, también con la guitarra. Había llegado al Marconetti de la mano del actor Mario Mahler, a quien conocía de los ensayos de la obra de teatro 1519 originario, que narraba la llegada de Hernán Cortés al Imperio Azteca, en la que participó componiendo la música. En 1979 Riga subalquila un cuarto y se muda al mítico 1°A. Al poco tiempo Mahler se fue y Riga vivió ahí hasta su muerte. Meses después se mudaría también Rubén Vasquez, conocido como “Nebur”, artista, dibujante y diseñador recién llegado de un viaje típico juvenil por Latinoamérica. Nebur había trabajado en el diario La Opinión y en la revista Expreso Imaginario y su novia también trabajaba en la obra de teatro en la que conocieron a Riga. El departamento tenía mucha luz, perfecto para las artimañas de los artistas visuales pero poco recomendado para las nochadas hasta la mañana. La habitación de Nebur tenía un colchón, una mesa de dibujo con una lámpara y una banqueta. Las paredes eran mapas de las manchas del tiempo y las que estaban pintadas con prolijidad funcionaban como reflectores de día. Nebur y Riga dormían en habitaciones separadas por una pared. Cantaban y tocaban cada uno en su pieza, sin juntarse.

Con Nebur comenzó la visita frecuente de un tridente inolvidable de amigos: Daniel Melingo, Miguel Abuelo y Horacio Fontova. A ellos se le fueron sumando otros músicos y cantores vecinos del edificio, al que empezaron a llamar “El Dakota”. También le decían “el Narconetti”. De la decantación de las zapadas virulentas y festivas entre gente muy disímil surgió San Pedro Telmo, la banda dominical de plaza Dorrego, que tenía a Riga y a Francisco J. Miglierella como dos de sus integrantes fundadores, vecinos del Marconetti. En 1986 grabaron su único disco, pero la banda era más bien producto de las veredas y las baldosas, del movimiento por los barrios. Durante los primeros meses los recitales constaban de sonidos más rítmicos, africanos, candomberos, sin casi guitarras y sin amplificación: bombos, maracas y tambores. De a poco el público se fue moviendo, por el baile y por una especie de refresco corporal. Incluso juntaban dinero para que al domingo siguiente haya sonido eléctrico. Cantaban “Siga el baile”, de Alberto Castillo, mucho antes que Los Auténticos Decadentes. Daniel Melingo acompañaba la romería. Cuenta que se juntaban en el Marconetti y salían en caravana hasta la plaza, tocando unos huaynos cannabicos mientras caminaban por la calle Defensa con la energía alterada por las ganas de mucho más. Era una peregrinación de freaks y melenudos entre turistas y familias. Antes o después de ahí, varias veces, músicos y público caminaban veinte cuadras y se acercaban al espectáculo de un grupo iniciático que tampoco había grabado nada y animaba el escenario del Parque Genovés de la ciudad deportiva de Boca, hoy hecha ruinas entre la reserva ecológica: Los Twist. Melingo era el fundador de la banda y Nebur fue el diseñador de la tapa del primer disco, La dicha en movimiento. ¡Estaban todos mezclados!

EL GOCE PAGANO

Nebur se acuerda de la noche en que Riga cayó al departamento con un acordeón y le contó una anécdota: “íbamos en el auto descapotado de mi viejo, él manejaba, yo iba al lado y atrás mi tío tocaba el acordeón”. Esa imagen de dos hermanos viajando en auto y tocando música en un acordeón, sin público ni micrófonos, los detonó de risa y de imaginación. Ese día Nebur le propuso hacer un dúo a modo de “número vivo”, teatral y musical. Se pusieron unos trajes con un clavel en el ojal y se llamaron Los Hermanos Clavel. La canción más emblemática del grupo, “Las flores del Paraguay”, está grabada por Melingo en su disco Ufa!. Hace muy poco Melingo subió el último recital del Ring Club (ese proyecto de varieté y música, antecedente de tantas cosas, entre ellas de Los Abuelos de la Nada) en el auditorio Buenos Aires, en diciembre de 1981, en el que Los Hermanos Clavel interpretan esa canción. Melingo los había visto por primera vez en el 79, una noche que compartieron fecha con Fontova y la Foca, en un reducto importante para el momento más inerte de la vida cultural durante los primeros años de la dictadura: La Vuelta de los Tachos, en el pasaje Caminito. Para esos años Fontova abrió un lugar en Palermo más orientado al despiole y de estilo inclasificable. Se llamaba El Goce Pagano. Tenía como lema “la pulpería bailable de onda”. El antro era otro de los primeros pisos por escalera de aquella época, en Córdoba y Humboldt. Una de las noches en que se sucedían por el escenario números musicales, ruidos, grandes armonías y arengas variadas, mientras tocaban Los Hermanos Clavel, se suscitó una redada policial inolvidable, frecuente y fastidiante. Esa noche Nebur y Riga escaparon por el escenario y por los techos. Maresca y Riga, como tantxs, pasaron noches largas en ese lugar y en otros, como habitués polifacéticxs que podían ser de todo. Melingo compuso una canción dedicada a ese episodio, se llama “Julepe en la tierra” y parece destinada no sólo a narrar una anécdota, sino a ser el himno plebeyo de la generación que camina por estos párrafos. La canción promedia con estos versos: “Y de repente la luz mala/ que no era exactamente la luz mala que era/ que era/ la taquera y se pudrió/ Qué julepe que nos dieron/ a nosotros que en la tierra habitamos sin razón y con terror”.

Maresca solía caer en cualquier momento al 1°A y les traía algo que encontraba tirado en la vereda o entre los escombros de algún volquete. Se los regalaba “como si fuera un Rolex”, dice Nebur. Los Hermanos Clavel tocaron una vez en el marco de una muestra de Maresca, en la galería 264, cerca del Congreso. Esa semana Nebur había visto en televisión la película del agente 007 Dr. No: “En la primera escena hay tres ciegos que caminan uno detrás del otro con sus bastones y luego matan a tiros a un gordo”. Se lo cuenta a Riga y Riga le dice: “Justo me encontré tres palos de escoba pintados de blanco en la calle, no me servían para nada pero igual me los traje, podemos usarlos como bastones”. De repente Daniel Riga, Coco Clavel y Nebur caminan entre los vagones de madera del subte A con anteojos negros y palos blancos, llegan a la galería y entran como en la película de 007, tocan los cuadros con las manos y dicen: “¡Qué hermoso cuadro!”. Maresca rifaba una pepa de LSD entre los asistentes a la muestra, se la piden como pago por la actuación. Toman el ácido y salen corriendo a la calle: “nos gustaba correr como Los Beatles”. Llegan al Congreso y ven un escenario con micrófonos y luces en la plaza de enfrente. Piden tocar y se acerca León Gieco, un amigo al que en ese momento Nebur le estaba haciendo la tapa del disco De Ushuaia a la Quiaca, y les dice “es un acto por los desaparecidos, ¿puedo tocar con ustedes? No quiero tocar solo”. Tocan el chamamé “Kilómetro 11”, de Tránsito Cocomarola, en versión instrumental, totalmente enamorados por el ácido, con León en la armónica. La gente los ovaciona, baila y levanta polvareda en medio de la plaza.

Años después Riga, Symns y Vera Land convivieron en el departamento del Marconetti, donde imaginaron una revista sucesora a la Cerdos y peces, El Cazador, que duró unos pocos números. Riga era el diagramador. Unos años antes de morir de VIH, compartió por varios jueves el conjunto acústico Los Locales, con Palo Pandolfo e invitados. Tocaban en La Luna, un lugar de recitales requerido y de culto de los años noventa. El 18 de noviembre de 1993 el recital se grabó con una calidad buena y el periodista Martín Pérez alguna vez lo colgó en internet. Antes de cantar “El ente”, un tema que pocos meses después pasaría al repertorio de Los Visitantes, Palo Pandolfo dice: “Y están con nosotros, entre el público, las artistas plásticas Liliana Maresca y Marcia Schvartz”. Puede que esa haya sido una de las últimas noches felices que Maresca y Riga compartieron en el mismo lugar. Se habían separado en el ’87 pero nunca habían dejado de verse como amigxs, amantes, cófrades o merxs habitués de lugares compartidos, con todas las contradicciones de quererse mucho.

 

> Un extracto del prólogo del libro de Laxagueborde

BAJO SU SIGNO

Esta es una historia con finales a medias, con escenas que se van corriendo hacia otras. La vida y la obra de su protagonista me alcanzaron una hipótesis: el arte podría ser el sueño de algunas personas que dibujan una finta en el aire, pero en el camino se encuentran con dificultades y empieza el diálogo con la realidad. Las cosas ya no están apoyadas sólo en el idilio creativo ni en el trámite con la angustia, son más complicadas, más opacas y más agrias. Esa transformación deja a esas personas livianas para pensarlo todo; y para hacerlo, por supuesto. De un conflicto interior, de una desazón inicial, viene el temperamento que las define. Puede que artistas así no sean lxs únicxs que no tienen miedo, pero son lxs únicxs que partiendo del miedo lo retratan, lo pelean o lo acunan para que crezca contenido. Salen en busca de un paredón donde proyectar su carácter conmovido y lo que terminan teniendo son problemas. Sin embargo, enseguida se dan cuenta de que esos problemas son la solución. La convivencia entre la crisis social permanente y la paz, entre la perturbación y el desayuno, entre el tedio y las ganas de salir a caminar por la calle. Tengo la sensación de que Liliana Maresca supo vivir así.

El título del libro propone cierta equivalencia entre un nombre y una época. Me gusta pensar que se puede pasear por un tiempo anterior, por los vericuetos de lo que pasó en Buenos Aires durante determinados años, partiendo de una persona. Como si no pusiéramos adelante las décadas (los ’70, los ’80, los ’90), sino a Maresca, la presencia en ella de unas y otras. Lo que arrastró un tiempo en el otro y lo que quedó en Maresca de sus propias vivencias personales, que siempre estuvieron cruzadas y hechas de lo que pasaba alrededor. De la vida de la gente, los sucesos universales, lo que salía en el diario y lo que no, las obras de Lygia Clark, Joseph Beuys o Juan del Prete hojeadas en algún fascículo, la familia, las amistades, el color local, el transporte público, las esquinas y las deudas de los vivos con los muertos.

Así, Maresca no sería tanto la referencia exagerada ni la síntesis de aquella época, sino una época posible. Horacio González decía que toda época era pensar lo que no resolvió la época pasada. Esa es una de las premisas de las que parte el libro. Me propuse buscar qué resolvió y qué se preguntó la época de Maresca, qué podemos preguntarnos hoy sin poder responder del todo, ya sea por falta de información o de pericia. El libro podría haberse llamado Bajo el signo de Maresca. Quiero contar desde la época, no desde la cronología, aunque haya una línea de tiempo que seguir, aunque la historia tenga sentido (porque es necesario que lo tenga). Se puede definir una época no solo por lo que pasó, sino también por lo que no pasó, por lo que dejó de pasar o por lo que logró que pase.