Era difícil entender que eso era Rosario, con la peste empujándolos hacia el mar. La infección les hizo perder el rumbo trasladándolos hacia arriba. El fuego de las islas ardía desde hacía meses. Decidieron volver y soportar la abstinencia de la droga con mucho café y sedantes. “Tres edificios dorados y todo el cielo”, monologaba ella. El mundo entero se encontraba herrumbrado del color del melón podrido.

Las metáforas no la desquiciaban, la mantenían despierta al borde de las autopistas, desde que oyera aquello de que tarde o temprano morirían si no accedían al antídoto. Porque no solo escaseaba: se había acabado. La condena era inminente. “Todo está granate sobre un gris de domingo en la Panamericana y las villas de infierno y los rascacielos rascándole la panza al Dios del Trueno y al Orín del Diablo”, pensó ella con sus saberes proverbiales de Letras. El gobierno del Cruel no daba antídotos, condenando a todos. Él se apoyaba en la ventanilla con un resto de metadona en la sangre, presintiendo que estaban condenados. Era mejor callar. Medio dormida bajo el mismo anestesiante consumido al mediodía, trataba de no asustarse al observar cómo el mechón rubio de su acompañante pasaba a centímetros de un poste. El Rubio había abierto la ventanilla y señalado hacia arriba, murmurando que había una voz que los estaba llamando con un dulcísimo canto. Se había apartado de la senda y topado con una barrera amarilla y las cabinas de aluminio de peaje de donde podían acechar enemigos. Giró el auto hacia la calle lateral que en bajada se absorbió toda la cara de su acompañante que sonreía con la ventanilla baja y se cuidaba de manejar con los ojos bien abiertos, de ir por el centro para evitar que se raspara o se perdiera la hermosita cabecita dorada de su amor. Detuvo el autito junto a un hueco de yuyales. Encendió un cigarrillo. Él lagrimeaba, le decía que la amaba, y que para vivir en el Séptimo Cielo había que querer con desesperación porque esa era la frase que había escuchado desde arriba. Manoteando la guantera sacó un papel y con una birome llena de pelusas trataba de escribir lo que había escuchado pero no podía, y mugía de rabia porque le temblaba la mano. “Tu cara será lo último que voy a ver.”

Ella tomó por la calle de abajo esquivando unas figuras que se le ponían delante y que arrollaba sin miramientos. La llovizna de las afueras de Buenos Aires los estaba recibiendo. Condujo despacito porque el corazón le latía a mil, llevando el auto hasta un parador de hamburguesas y nafta abandonado donde bajo un alero reconsideró traer café al coche. Pero era peligroso bajarse, así que condujo hasta el departamento donde ambos podrían bañarse; ella sacarle la ropa sucia con olor a camposanto y cadáveres, dejarlo dormido como ahora estaba y ella también, luego de escribir unos mails y recibir en el guasap que el dealer estaba internado por sobredosis. Entendió que ya nada podían obtener para alargar el dolor de no convertirse en bestias. Debía refregarse entera, sacarse la bosta de vaca, el olor a pasto, rouge y transpiración para acceder a la cama blanca, inmersa en las nubes grisadas que parecían entrar por el ventanal que le hacía mirar desde la cama a un Buenos Aires enfermo, turbio, funeral, electrizado, narcotizado. Los Dorados no sucumbirían al hambre que obligaba a comerse a los demás: morirían por obstinación al no obtener suficiente droga o sangre sana de otros que amenguaba por unos días el fin de todos contra todos.

“Peste brutal, tan monstruosamente sicodélica como terminal”, pensó en literatura.

El mundo había detenídose: ya no giraba y la cama los resguardaba de fallecer en la certeza de que la Muerte fuese la reina obtusa de algo allí afuera. Ellos no habrían de morir inmediatamente. Decidieron no morder ni atacar a nadie. Habría una larga agonía. Estaban a dos mil metros del suelo pero no podían caer ni desaparecer, ni padecer el dolor que todo el mundo padece; un dolor de cabeza, una migraña y una tristeza por no recibir ayuda de nadie. No. No. Ellos eran distintos, los Dorados no querían salvarse y asesinar a otros por culpa de esta basura de mundo oficial: bailarines de una dance loca de espejos y conductores de televisión que representaban al Infierno mismo, con sus risotadas y sus indolencias de chistes y risas de locos porque ya el mundo sabía que todo se habría de terminar de cualquier manera. Aún defendían al gobierno. En las propagandas salían sonrientes madres recomendando yogures de dieta. Actores recomendando preservativos.

La pareja había pertenecido al exacto universo otoñal, olientes a perfumes indescriptibles, a pasos sobre la alfombra, a la nostalgia que solo los suicidas poetas del tango verdadero habían conocido. Hermosos trapecistas de altura, como los peces merlines saltando plateados sobre la estupidez de un mar de brutales pescadores. Como sea, todo esto lo pensaban casi a la vez, ambos, Los Dorados, que ya comenzaban a caer por el hueco del Hueso de la Tierra sabiéndose distintos mientras la platinada Ciudad de Buenos Aires los abrazaba y separaba de todo y de todos, con la amenguada salinidad de la droga en sangre y esas ganas potentes de morir sin morir sin pena y sin rencor. Ángeles caídos, caballitos de mar, lunes en la niebla porque así son quienes han picado del anzuelo más brillante que hay y por eso se besan mortuoria y bellamente hasta quedarse dormidos para que la mañana no los descubra solos en el lecho, pudriéndose. Muertos de verdad cada cual por cada lado de sus brumas convertidos ya en lo que se negaron: argentinos infectados finalmente, mordiéndose entre sí porque habían decidido no dañar a nadie, hasta que el sol piadosamente los empezara a desintegrar abrazados y sangrantes en la cama blanca cargada de nubes.

 

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