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Era invierno. Todavía estaba oscuro. Después de escribir toda la noche, Juan Forn salió a respirar y dar una vuelta por el bosque. La temperatura era bajísima. A esa hora parecía también congelado el perfume de los pinos. Entonces vio esa sombra envuelta en un abrigo, la cabeza protegida por una bufanda negra que impedía ver su cara, avanzando en el bosque. Quien fuera, caminaba con decisión hacia los médanos. Juan siguió la sombra. Le intrigaba. Todavía la claridad estaba lejos. La sombra encaró por un camino que se abría entre dos médanos y bajó a la playa. Juan la observaba a distancia. La silueta se había sentado en la arena en la posición del loto hacia la espuma, las olas, el horizonte que empezaba a clarear. Fue ese instante largo en que el sol despunta con un fulgor de fuego y después naranja. Un incendio en el cielo. El resplandor obliga a parpadear. Sin embargo, no es un instante. Es más largo. Y quien se detiene a observarlo experimenta la radiación de esa luz en el cuerpo. La figura se quitó la bufanda de la cara. Juan la reconoció, estuvo a punto de gritar su nombre, pero se contuvo. Era Adriana, me contó después. No se interrumpe a quien medita.
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A veces me pregunto si el secreto de cada vida no está escondido en la infancia, dice Adriana mientras caminamos el bosque. Pero, reflexiona, al contar la infancia, no sé si eso determina quien se es. Qué iba a imaginar yo lo que sería mi vida, Adriana me cuenta que su familia vivía en Mataderos, barrio de laburantes, camiones con reses, atmósfera de frigoríficos y curtiembres. Por el lado de Avenida del Trabajo. Entre Oliden y Larrazábal, puntualiza ella. En la casa había una cámara. Era de mi viejo, aclara. Una cámara chiquita, con fuelle. Pero no teníamos plata para sacar fotos. A mí me llamaba mucho la atención esa camarita y siempre la miraba.
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Adriana proviene de una infancia humilde, signada por la ausencia y la pérdida. Más tarde, la iniciación en empleos variados y mal pagos, y en los 70 vertiginosos, la universidad, la militancia, el secuestro y desaparición de su compañero. Mientras estudia cine en los 80 se inicia en el fotoperiodismo, pone el cuerpo al registrar la violencia de la calle: en dictadura durante una manifestación fotografía una Madre de Plaza de Mayo con su hija en brazos y se convierte en ícono de Derechos Humanos. Después siguen sus series sobre la infancia, las presas, el amor, las mujeres, donde da cuenta de las soledades más íntimas. Desde ese recorrido en el que se funden existencia y obra viene ella. Según John Berger, sus imágenes están impregnadas de amor y compasión.
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A mediados de los 90, Adriana era de venir a Villa Gesell en los veranos, pero terminó abandonando la ciudad. Se radicó en Mar de las Pampas. Empezamos a vernos más seguido. Por entonces se volcó a sus talleres. Decir que Adriana formó fotógrafos no alcanza a explicar su labor. Sería, con seguridad, más atinado, decir que les enseñaba a sus alumnos a sumergirse en la propia profundidad o, mejor dicho, a verse. Los alumnos permanecían una semana en unas cabañas alquiladas a un vecino. Todas las mañanas, aún en invierno, Adriana los despertaba y los llevaba con ella a ver el amanecer en la playa, y meditar, un ritual. Nos decía: Así como nadie cura a nadie, creo que nadie le enseña nada a nadie. El tema es crear un canal entre todos para que la enseñanza se internalice. Para mí la maestra es la vida y cómo responde uno ante lo que se le presenta. En todo caso, se trata de ayudar a cada uno a encontrar su propio maestro. Con Juan habíamos seguido de cerca los talleres que daba Adriana. Grupos de veinte. Debían traer las fotos en que estuvieran trabajando, limpiar y quedarse con las esenciales. Mediante la asociación, había que acercarse a la zona oscura que disparó el impulso creador y así llegar a lo que se estaba queriendo ver. Los encuentros resultaban inspiradores para encontrar la propia mirada. Sus lecciones no eran solo de fotografía. Con Juan estábamos convencidos que tenía un don sanador. Un poder chamánico, opinaba Juan.
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Había, hay una explicación de su método. Cada tanto Adriana se recluía varios días en una práctica de silencio. Nosotros no aguantamos un día, dijo Juan. Su retiro nos impresionaba y robustecía nuestra hipótesis: Te lo dije, insistía Juan. Es chamana. Pero se trataba, se trata, de otra cuestión. Con Tarkovski, un artista esencial para Adriana, hombre de fe en su persecución del amor que enfrenta al materialismo, ella retoma su pensamiento: “Soy consciente de que la idea de sacrificio no es muy popular hoy en día”, dice Tarkovski. “Casi nadie tiene el deseo de sacrificarse por otra persona o por alguna cosa. O se vive la vida de un consumidor dependiente de los desarrollos tecnológicos o materiales en general, entregado ciegamente al supuesto progreso, o se encuentra la propia responsabilidad interior, que se dirige no solo hacia uno mismo, sino también hacia los demás. Es aquí, en ese paso consciente de la responsabilidad, lo que sucede en ella y con ella, donde es posible lo que solemos llamar sacrificio, “la realización de la idea cristiana del entregarse hasta las últimas consecuencias”. Tarkovski se ha referido a menudo al sacrificio como un tránsito necesario para la creación, alusión directa al valor sagrado del arte como experiencia que trasciende lo introspectivo. Pues bien, Adriana va por ese lado. Y, en su caso, el sacrificio deviene revelación. “Comprobar que lo único que cuenta es poder estar en lo que es”, dice ella.
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Una noche de otoño de 2011, durante un asado, Adriana nos contó su nuevo proyecto: la Antártida. Con Juan, la miramos. Nos miramos. Ahora, a su edad, cerca de los sesenti, frágil, con su aire de levedad, el proyecto nos resultaba, más que un riesgo, una locura. Lo tengo todo gestionado, nos sonrió con esa expresión de candor y picardía tan suya. Me voy, dijo. Y después: Tengo que mover, aclaró.
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Adriana se proponía ahora darle un giro a su vida, que era cambiar de foco. Muchas veces pensé en trabajar en formato medio, contaba, pero siempre termino con mi pequeña Leica. No hace ruido y por lo tanto es menos invasiva. Ya bastante es estar mirando algo o a alguien. Encima con una cámara y un aparatazo y luces. Me gusta estar ahí pero sin interferir, sin que se me note. Me gustaría prescindir de la cámara. Ser invisible.
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De la Antártida Adriana volvió más Adriana. Su nuevo libro, Antártida negra. Imágenes sin presencia humana. Solo albatros, skúas, lobos marinos, pingüinos. Naturaleza sola. Como complemento, paralelo, llevó un diario que más tarde editaría Juan. Un viaje que se despega del realismo crudo y austero que había sido su marca y encara ahora hacia la abstracción de formas, la alternancia de gradaciones de grises y el contraste tajante entre el blanco y el negro. No es tan descabellado pensar que este libro suyo estaba ya presente en la nena de Mataderos que haría un camino desde testigo de la violencia íntima y social hasta el blanco, el frío y la plenitud. Hablo del fuego sagrado.
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La aventura antártica la integraría en otro proyecto estoico: un viaje en torno al Círculo Polar Ártico. Vendió su casa para financiar el proyecto, y cargando como antes sus cámaras y su equipo, se internó sola durante un año y medio en los confines helados para filmar no solo las auroras boreales sino el territorio de paisajes inhóspitos bajo el efecto de los cambios de estaciones. Atravesó dificultades de todo tipo, sometiendo el cuerpo a las inclemencias del frío y la nieve. Escritora de diarios, registraría sus cuatro viajes nórdicos de principios de 2019 hasta fines de mayo de 2020. Y aquí cabe una reflexión: por lo general el tono de un diario íntimo suele ser grave, monocorde y melodramático. Y si el diario es de viaje, suele imperar el deslumbre por lo exótico. Nada de esto en el diario de Adriana. Si bien es personal, su objetivo no es la autocompasión ni el lamento ante los obstáculos que le propone la naturaleza intempestiva sino el entusiasmo aventurero de una búsqueda que, vale decirlo, es interior. Si el paisaje adquiere relevancia, se debe a que es en ese escenario de blancura extrema donde la artista confía indagar en su propia oscuridad persiguiendo una luz.
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Paisajes en movimiento azotados por las olas, vegetación escasa doblada por el viento, juncos leves que resisten en una superficie blanca, montañas congeladas, sin la intervención de humanos, solo cabras, ovejas, perros, caballos, renos y pájaros. Lo que trajo de su viaje y consta ahora en las páginas de su diario es un film otra vez sin figuras humanas, tan despojado que puede pasar por una visión absolutamente personal. Esta exterioridad glacial es, ni más ni menos, que la proyección de los sentimientos y fantasías de cada uno cuestionadas por la ausencia y, por qué no, otra vez, por la pérdida, esa constante que ella supo escarbar en sus etapas realistas anteriores. Paradojalmente, la elusión de humanos torna la experiencia en una percepción de la intemperie que perdura en las almas: Errante, la conquista del hogar se llama su film. Las imágenes parecen decirnos que los ciclos en la naturaleza nos comprenden también a nosotros.
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Hace unos días, en un WhatsApp Adriana me explicaba el sentido de su diario: “Algo para tener en cuenta. Me desperté pensando en esto: el diario es el viaje interior del viaje exterior. Ese es el sentido de los diarios para mí. No me interesa describir lo que veo sino entrar en las resonancias internas que disparan lo que veo y las experiencias que vivo al querer ver. Ese es el sentido del ver para mí: ver adentro. Como dice Robert Frank, miro afuera para ver adentro. Si llevo diarios no es para comunicar sino para ver. En realidad todo lo que hago es para ver. La columna vertebral del libro es el viaje interior. Es lo que me importa”.
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Una tarde, en el invierno de este año en que Adriana me proyectó la película en su casa, tardé en reaccionar de su efecto. Lo hice horas más tarde y le escribí: “Me quedé pensando en tu película, un ejercicio de meditación extremo, un refinamiento agreste y delicado, que nos induce a pensar la relación entre nosotros y los otros, el lugar donde vivimos. Cero reduccionismo new age en un momento donde la humanidad se emperra en más de quince guerras en la actualidad, el planeta arde, se extinguen los recursos y la presunta civilización parece no haber aprendido nada de su propia historia de destrucción. Que no veamos ningún ser humano en tu film es lo que más pone en alerta, estructura en abismo que obliga a comprometernos con la naturaleza que somos. Entonces, en su ejercicio de meditación extremo, tu obra no admite términos medios: ámala o déjala. Quiero volver a verla, a pensarla. Quedé afectado. Y es una consecuencia lógica de la evolución de tu obra desde el documentalismo más crudo hasta la introspección sutil, profunda. Uno debe agradecer tu propuesta errante, de búsqueda de hogar en el frío. Gratitud, digo, lo menos que uno puede experimentar”.
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Pero hay más, siempre hay más en Adriana porque me pregunto si su obra no es su autorretrato más fiel. Y Errante, en este caso, el autorretrato de su alma. Quizás, también me pregunto, si acaso no es una obra más elocuente que un apunte autobiográfico, si acaso un artista no es su obra, la coherencia existencial detrás de lo que se ve, un grado de insolubilidad entre esas secuencias y su vida.
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He escrito no pocas veces sobre Adriana. Y podría seguir un rato largo pero sería excesivo. Ábranle la puerta al mundo de Adriana Lestido. Ábranse la puerta a ustedes mismos.
Los libros La conquista del hogar: Diarios de de viajes y La conquista del hogar (Fotografías) se presentan el viernes 6 de diciembre a las 19 horas en el Malba. A partir de este mes, además, se repone en Malba Cine Errante, ópera prima fílmica de Adriana Lestido.