Yo esperaba casi todos los días la salida de las chicas del Normal donde ella cultivaba sus sueños de maestra. Paraba con mi bicicleta en la vereda de enfrente y me acodaba sobre el manubrio, la mandíbula apoyada en la palma de la mano derecha y la vista fija en la doble puerta de hierro forjado pintada de verde por donde debían salir los estudiantes. Estaba seguro de que ella no dejaba de notar mi presencia, siempre apostado en el mismo lugar y clavando los ojos en el tumulto de alumnos buscándola. Me parecía que ella también me miraba, sería de pura curiosidad o tal vez porque tenía un interés en mí parecido al que yo tenía en ella, de eso no estaba seguro. Pero aun suponiéndole ese interés yo no sabía cómo acercarme y hablarle. Imaginaba mil maneras pero nunca encontraba el valor necesario.
La oportunidad iba a presentarse en una fiesta de adolescentes, de esas fiestas que se organizaban en casas de familia y que, por ese entonces, hace unos cuantos años, llamábamos asaltos. Vaya a saber por qué se pone uno a recordar estas cosas cuando es ya un hombre viejo y el pasado un fantasma imposible de modificar. Aunque ahora que lo pienso tal vez haya sido la parejita que el otro día vi besarse bajo un árbol en la plaza donde suelo sentarme a descansar.
Fue allí, en ese asalto, que pude superar mi timidez y acercármele. ¡Qué manera de ponerme colorado cuando le ofrecí aquel vaso de Coca Cola! Coca Cola, sí, es que en esa época la palabra coca siempre iba acompañada de la palabra cola, el alcohol ni figuraba salvo que algún audaz se atreviera a llevar una petaca de whisky en el bolsillo interior del saco. Después, ya ni sé cómo, la invité a bailar. En los lentos empezamos a acercarnos poco a poco, y cuando digo acercarnos no lo digo metafóricamente. Yo le susurraba al oído algunos versos de Neruda y notaba que ella se ruborizaba, sentía su mejilla ardiente apoyada en la mía, mi mano en su espalda tropezaba con la tira del corpiño, mi mano subía y bajaba y justo ahí daba un saltito que me hacía soñar, en esos momentos se me humedecían un poco las palmas, no sé si porque ella transpiraba o era esta mano mía movediza e inquieta la que sudaba por la emoción. Ella respiraba cada vez más hondo y hasta dejaba escapar algunos gemiditos. Yo, entre canción y canción, que eran los momentos de pausa dictados por el vinilo que giraba en el Winco, pero sobre todo cuando el brazo automático se retraía para dejar caer un nuevo long play, donde la pausa se hacía más larga, aunque tuviera calor, para borrar evidencias apelaba a los trucos de la época y me abotonaba el saco.
Después, lo que a mí más me gustaba, eran las despedidas. Largas despedidas en el zaguán de su casa. Pero la despedida de la que quiero hablarles ahora, aunque me duela y me avergüence, fue en la vereda, a la sombra del plátano que empalidecía convenientemente la luz del alumbrado público que coincidía con el porche de entrada de la casa. Ése fue el mayor acercamiento que llegué a tener con Susy. ¡Ja! eso sí que era acercarse. La acaricié, la besé y la toqué como no había podido hacerlo antes, como nunca antes ella me lo había permitido, porque las chicas de antes te permitían o no llegar hasta cierto punto, uno siempre iba por más y ellas ponían el límite, ésas eran las reglas tácitas y a nadie se le ocurría discutirlas. No quería irme y me pareció que tampoco ella quería que me vaya pero la peligrosidad del barrio era un llamado de la realidad que no se podía ignorar, eran ya como las once de la noche. Una locura largarse a caminar por esas calles en ese horario. Pero yo estaba feliz, cómo podía tener miedo si me sentía Superman. A buen paso fui caminando hacia la parada del colectivo sonriendo y oliéndome los dedos que todavía tenía húmedos. ¡Ah, ese olor a Susy! ¡Cómo amaba a Susy! Y en eso estaba cuando unos metros antes de llegar a la esquina me cerraron el paso. Allí estaba el turco Ahmed y dos de sus amigos. El turco parado en medio de la vereda me esperaba, sus amigos, uno a cada lado, estaban de brazos cruzados, un par de metros detrás de él. Ocupaban toda la vereda. Y yo tenía que seguir caminando, no había escapatoria, había que pasar por ahí, nada de cruzar de vereda, cómo no iba Superman a pasar por ahí. ¡Qué cagaso, amigos! Para colmo sabía que el Turco hacía rato que andaba soltándole los galgos a Susy y ella no le daba bola. Lo miré, de piernas abiertas y con un pucho apagado en la boca, me paró estirando el brazo derecho con la palma de la mano hacia adelante. Che, pibe, dame fuego, dijo. La puta, qué nervios. Cuando más o menos pude parar el temblor de mi mano saqué la caja de fósforos que llevaba en el bolsillo del pantalón. Sí, loco, cómo no, dije. Quise prender uno, se me apagó, un segundo se partió en dos cuando lo raspé contra la cajita, el tercero también se apagó culpa de una brisa inoportuna (¿o fue el Turco el que lo sopló?), él me miraba fijamente a la cara, los amigos que estaban detrás me hacían señas, uno se apoyaba un dedo en el ángulo de un ojo junto a la nariz, el otro hacía señas con el índice dibujando círculos a la altura de la sien y mordiéndose el labio inferior mientras con la otra mano señalaba al Turco. Cuando al fin pude controlar más o menos el temblor de mi mano el Turco encendió el cigarrillo, aspiró profundamente el humo, me lo arrojó a la cara, me mostró el cigarrillo encendido poniendo la brasa a la altura de mis ojos y sin parar de mirarme lo dejó caer, y lo dejó caer de tal modo de que no quedaran dudas que lo había dejado caer de manera intencional, después siguió mirándome con una mueca amenazante dibujada en la boca, volvió a mirar el pucho en el suelo, volvió a mirarme, otra vez miró el pucho, hizo una seña hacia abajo con el mentón, dale, qué esperas, dijo, sus laderos, un poco más atrás, tapándose la boca, dejaban escapar algunas risitas burlonas. Y qué podía hacer, amigo, Superman olió la kryptonita y se fue volando.
Cuando reinicié el camino con la cabeza hundida entre los hombros rumbo a la parada del colectivo aún podía escuchar las carcajadas. Recuerdo que el pucho estaba mojado con la saliva del Turco, una humedad que no era como las de Susy, de esas humedades yo ya empezaba a despedirme.