Espero detrás de un portón negro. Es un sábado a la tarde. Esperamos, debería decir, una comitiva de espectadores en la puerta de un teatro. Nos dan repelente, nos ponemos. Nos dicen que nos mantengamos cerca, obedecemos. Cuando la puerta se abre, la comitiva se mantiene imantada a la vez que cada mente hace su deriva.
Lo que vamos a hacer no es ver una obra, es recorrer una casa, adentrarnos en una experiencia, acompañar a unas jóvenes en el reconocimiento de sus terrenos sensibles para volver a nombrar, volver a decir y bautizar el mundo con el sello personal. Es un ritual de iniciación, de pasaje. Una ceremonia para evocar el tiempo perdido. Aquel momento que todxs perdemos cuando pasamos de la adolescencia a la adultez y aquel tiempo que perdemos todos los días un poco más cuando postergamos las tareas ociosas por la demanda de la supervivencia.
Durante un rato suspendemos la geografía y nos fermentamos con la naturaleza del jardín y del juego. Las niñas (aunque tengan ya sus dieci y tantos) nos guían como duendes del bosque. Acá no hay ruinas. El horror, el ajuste y la guerra no saben el código secreto de la verdadera supervivencia colaborativa. Las niñas nos dan frutillas, nos dan un mapa, nos dan un nombre: hacemos el pasaje con ellas y abandonamos las ropas de espectadoras para convertirnos en animal, bicho, peluche, quién sabe.
Hago cuentas. El tiempo no se mide en segundos. Luego del ritual de Jardín fantástico quedo con su autora para tomar un café. Nos vemos la semana siguiente. Agostina Luz López es una de las dramaturgas y directoras que más me gustan de mi generación. Nos pedimos un té y conversamos. Yo no pude ver Animal Romántico, la obra que hizo en el Teatro Sarmiento, porque estaba en el tiempo del embarazo; y ella no pudo ver ¡Recital Olímpico!, la obra que hicimos con Camila Fabbri en esa misma sala, porque recién nacía su bebé.
Hablamos de la experiencia de hacer una obra en un espacio donde parece que tenés que gritar, cuando ninguna de nosotras grita. Y también de lo que le significó volver a su sala, Zelaya, que gestiona junto a Federico León en el barrio del Abasto. Los espacios hablan por sí, dice, y es importante tener claridad en la propia búsqueda para que no se arme cortocircuito entre lo que proyecta la obra y lo que proyecta el espacio; y que, a veces, una no busca ser disruptiva, pero no seguir al pie de la letra ciertos cánones termina por dar signo de disrupción.
Inscribir la obra en espacios, tradiciones, búsquedas es parte del trabajo… Le pregunto si ella piensa en cómo se arma una carrera artística y me dice que prefiere la palabra recorrido para pensar en lo que hace. En su recorrido por delante tiene una nueva experiencia en el Teatro San Martín, donde volverá a trabajar con la escritora y artista visual Ana Montes y la actriz y productora Poppy Murray (la dupla que colabora en Jardín Fantástico), a estrenarse en abril de 2025, que desarrolla una de las líneas de su trabajo, más afín a la exploración de la intimidad y los vínculos; y también empezará a trabajar en otro proyecto en Zelaya, hermano de Jardín fantástico, que desarrolla la otra búsqueda en la que profundiza, más cercana a la instalación.
Sea cual fuere el proyecto, hay algo que insiste en su poética y es la observación de los cuerpos que están atravesando alguna transformación. Y los rituales que hay alrededor de esos movimientos. Voces-cuerpo en transformación. Ritual y experiencia.
¿Y vos?, me pregunta Agostina. ¿Estás migrando de territorio? Seguimos dando los pasos del encuentro hasta un “nos vemos, hasta pronto”, y salgo del bar.
Hace unas semanas veo la nueva obra de Agustina Muñoz en el Espacio Callejón. En Constelaciones del sur no hay enfermedades ni madres ni una situación dramática que delimite la deriva de la conversación. Constelaciones-conversaciones. Y el drama sucede, la obra acontece, como una gran ofrenda que dice sí: no hay elementos del teatro tradicional (personaje, diálogo, conflicto), hay elementos del teatro mítico (un ritual) que discute con sutileza sobre los problemas que le interesan a la dramaturgia y a la escena contemporánea a la vez que problematiza con agudeza el deterioro material y cognitivo de una sociedad en riesgo de extinción.
Muñoz trae la pregunta: ¿cuál fue el cielo de tu infancia? Y amigxs de diferentes latitudes y lenguas abren su cuento. Como en Las mil y unas noches, los relatos vienen para pasar la oscuridad de la noche. No hay luz. Hay palabra. Hay luz, entonces. Dos intérpretes, Margarita Molfino y Rafael Federman, que también son parte de la colaboración artística, dicen a una voz, a dos voces, y juegan a inventar una música nueva con todas las cosas que se les ocurren que sí hay en un mundo que se descontrola por terminar. Ellxs se paran frente al abismo del público y dicen una por una las cosas que piensan, que escuchan, que recuerdan y enumeran, encabalgan, hacen con sus bocas, crean y curan. Hacen magia, hacen un hechizo, inventan el teatro.
En un momento, ella dice: “hay momentos oscuros”. Estamos casi en penumbras en la sala. La arquitectura de la oscuridad fue diseñada en colaboración con Laura Gamberg. No hay pantallas de celular que nos hagan reflejos en la cara o imágenes de publicidad que nos seduzcan con colores o una historia con secretos e intrigas asesinas. La escucha es una flor que se abre de noche, pienso. Tener visiones y relámpagos solidarios para la vida común. El gran suceso de la obra (presentar la oscuridad, jugar a nombrar lo que aparece) permite que la imaginación accione. No es una obra de catarsis (de reír o llorar). Aunque la emoción está ahí en la punta de los ojos que se mueven entre el agua sutil, viva. Es una obra que inaugura en la sensibilidad un espacio para imaginar. ¿Y qué necesitamos para esa empresa? El cuerpo, la voz y discurrir en el espacio, compartir el tiempo.
No iba a escribir reseñas de teatro porque en esta columna me dedico a otra cosa. Pero quería marcar un puente entre la última obra de Muñoz y de López. Tal vez porque son colegas que admiro y me dan indicios de cómo vincularme en un presente estresado. Y expresar lo importante que es el hecho de que estén sucediendo en este momento estas propuestas que exigen repensar las lógicas del relato teatral, que dan una alternativa al espectáculo sin anestesia, y buscan caerse del ritmo de producción maníaca.
En otro orden de cosas: leí por primera vez un libro de Angélica Gorodischer, la autora que me debía. Empecé por Doquier (justo en la época que fui a ver la obra de Agostina) y luego de terminarlo seguí por Tumba de Jaguares (que coincidió con mi visita a la obra de Agustina). Impregnada de Gorodischer vi las obras de López y Muñoz. Me sentía arrasada por la experiencia de una lectura ambiciosa, en la que muchas veces me perdí. Pero para volver no recurrí a lo que estaba pasando [o a la trama] sino a la respiración, a la cercanía del cuerpo de una voz. Subrayé, tomé notas.
Con Agustina también me junté a tomar un café. Hablamos como amigas que no se encuentran hace años. Hablamos de nuestrxs hijxs, de nuestro trabajo, de qué lindo sería juntarse entre varixs a hablar del tiempo que nos toca, ese tiempo donde pareciera ser que el consenso está en lo que se puede cuantificar: cantidad de pesos, cantidad de espectadores, cantidad de etcéteras. En esa escena que nos imaginamos con Agus habría un fuego, en la calle, alguien espontáneamente cantaría un poema.
Le recomiendo una peli que estoy viendo con mi niña y somos bastante fans: Wolfwalkers (Tomm Moore, Ross Stewart), donde una niña aprendiz de cazadora de lobos se hace amiga de otra niña que por las noches se convierte en loba. En ese encuentro la niña deja la condición de cazadora para transformarse en una loba que pasea y escapa por el bosque de la noche. Quedé en pasársela por we transfer, aunque tengo que averiguar cómo es exactamente esa gestión. No sé hacer tantas cosas básicas del hoy, me abruman.
Vuelvo a Tumbas… arranca como un posible desenlace a la invitación que Agustina le hace a sus amigxs por whatsapp para Constelaciones del sur: “Soñé que estaba en el cielo. No en el cielo paraíso de almas bienaventuradas sino en el cielo, ese ¿élitro? azul que oficialmente nos cubre (…) ¿Qué más puedo dar? (…). O cantar contar en cuenta regresiva toda angustia. Triste cielo (…)”.
Cantar contar. Qué lindo. Como se hace en el teatro, ese lugar donde ensayar la colaboración y la supervivencia afectiva. Ese lugar donde las dramaturgas de nuestra generación aprendimos la ceremonia de armar vínculos para fortalecer los imaginarios de continuidad.