"todo te viene ahora/ con este aire que te enciende/ como a tu galgo la presencia del campo". Hugo Gola
Y un día se llevan el piano, la última tarea de un lugar que lo fue todo y adónde no voy a volver. No. Mejor así: un lugar que lo fue todo y adónde, por un tiempo, no voy a volver. Me aferro a ese por un tiempo, como a la ficción de buscar algún recurso que vuelva sostenible esta ausencia que comienza a llenar el lugar.
Narrarme que existe la posibilidad de volver me permite afrontar la realidad de dejar esta casa para siempre. Porque esta realidad ahora incluye, gracias a mi narración, aunque sea ahí, la posibilidad de volver. Primera anotación: la narración salva.
Claro que nunca voy a poder dejar esta casa para siempre porque soy también un conjunto de sus partes. Esta casa que fue construida así y yo construido en esta casa. Me arriesgo a decir que tengo memorias en cada uno de sus ladrillos: Memorabilia. Incluso en los ladrillos que ya no están (al menos ahí) porque fueron removidos con las refacciones.
Y ahora sí, cuando creía haberlo visto todo, es la primera vez que veo este lugar secreto de la casa, justo ahí detrás de donde estaba el piano que recién se llevaron. Mis lugares secretos son otros: debajo de la cama, el rincón del placard, detrás de la cortina larga del negocio que alcanza justo a taparme los dedos de los pies.
Experiencias, llantos, golpes. No está (al menos ahí) el mármol de la mesada donde me abrí la ceja y me dejó dos puntos y esta cicatriz con forma de autito que todavía llevo. Entonces: ¿De verdad no está el mármol? ¿No será que el mármol está bien presente justamente acá en esta cicatriz? Segunda anotación: las cosas generalmente están en los lugares donde menos acostumbramos a buscar.
Ahora que la casa está vacía puedo precisar el lugar exacto de dónde y cómo ocurrió ese golpe, otros golpes. Un sentido me lleva a desplazarme esquivando lugares vacíos. Como si flotara, o danzara. Tercera anotación: las ausencias siempre van a estar ahí.
Es la energía de este lugar que se transforma, que de a poco fue expulsando objetos, muebles, el último este piano: Para Elisa por Papá, Para Elisa por Mamá, Para Elisa por mí. Mis primas aprendiendo Yesterday y vociferando al tocar cada tecla: la la RE MI FA MI RE MI RE DO. La profesora de música de la primaria golpeándolo para animar una fiesta familiar y para que suene alguna vez un candombe.
Esto es una metáfora de mi vida: en mi casa había un piano, también me prometí ser pianista, no lo cumplí y está más o menos bien que haya sido así.
Y sigo acá con esta llave sabiendo que voy a ser el último, lo último, en irse. Es hora. Apago las luces, cierro las ventanas y en la perfecta oscuridad estoy a punto de salir. Pero todavía no. No puedo. Veo una sobre otra, plano sobre plano, dimensión sobre dimensión, las distintas formas que tuvo esta casa en refacción constante: sobre el piso de plástico marrón claro de los ’80 está la carpeta de cemento (le decíamos Portland) de los ’90, años duros. Los cerámicos vinieron después, y así con todo.
Sin claridad y con los ojos cerrados puedo desplazarme por esta casa y estar todos al mismo tiempo y en el mismo lugar donde hice el amor por primera vez, donde hubo sexo, donde jugamos tardes interminables con amigos, donde nos sacamos fotos, fumamos, fumamos mucho, tomamos todavía más. Estudié, pasamos largas noches sin dormir. Compuse mi primera canción. Pasaron también miles de películas desde aquel cumpleaños cuando alquilamos una videocasetera, Rambo y La Historia sin fin.
Por la ventana veo que afuera todavía crece el pasto que alguna vez aprendí a cortar. La esquina de la cabina naranja del teléfono público y del pullover de lana recién tejido por mi abuela que todavía sigue olvidado ahí. Graffiti: La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo, Dylan Thomas.
El proceso de aprender a pelar un cable y armar un enchufe, preparar un taladro, pegar un cerámico, jugar en la vereda. La memoria de mis pies seguramente recuerdan que acá aprendieron a caminar, mi memoria no llega tan lejos, solo alcanza al equilibrio malogrado en esa bicicleta blanca, después vino la azul cromada, apenas más grande. De esta casa alguna vez aprendí a salir para ir a algún lugar y también aprendí a volver. Nunca fue necesario, ahora tampoco lo es, quedarme acá.
En esta mesada aprendí a cocinar y también aprendí que batir los huevos por más y todavía por más tiempo, y por más tiempo, era una buena forma de batir los huevos, sí, pero era incluso mejor para mantener entretenido a un niño en épocas donde no existía Internet.
En ésta casa aprendí un modo de vivir. Lo que vino después, esto que soy, no son sino simples imitaciones (quiero creer que mejoradas) de aquello que alguna fui aquí. Mi casa, mi papá, al que le hubiera gustado más que a nadie ser el último en cerrar esta puerta, mi mamá, nosotros tres. Aquél chico que fui y este adulto que ahora soy y lo contiene. Muñecas rusas.
Me revolqué en este piso, gatée en planta baja, trepé a la terraza antes de que esa terraza fuera el suelo de planta alta. Jugué en todas las habitaciones y las distintas formas que adoptaron. Me saqué fotos con vecinos rockeando Ratontito junto al piano. Me apropié de este lugar quizás como de ningún otro, y el lugar se instaló en mí. Un espacio habitable modelo de mi espacio habitable: después lo usé siempre de referencia para elegir aquello que sí y aquello que no.
Por momentos esta casa fue todo mi territorio. Mi lugar en el mundo. Un lugar con alegría. Muchas otras casas puertas adentro son un infierno. Esta fue puro goce, aprendizaje, tránsito, nido, habitación. Humanidad. Cuarta anotación: Te amo casa. Gracias por todo.
Las horas que este espejo habrá escuchado recitar ensayos para enamorar, plegarias previas para aprobar exámenes. Curé mis enfermedades, compartí dormitorio con mi abuela, reposé mi papera con un caballito blanco de madera que me habían traído para que no me aburriera. Enfermo, vi por Space una tarde Superman I, Superman II, Superman III. Pase horas revolviendo cómodas buscando tesoros, escuchando música, jugando video juegos. Una casa llena de gente que supo recibir clientes a montones y cajas y cajas de mercadería. ¿Cuántas cosas puede ser una misma casa? Ejercicio para una obra teatral: cambiar la casa por dinero y asignar valor a cada billete para que representen un lugar. Cien billetes por el living. Mil por la cocina. El patio dos mil billetes pero esta pared donde da el sol en invierno y donde se puede sentar a comer mandarinas vale por sí sola cincuenta mil de los grandes. Estirar los billetes de modo tal que uno pueda apoyarse a comer mandarinas.
El viejo porche de las azucenas donde un tipo de traje barato venía seguido a vender enciclopedias verdes que mi mamá compraba pero todavía nadie leyó. Otro que vino después de la reforma de la fachada: el tipo del Círculo de lectores.
Desde la oscuridad abro la puerta para salir y dejo entrar la luz, escucho la madera de la puerta golpear contra el marco y el pestillo girar las dos últimas vueltas de llave. Última anotación: Cuando el niño era niño lanzó un palo como una lanza contra el árbol, y hoy vibra así todavía, Peter Handke.