Si Silvio Astier rumbeó hacia los “deleites y afanes de la literatura bandoleresca”, el protagonista de Soy una tumba lo hizo en dirección al televisor para sintonizar Brigada A. Otros tiempos, otros ámbitos. Pero las historias acerca de jóvenes que huyen son siempre las mismas: escapar de esa institución llamada familia.

La literatura sirve también para eso: huir, sea a partir de folletines populares como los que leía el adolescente Astier en El juguete Rabioso de Arlt, o a partir de los episodios televisivos (El pulpo negro, Mesa de noticias, etc.) que ve el joven personaje creado por Facundo Báñez al que se le llama simplemente “la criatura”. Ambos protagonistas asumen la literatura como un camino de escape, aunque la cuestión de fondo es ¿hacia dónde los conduce ese camino? En Arlt va directo a mostrar la marginalidad y la imposibilidad del ascenso social en las puertas de la Década Infame del siglo XX; y en la novela de Báñez se dirige a retratar la clase media que durante el alfonsinismo tenía sueños de progreso. En ambos casos, la literatura (y esas “lecturas desacreditadas” como añadiría Ricardo Piglia) es un sendero hacia al conocimiento/descubrimiento de los fracasos cíclicos sociales, políticos y económicos de la argentina.

Soy una tumba es la cuarta novela del narrador platense Facundo Báñez (1976). Y pareciera que nada tiene que ver con sus libros anteriores: Sueño Macho; Un león en la trinchera y Zorro viejo, y sin embargo los tres libros (un largo poema en prosa, la sublimación de un acto heroico y una biografía novelada), forman parte de la atmósfera donde se desarrolla esta nueva obra de apenas 100 páginas: la infancia en la Ciudad de La Plata.

“En las anteriores novelas había una celebración u homenaje a los que habían sido figuras, relatos y paisajes fundamentales de mi infancia. En esta novela, creo, la infancia deja de celebrarse para ser un territorio de las cuestiones perdidas”, aclara el autor.

Escrita en primera persona, Soy una tumba narra la historia de un chico de siete años que decide huir de su casa y vivir con su abuela paterna. “La criatura” como lo llama su abuela, huye de un territorio con gallinas y alambrados en la periferia platense (el “rancherío”) para acceder a la zona céntrica, a un hogar donde se huele “el aroma azucarado y tibio de los geranios”, y donde hay una gran biblioteca. El joven narrador la describe de esta manera: “La biblioteca era un muro caligrafiado por su mano donde cantidades incontables de libros se apilaban en el interior de rectángulos horizontales y verticales. Entre cada uno, encuadrados en cerámica y siguiendo algo parecido a una lógica egipcia, decenas de jeroglíficos decoraban la pared y hacían suponer que la verdadera lectura estaba en la grafía intercalada entre los rectángulos más que en los libros que los desbordaban. En los más altos había una colección completa sobre historia universal mezclada con novelas de suspenso, enciclopedias y mamotretos de argumentos románticos. Abajo, a lo largo de un hueco vertical, se apretujaba un centenar de libros de los que sobresalía una edición en tapas de madera de Viajes extraordinarios, de Julio Verne, y en uno de los rectángulos del centro, el más pequeño, se amontonaban como podían varios tomos de astronomía y ciencias astrofísicas”. Se hace hincapié en la adoración hacia la biblioteca, porque en la tradición de niños que huyen por tensiones familiares (piénsese en Antoine Doinel y su altar a Balzac; recuérdese a Holden Caulfield y su ganas de llamar por teléfono los autores que le gustan) esa suerte de tótem es, en ocasiones, la puerta de salida del infierno.

Con “ojos a lo Amelia Bence” y vestida con “soleras amplias y floreadas aún en pleno invierno”, la abuela tiene una tarea por delante: corregir a su nieto al que considera un salvaje. “El problema con esta criatura es que no está bautizada”, sostiene la mujer propensa a cuestiones de fe tanto religiosas como paganas. En ese proceso de civilización (hacer que la criatura escuche la radio junto a ella, permitirle acostarse en su cama guardando el máximos de los silencios durante los programas televisivos), el chico disfruta de la nueva vida, pero con un costo: aceptar el universo místico de su abuela y ser parte de su gran secreto: “El círculo de la Fortuna”.

El círculo no es más que una cartulina blanca clavada en el interior de la puerta del ropero donde la anciana pega con cinta scotch papelitos escritos con sus deseos y los deseos de ciertas amigas. Para que los pedidos se cumplan, ella debe mirar el círculo fijamente en total silencio y visualizar los hechos en su mente. La criatura cree que aquel mecanismo casero no sólo tiene el poder de lograr milagros (recuperar la salud, aprobar materias en el colegio, que Estudiantes gane el clásico, que los militares sean juzgados), sino también de matar.

¿Cuál es la fortuna que ofrece el círculo dibujado? Ofrecerle al chico una visión de la vida tal cual es, cruda, sin el filtro protector de los padres, prepararlo anticipadamente a las violencias del mundo. Así, aparecen en escena los entuertos de la familia: mezquindades, amantes, celos e historias no dichas. Los deseos que la abuela va colocando en el círculo milagroso enseñan a la criatura los mecanismos perversos que rigen la vida de los hombres. No se trata de una novela de silencios, de secretos bien guardados, sino de revelaciones que se van dando mientras el narrador abandona la infancia y avanza hacia nuevos actos: la torpeza de la adolescencia, la inmanejable sexualidad, y conciencia de que todo finalmente muere.

Con una prosa despojada, directa, cinematográfica, Báñez retrata con oficio no sólo la historia privada de esa criatura, sino la historia de la clase media argentina entre los años 1983 y 1989, aquellos tiempos donde las aspiraciones de la progresía no peronista se terminaron rompiendo contra la hiperinflación y el desmadre político. Un golpe que permitió la segunda oleada del neoliberalismo (antes la dictadura de 1976), ese caballo de Troya que alojaba en su vientre al siniestro caudillo de las gruesas patillas.

En Soy una tumba no hay psicologismo, sólo hechos, sucesos, impidiendo así que el texto sea leído como una simple aventura privada. No lo es, es una novela de época: a través de la relación de amor entre un chico y su abuela se retrata una sociedad en la previa de un desastre general. Una novela que resuena con extrema intensidad en estos tiempos de inevitable desenlace.