Sino desea asistirse al funeral de la democracia constitucional, el poder jurídico debe prontamente hacer ostensible su rechazo a la maquinación oficial de nombramientos judiciales “en comisión”. Atávicamente como en 2015 -¿O quizá 1976?- lo ominoso vuelve a ensayar aquello que violenta el Derecho. Y la claudicación intelectual devendrá en una complicidad dolorosa, desde y como en la dictadura, jamás olvidada.
Ciertamente una constitución no se trata de una norma ordinaria. Conforma un conjunto de preceptos superiores que pueden ser desentrañados desde diferentes lecturas, por lo que no existe una única inteligencia. Y ello por cuanto se trata de un texto llamado a gobernar la vida de generaciones futuras y a tal fin brinda un marco de posibilidades –siempre lícitas- al intérprete. Pero toda estricta hermenéutica jurídica conoce de cánones que, entre otras exigencias, imponen que sus disposiciones deban asumirse como una unidad sistemática, de modo de armonizarlas en una relación congruente.
De allí que la invocada potestad presidencial del inciso 19 del artículo 99 como atajo para la designación de jueces no se trata sólo de una grosera exégesis literal que reduce a la condición de mero “empleado” a un funcionario de otro poder de estado (¡nada menos que un magistrado y hasta del máximo tribunal!), sino de una ausencia de integralidad con la totalidad del texto del propio artículo. Cualquiera repara que apenas renglones delante, y a distancia de la redacción constitucional originaria, desde la reforma de 1994 el inciso 4 del artículo 99 establece ahora como requisitos para el nombramiento de magistrados de la Corte el acuerdo del Senado con mayoría agravada de dos tercios de miembros presentes en una sesión pública convocada al efecto. Mientras, los restantes jueces federales, en base a una propuesta vinculante en una terna del Consejo, también con acuerdo del Senado, esta vez de mayoría no calificada. Contra cualquier necedad, lo estatuido significa que desde hace ya treinta años el constituyente puso especial atención en la teleología de reforzar la independencia judicial, de modo de limitar la discrecionalidad en la selección presidencial y atenuar la gravitación partidaria. Ni más, ni menos, que lo expresado por la Corte en el precedente “Aparicio” de 2015, cuando fulminó a sus conjueces porque no habían atravesado el “Jordán” de la cámara que expresa los intereses de los 24 distritos nacionales.
Pero por si ello no bastase, de ningún modo puede aceptarse que se desatienda –o tal vez no se entienda- la actual etapa evolutiva de la superlegalidad internacional de los derechos humanos, cuya imperatividad conforma el vértice del sistema jerarquizado de fuentes. A partir de la cumbre del reformado artículo 75 inciso 22, la independencia judicial se traduce en un derecho a favor de las personas. Y los obligatorios estándares internacionales profundizan desde la faceta institucional que la independencia es consustancial al principio de separación de los poderes públicos y su garantía prevalente se ubica en el adecuado modo y proceso de nombramiento de los jueces. Así lo advirtió el tribunal interamericano desde 2008 en la condena a Venezuela, lo que reitera y enfatiza en numerosos casos hasta hoy.
¿Habrá que confiar que el mecanismo ilegítimo de designación admitirá disensos judiciales? ¿Se obstaculizará en el foro el éxito de aquello que viola nada menos que la división de poderes, la independencia de los tribunales y la garantía del juez natural? La historia del control judicial de constitucionalidad nos brinda la respuesta desde la pretensión en los Estados Unidos de América de uno de los denominados “jueces de medianoche” –Marbury-, rechazado por la Corte con el voto señero de otro “juez de medianoche” –Marshall-, a través de la salida pretoriana que llegó a consolidar en 1803 un mecanismo del que a la fecha somos tributario: si media oposición entra cualquier mandato y la Constitución Nacional, todo juez que no niegue su condición está obligado a hacer prevalecer a esta última, por la que juró.
Esto lo sabían las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo que bregaron toda su vida por el Derecho y la siempre ansiada Justicia. Claro que no faltará aquél que ensayará y defenderá cínicamente el triunfo del tirano sobre Antígona. Pero difícilmente las convencerá, y espero sea por mucho tiempo.
* Juez y Profesor Titular UBA / UNLP