Marcelo Benítez (Buenos Aires, 1951- 2022) fue una figura clave para pensar la militancia sexodisidente en la turbulenta Argentina de los 70: integrante en el grupo Eros del Frente de Liberación Homosexual, agitador en el Grupo Federativo Gay y la Comunidad Homosexual Argentina, sus aportes a una historia por la lucha de las identidades marginadas se vieron plasmados en poemas, cuentos cortos homoeróticos, y ensayos sobre feminismo, homosexualidad, represión policial, iglesia y estado, historia de la tortura, sida y también sobre literatura y cine.
Junto a Néstor Perlongher y muches otres, es uno de los eslabones que artículo el concepto de marica para pensar a la homosexualidad como el germen revolucionario capaz de infectar al machismo capitalista tan presente en la sociedad, incluso en los grupos de militancia de la época.
Ritos y Tempestad, su nueva exposición individual en la galería Herlitzka & Co, permite conocer la faceta de artista visual de Benítez, un camino más accidentado que el de la militancia, pero que comparte una fuerza descomunal, propia de aquellos seres que luchan en la sombra por armarse un lugar en la endogámica escena de arte porteña. La exposición incluye un corpus de obras nunca antes exhibidas y que permanecieron ocultas durante décadas.
A su vez, el título de la misma alude a uno de sus poemas inéditos de 1994, el cual forma parte del poemario Los pelos de Casandra, una publicación que pronto será editada. El poderoso trabajo de investigación y archivo se debe a la colaboración de Juan Queiroz, íntimo amigo de Benítez y fundador del proyecto Archivos Desviados y la revista Moléculas Malucas.
En 1972, Benítez se unió al Grupo Eros. Con la ayuda de Mónica Giraldez y Sara Torres ( integrante de la Union Feminista en Argentina) conoció a Néstor Perlongher, quién se convertiría en su gran amigo y lo involucraría de lleno en la agrupación. Con la detención de Perlongher, ocurrida en enero de 1976, Eros se disolvió. Al poco tiempo se produjo el golpe de Estado y durante los años de la dictadura militar, Benítez se dedicó a escribir poesía y a dibujar en lápiz y tinta china. Los materiales que producía los escondía debajo de tablones de madera de su casa en Avellaneda, por temor a allanamientos y secuestros. Durante décadas, muchos de sus dibujos, escritos y poemas quedaron allí. Previo al encierro obligado, el artista ya había diseñado los volantes del FLH y de algunas ilustraciones del boletín de Somos.
Uno podría caer en la trampa de afirmar que Ritos y Tempestad es otra muestra donde se rescata a un artista olvidado y al margen de la historia del arte, uno que pertenece a ese grupo de ilegítimos que cada tanto salen a la luz para maquillar con carisma devaluado ese cubo blanco que imposta neutralidad. Pero no, Marcelo Benítez fue mucho más que un artista: fue, y sigue siendo, un sistema de pensamiento y acción.
Una máquina corroída por una biografía personal y colectiva, un campo de experiencias que se nutre a partir de la cruza entre el amor, el miedo, la paranoia y la utopía. Alguien que no estaba dispuesto a parar y que solo se dedicó a insistir. Será por esto que fue uno de los pocos de su generación que siguió activo como militante desde los años 70 hasta finales de los 90.
Con acierto, la muestra recompone el vínculo espiralado entre las pinturas, los dibujos y los trabajos de Benítez como ensayista, ilustrador y agitador de la cultura disidente. Incluye fotos, poemas, un delicioso retrato de Perlongher hecho por el artista, entre otros documentos. Tampoco cae en golpes bajos y deja ver a una entidad frágil que también buscaba insertarse en la escena de Buenos Aires.
En 1995 presenta su carpeta de trabajos en el Centro Cultural Rojas y es rechazado, lo cual le genera una tristeza absoluta: “Estos últimos días se han presentado muy contradictorios por la desilusión que me provocó el rechazo que hizo el Centro Cultural Ricardo Rojas de mis obras [...] Este nuevo 'NO' que recibo me llena de incertidumbre”, afirma en una de las correspondencias que se pueden ver en la sala.
Benítez afirmará que pintar e ir al cine es lo único que le daba sentido a su vida. Era demasiado grande la necesidad de exponer y que otros pudieran valorar su trabajo, pero más efectiva era la indiferencia de las artes visuales para con su obra.
En los 90 la cosa estaba muy picante con la pintura y el dibujo grandilocuente, y las obras del militante oriundo de Avellaneda eran complejos escenarios narrativos donde se mezclaban aspectos freudianos con cierto gusto por la historia del arte europeo. Esto era lo contrario a la moda del momento: Bajo el lente crítico y caprichoso de Gumier Maier, el arte era algo objetual, naif, chucherías que peleaban de manera boba con la tradición. La obra de Marcelo era densa y el Rojas sólo admitía un calculado peso pluma.
En los dibujos de Benítez se ve un equilibrio primordial entre la oscuridad y la elegancia. Como si se tratará de una escena de un adolescente fanatizado por las películas de terror, las imágenes del artista se alejan de los imaginarios de, por ejemplo, Miguel Ángel Lens, un ser que imprimía colores y vibraciones de calidad en sus producciones. Para Benítez todo es un gran peso muerto: penes como tentáculos, caras sufridas, cuerpos diseñados con la delicadeza que tienen los tatuadores. Todo envuelto en una escenografía que por momentos pareciera remitir a las tapas de los discos de bandas góticas o heavy metal.
En las pinturas el color aparece como una suerte de carnaval sombrío, estalla sobre nuestros ojos y no busca la complacencia. Es interesante las referencias que cita Mariano Seoane en su texto curatorial: “Nos enfrentamos hoy a un voluminoso tesoro prácticamente inmaculado, que recorre tres décadas y otras tantas mudanzas de técnica y estilo, figuras al crayón refulgentes y tintas tenebrosas, y que da cuenta de un catálogo caprichoso de la historia del arte occidental, en el que se destacan la estatuaria clásica, el Bosco, Rubens y la pintura metafísica, pero también el orientalismo noir de Aubrey Beardsley y el imaginario cyborg de H. R. Giger”.
El gusto refinado de Benítez sirve para amasar ideas en relación al miedo, la persecución, las travesías sexuales y de género, la alegría y el goce en lo extraño. Elementos que condensan las experiencias de militancia y activismo homosexual, pero no como si se tratara de una obra autorreferencial. Cada pieza es una flecha que nace en el corazón del artista y busca impactar con otro corazón. Algo cursi tal vez, pero tan necesario para la generación de los años 70.
Ritos y Tempestad es una ola de ideas fuertes, de esas que te pueden hundir. Si uno tuviera que sintetizar la potencia de la exposición en una obra de arte podría citar a La Balsa de la medusa realizada por el francés Théodore Géricault en 1819.
Esta pieza clave del romanticismo narra un hecho contemporáneo de su época: el naufragio de una balsa y el canibalismo que ejercieron algunos náufragos para sobrevivir. El canibalismo como metaforma homosexual, la tragedia y el dramatismo amanerado de los cuerpos. Uno podría afirmar que estos podrían ser eslabones en la educación artística de Marcelo Benitez, un romántico, un sufrido, un vencedor vencido.