De chico supe ser muy miedoso. Como con muchas cosas de la infancia, no me acuerdo cómo nació esa forma de relacionarme con el mundo, pero sí conservo el recuerdo de muchas situaciones donde el miedo –en particular, el temor a lo sobrenatural– me invadía hasta dejarme paralizado. Situaciones que desde afuera podían parecer inocuas, como pasear de día por un bosque, me resultaban inabordables al imaginar las amenazas monstruosas que podían aparecer. Ese temor se trasladaba a situaciones de la vida diaria, como dormir con la luz apagada, y ni hablar al universo de las noticias –en particular las policiales–, que filtradas por mi cabeza infantil se volvían una reserva infinita de miedos nuevos a los que estar atento. Es posible que algo de esa imaginación desbordante y propensa al desastre fuera lo que me acercó al cine años después.
Como tantas otras personas, mi primera relación con las películas fue emocional. Y así como mis miedos permeaban la percepción que tenía de la realidad y me obligaban a esquivar una serie –muy arbitraria– de objetos y situaciones, lo mismo me pasaba con el cine. De un lado estaban las películas que me gustaban; historias que me conmovían, me conectaban con el sentido de la aventura o me hacían reír. Del otro, por su parte, existía algo así como una zona oscura, una sección del universo cinematográfico que excedía al “género terror” y que se me presentaba como aterradora y traumática. A modo de ejemplo, todavía me acuerdo las pesadillas después de ver Jumanji en el cine del Alto Palermo en 1996, el pánico que me generó Twister y el miedo a los fenómenos climáticos que derivaron de ella, la aversión a ver E.T., el extraterrestre por el malestar que me generaba ese monstruo arrugado con voz rasposa que para todos representaba un ícono de la ternura, la negativa a ver Los Goonies y Gremlins porque me daba miedo la caja del VHS, y el terror existencial que me produjo la escena de Indiana Jones y el templo de la perdición, donde un hombre le mete la mano en el pecho a otro y le arranca el corazón.
En fín, si películas en apariencia “para toda la familia” me generaban esto, el cine de terror ocupaba en mi cabeza el lugar de lo abyecto, algo a lo que nunca me podría acercar por la combinación entre su potencial traumático y mi extrema sensibilidad a las imágenes aterradoras. Dentro de ese género, había un lugar particular para el El exorcista. Como si fuera un abismo cinematográfico, la película de Friedkin simbolizaba para mí un límite que jamás podría atravesar. Al solo haber entrado en contacto con ella de forma tangencial (algún fotograma impreso en una revista, alguna imagen de Linda Blair con la cara deformada en la TV), la película que había construído en mi cabeza tenía un poder pesadillesco tan grande que no había mejor decisión que mantenerme lejos de ella para siempre. Y sin embargo...
A medida que entré en la adultez (y gracias a una dosis no menor de terapia), fui desarrollando mecanismos para lidiar con los miedos, pero hasta bien entrados mis veintes mantuve una distancia prudencial con el cine de terror. Los intentos que había hecho a lo largo de los años habían resultado uno peor que el otro (desde El resplandor hasta Sexto sentido, todos mis acercamientos habían terminado con noches sin dormir, atravesado por imágenes que no me podía sacar de la cabeza), pero con el tiempo esa aversión infantil me empezó a generar una incomodidad que me propuse superar.
Lentamente me fui acercando a las películas que en otro momento consideraba vedadas, y a medida que echaba luz sobre esas imágenes (muchas veces de forma literal, ya que la única manera que encontraba de poder encararlas era viéndolas de día y acompañado), empecé a atravesar un proceso de lo más curioso: mientras sentía como su poder de daño disminuía, la potencia cinematográfica de estos films se me volvía cada vez más evidente. Así fue como descubrí películas deslumbrantes como La profecía, de Richard Donner; Venecia Rojo Shocking, de Nicolas Roeg; Posesión, de Andrej Zulawski, y los giallos de Darío Argento.
Habiendo cruzado el Rubicón del terror, cada vez tenía menos sentido seguir esquivando la película de Friedkin. Después de años de rodeos, una tarde me animé a dar el paso, y la experiencia me resultó apoteósica. Los sentimientos que había acumulado durante toda una vida combinados con el hecho de que fuera una obra maestra del cine lo hicieron algo doblemente intenso. Descubrí que El exorcista era una película de terror, sí, pero también entendí que dentro de esa obra de la que solo había visto un greatest hits de imágenes había muchísimo más que sustos. Mucho antes de que apareciera el demonio y la boca de Regan se pusiera biliosa, El exorcista me mostró con su puesta en escena magistral y su música hipnótica los horrores del sistema médico, la desesperación de no reconocer a los propios, y el terror de quien, como el padre Karras, ve que el mundo como lo conocía se desmorona ante sus ojos. Para el momento en que empezó el exorcismo propiamente dicho, yo ya había alcanzado el éxtasis cinematográfico, fascinado por la maravilla que había evitado por tanto tiempo y ahora descubría por primera vez.
Desde ese día, vi El exorcista una y otra vez con la pasión de un converso. La vi en mi casa, la vi en el cine, la vi desgranada escena por escena en YouTube y la discutí decenas de veces con mis amigos. Rápidamente se volvió una de mis películas favoritas, pero más que nada, se convirtió para mí en un símbolo del poder del cine y de las imágenes. El cine como aventura, el cine como exorcismo, el cine como guía para recorrer el laberinto propio y, quizás, ganarle a los fantasmas que viven adentro.
Mateo Bendesky nació en Buenos Aires, en 1989. Dirigió los largometrajes El método Tangalanga (2022), Los miembros de la familia (2019), y Acá adentro (2013), y los cortometrajes Nosotros solos (2017) y El ser magnético (2015). Formó parte de los proyectos colectivos Archivos intervenidos: cine escuela (2016), desarrollado por el Museo del Cine de Buenos Aires, y Spaces (2020), producido por el Festival Internacional de Cine de Tesalónica.