El Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, que este año realiza su 39° edición y celebra el 70° aniversario de su fundación, ha sido una fuente de noticias desalentadoras respecto a las ediciones anteriores. Hubo cineastas que debieron pagar entrada para ver sus propias películas; uno de los nuevos directores artísticos admitió como un acierto haber programado títulos de la Competencia Internacional sin haberlos visto; no pocas funciones se realizaron sin que hubiera nadie del staff para presentarlas. Y lo peor, muchos de sus espacios fueron vaciados de mística, como ocurrió con la festiva sección de medianoche Hora Cero, que el director anterior del festival, Pablo Conde, había convertido en una especie de rito celebratorio masivo en el que lo popular y lo cinéfilo se abrazaban con amor, pero que este año se realizó en salas semivacías y sin nadie que oficie de maestro de ceremonias.
Del otro lado -aunque sus organizadores nunca la plantearon como enfrentamiento-, la muestra Contracampo se erigió como un espacio de encuentro, de diálogo, de (auto)crítica. Uno en el que no se pensó en las películas como un campo homogéneo en el que se le puede exigir lo mismo a cada una (el imperativo del éxito medido en cantidad de espectadores), sino como una suma de universos irrepetibles, cada uno con un público propio. Quizás esa lógica, la de entender a las películas a partir de aquello que las hace únicas, fue la razón por la cual todas las proyecciones de Contracampo se realizaron a sala llena, como ocurría con las de Mar del Plata hasta el año pasado.
Este lunes y martes tuvo continuidad el ciclo de charlas que los organizadores de Contracampo propusieron como espacio abierto a los debates y que abarcó algunos temas centrales para que la industria del cine nacional, sumida en la peor crisis de los últimos 50 años, pueda barajar y dar de nuevo. En la del lunes, bajo la pregunta “¿Un cine sin pasado? La educación y la crisis del patrimonio audiovisual”, quienes alimentaron el debate fueron el docente y especialista en preservación Fernando Martín Peña; la investigadora Laura Tusi; y los cineastas Nicolás Prividera, Malena Solarz, Manuel Polleri y Santiago Mariñas.
Por su parte, este martes el ciclo cerró con otra pregunta: “¿Dónde se pasan y dónde se ven nuestras películas? Un problema para espectadores y cineastas”. En esta ocasión, el panel estuvo integrado por Luciana Calcagno, docente con experiencia en el terreno de la distribución y programación de contenidos; Carlos Müller, encargado del cineclub Dínamo, de Mar del Plata; y Martín Emilio Campos, que integra el equipo que gestiona en Córdoba el mítico cineclub Hugo del Carril y forma parte del staff de la revista de crítica La Vida Útil. La moderación estuvo a cargo del crítico Ramiro Sonzini, parte del equipo de Contracampo. La charla inevitablemente estuvo atravesada por la cuestión de “las películas argentinas que nadie ve”, argumento falaz que repiten el presidente Javier Milei y sus apologistas, sin ninguna intención de comprender por qué dicha afirmación es una mentira.
“El problema de la distribución y la exhibición no es nuevo, pero en este momento están haciendo un uso político del asunto”, observó Calcagno. “Siempre fue y es un problema encontrar un espacio para las películas argentinas. Aunque ese problema no lo vamos a tener el año que viene, porque ya no va a haber películas”, completó con ironía, en referencia a la completa inactividad en la que en 2024 se encuentra sumido el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (Incaa), organismo encargado entre otras cosas de fomentar la actividad cinematográfica en el país.
Calcagno sostuvo que “las películas argentinas independientes tienen su público”, lo que ocurre es que “no es el mismo que el de otras películas” y sus espacios, por distintas razones, no suelen ser las salas del circuito comercial. “Tengo alumnos que nunca ven cine argentino, ni en las salas ni en las plataformas de streaming. Entonces no es solo que no hay espacio donde verlas, sino que hay espectadores que ni siquiera quieren verlas”. Antes eso, destacó la importancia de espacios informales o independientes, como los cineclubes, en donde el encuentro de las películas con su público “todavía es posible”.
A continuación, Campos se reconoció “optimista, a pesar de la situación, porque considero que las crisis son oportunidades”. “Córdoba no tiene un festival de cine grande como otras ciudades importantes y un poco los cineclubes funcionamos como un festival que dura todo el año. En este tiempo hemos visto como muchas salas se abrieron y cerraron, y como la diversidad de la programación en salas comerciales ha sido brutalmente achurada. Por eso uno empieza a tomarse seriamente el trabajo de entrar en contacto con las películas y ofrecerles una pantalla para que puedan encontrarse con su público”, continuó.
“Nuestro cineclub programa mucho cine argentino y cordobés sin habernos propuesto reemplazar la cuota de pantalla, una medida que nunca se cumplió y que el gobierno actual terminó de desarticular. Lo hacemos porque nos interesa y porque también hay un público interesado en verlas”, agregó Campos. “Uno difícilmente quiere lo que no conoce y por eso hay que esforzarse para hacer que el cine argentino y su historia comiencen a ser conocidos. Ese es uno de los desafíos que tenemos los cineclubes”, concluyó.
A partir de esa misma idea, Müller vinculó su trabajo en el cineclub Dínamo con un deseo visceral. "Hago el cineclub porque me gusta. No me gusta mucho el lugar ese de refugio o resistencia, realmente pienso que la gente no puede elegir lo que no conoce”. También considera importante entender al “cine como lugar social, como un lugar de encuentro que se potenció después de la pandemia”. “Ver cine en una sala ahora es un poco contracultural, porque el cine ya no ocupa ese lugar central que tenía hace 20, 30 o 60 años. Los hábitos de consumo cambiaron y la salida al cine los fines de semana ya no es una cita obligada. Pero cuando se ofrece una oportunidad de ver cine en una sala la gente se acerca”, señaló.
Müller también consideró que la crisis actual puede representar “una oportunidad para generar una red de estos espacios para ir a ver películas, para corregir esta burocracia tan rígida que todavía tiene el Incaa y para resolver algunas necesidades de los distribuidores”. “Hay que volver a la idea de que el cine es un lugar de encuentro y un hecho social, que es un poco lo que en parte nos reúne en Contracampo”.
Sin embargo, Sonzini recordó que existen muchos cineastas que todavía no aprendieron a vincularse o a valorar estos espacios que crecieron sobre el margen del circuíto tradicional. “El problema es que los directores argentinos quieren estrenar sus películas en los mismos dos o tres espacios, como la sala Lugones, el Museo de Arte Latinoamericano (Malba) o el cine Gaumont, y no conciben la posibilidad de salirse de ellos. Y ese es un problema muy grande, porque hay otros lugares que también son atractivos, que tienen un público propio. Hay una potencial red de cineclubes de todo el país que debería ser una herramienta muy deseable para que las películas puedan verse”.