La ignorancia puede tener múltiples causas, que llegan incluso a la imposición, la imposibilidad de acceder a una formación cultural por cuestiones económicas, de pertenecer a una clase sometida por la crueldad capitalista. Mal se le puede enrostrar falta de conocimientos a un pibe que a cortísima edad tiene que salir a laburar para ayudar a su familia y restar tiempo escolar. La ignorancia no es necesariamente una elección.

Pero a veces sí.

Y lo que resulta llamativo, más aún que el débil andamiaje de algunas mentes, es aquel que se pavonea en su ignorancia. Que alardea de ella. Que se pone la camiseta. Dos escenas de los últimos días grafican el concepto: Carlos Pirovano, economista al frente del Instituto Nacional del Cine y Artes Audiovisuales, asegurando que ver cine argentino "es la peor tortura" (término de por sí poco feliz en un país que tuvo Fuerzas Armadas torturadoras) entre el coro de risotadas de un canal de streaming libertario. Leonardo Cifelli, Secretario de Cultura que no leyó Cometierra pero quiere censurarlo, afirmando en una entrevista con Eduardo Feinmann que "se filmaban bodrios". Al ignorante no le entran los argumentos de la sólida reputación del cine argentino en todo el mundo, sus premios en múltiples festivales, su potente marca de identidad nacional. Cree saber más que Thierry Frémaux, director del Festival de Cannes (de ser interrogado sobre el asunto quizá contestaría "Segundo Francia, jajaja", entre más risotadas). Ni siquiera se detiene en el argumento que más gusta a los burócratas del Dios Dinero, que el cine argentino genera divisas y mueve una industria que potencia el desarrollo económico del país. Ni la tentación de la guita consigue sacudirle la sesera.

El ignorante se cree provocador, aunque esté dando un espectáculo penoso. Y cuando existe el riesgo de que ese penoso espectáculo sea señalado, hace lo mismo que los trolls compadritos de X que en la calle salen corriendo. El fin de semana pasado, el presidente del Incaa había confirmado su presencia en una mesa debate del festival  Contracampo, ideado como muestra paralela al Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, como usina de ideas para contrarrestar la devastación cultural del gobierno de Javier Milei. Pero cuando le advirtieron que sus declaraciones sobre el cine argentino como forma de tortura seguramente tendrían respuesta, alegó "razones de seguridad" y se hizo la rata. Es comprensible. No es lo mismo un foro de expertos conocedores de fortalezas y debilidades de la producción audiovisual argentina que un estudio de libertarios con micrófono.

Es preocupante el argumento de "películas que no veía nadie". Bueno, preocupante para quienes no gustan de ventilar ignorancia. Más allá de la obviedad de que las películas "que ven todos" son precisamente las que no necesitan ningún tipo de apoyo, es dable analizar el juicio estético detrás de eso. El ignorante se respalda en la seguridad de lo conocido, lo que no se sale de norma, lo que va de A a B sin rarezas ni inventos. Un cine de plantilla. En estos días, las pantallas de multicines presentan Gladiador 2: un soldado romano es traicionado, asesinan a su familia, es vendido como esclavo, se convierte en gladiador y termina venciendo al poder imperial en la arena del Coliseo. Si el argumento suena idéntico a la primera Gladiador es porque efectivamente lo es. Quizá porque la primera recaudó 500 millones de dólares, "la vieron todos".

Algo similar puede apreciarse en la plataforma Disney+. En Alien: Romulus, una pequeña tripulación se enfrenta en el reducido espacio de una laberíntica nave a una  predadora especie extraterrestre. Todos irán cayendo hasta solo quedar la joven protagonista, que destruye a la última criatura y se introduce en una cápsula criogénica para continuar el viaje. Si la trama suena idéntica a la de Alien (1979) tampoco es casualidad. La "variante", si se quiere, es que en este caso la joven no se salva junto al gato Jones o la niña Newt de Aliens, sino con un "humano artificial" defectuoso. La saga Alien también "la vieron todos". Ridley Scott no necesita ninguna ayuda para mantenerla en el candelero.

Será que al ignorante lo tranquiliza que todo suceda de acuerdo a un plan, que nada cuestione sus ideas sobre el mundo y el arte, que no haya historias originales, rupturistas, revisionistas. Que haya muchos bañeros más locos del mundo y nada de esos y esas cineastas que obligan a complejos funcionamientos de la máquina cerebral, bodrios de pensar. Está bien, cada quien tiene el derecho de defender sus gustos. Pero vestir con orgullo la camiseta de la incultura, y pretender que el mundo alrededor coincida, celebre y aplauda con gestos de superioridad, parece demasiado.

No es la primera vez que sucede. Basta revisar la producción cinematográfica argentina  a partir de 1976 para encontrar muchos más ejemplos de cine "que ven todos" por sobre títulos que representaban otra identidad cultural. Fueron tiempos descorazonadores para la creación audiovisual argentina. Pero la creación no murió. El cine argentino supo volver a abrirse paso, por potencia artística, por diversidad y porque desde el Estado hubo quienes comprendieron la importancia de esa identidad. Hubo sistemas más o menos eficientes, hubo aciertos y errores, pero lo que nunca estuvo en duda es la cantera inagotable de talentos que sigue siendo este país, y la necesidad de que tengan un entorno que les permita desarrollarse y salir al mundo, donde el cine argento es conocido y apreciado. Talentos que no se merecen el destrato, el desprecio, la invitación a crear enfrentando como puedan a las leyes de un mercado que tiende al cine de plantilla. Talentos a los que no solo les duele que el Estado se retire de sus responsabilidades. Les duele que todo se vaya convirtiendo, otra vez, en una inexplicable celebración de la ignorancia.