Hablemos de dos temas que preocupan a la sociedad de nuestros días, a saber: a) la posibilidad de que existan milagros en este mundo desencantado; b) la inminente toma de conciencia reflexiva de la IA, esa ‘singularidad’ que detone la extinción –por fin, diría Schopenhauer- de la especie humana.
Si a alguien, con toda razón, le parece complejo conciliar ambos temas le tranquilizará saber que, también, hablaré de Maradona, ese celestino capaz de lograr que los polos extremos de una antinomia terminen copulando.
Empecemos por los milagros.
Este 25 de noviembre se cumplieron cuatro años del regreso de Diego a la dimensión a la que siempre perteneció. Digresión: está claro que un milagro, en tanto omite las leyes naturales, bien podría desatender los caprichosos imperativos del almanaque. No voy a hacer, por supuesto, una fenomenología de lo sobrenatural, pero supongo que, en tanto el milagro es un evento concebido para exaltar la precepción de los seres humanos, no es extraño que parezca acontecer en fechas específicas, no porque ‘solo’ ocurra en ellas, sino porque un inevitable sesgo hacia lo sagrado nos hace prestar atención a señales que un día cualquiera pasaríamos por alto. Así pues: el 22 de junio, el 20 de octubre o el 30 de octubre son fechas propicias para el despliegue de lo ‘sobrenatural-maradoniano’.
Mucho se ha especulado sobre los milagros futboleros de Diego; los que hizo en vida, –nadie es capaz de hacer milagros postmortem si no demostró hacerlos cuando existía-, y los que habría obrado como causa eficiente oculta en muchos logros deportivos –por ejemplo, de la selección nacional o del Nápoli- posteriores a su viaje. También están, claro, esas apariciones, tal vez exacerbadas por el duelo de sus deudos –o sea todos los maradonianos- que inducen a verlo en nubes, puestas del sol, espuma de cerveza, mandalas, coreografías de chimichurri, manchas de humedad, arabescos en el césped o zonas íntimas mal depiladas.
Prefiero, antes que estas desmesuradas hazañas deportivas o esas icónicas irrupciones -que no discuto como señales inequívocas de su presencia- citar otros prodigios. Dicen que el 25 de noviembre de 2021, en Australia, ante el estupor de los encargados del prestigioso Melbourne National Aquarium, se escaparon todas las tortugas que había en el lugar. Dicen que, en 2022, un 20 de octubre, se optimizó la vigilancia con cámaras, rayos infrarrojos y custodios… y las tortugas volvieron a escaparse. Afirman también –y este, creo, es el verdadero milagro- que en 2023 un grupo de científicos fue a investigar el hecho… y las tortugas ni se movieron del lugar porque, como es sabido, los milagros ocurren cuando quieren, no cuando alguien quiere estudiarlos. Dicen que un 22 de junio, en un potrero de Glasgow, la pelota no se manchó durante todo el partido. Salida como de una casa de deportes luego de rodar por un terreno al que un cerdo le hubiera escapado, el balón inmaculado se convirtió en motivo de adoración en tierras escocesas, tan afectas a lidiar con fantasmas. Aunque nadie quiere reconocerlo, un equipo de investigación inglés se abocó al estudio de la misteriosa pelota procurando, por supuesto, desencantar cualquier conjetura, y llegando a conclusiones que, como sabemos, suelen ser más estrafalarias que los milagros: que una falla en la confección del balón le habría producido unas costuras que actuaban como canales barrosos, que las lluvias de Glasgow se habrían contaminado de los desechos de las fábricas y entonces el agua ácida dispersaba el lodo... Dicen que un escocés, integrante del grupo de investigadores, sonrió con sorna mientras murmuró para sí: “Los sigue enloqueciendo…”. Por último, el más maradoniano de los milagros de este tipo: cuentan que un empresario norteamericano se encontraba monitoreando pozos petroleros en Medio Oriente; de pronto lo abrasó la sed y, casi desesperado, le rogó a una especie de beduino que le convidara un trago de su cantimplora. El enigmático hombre hizo un ademán como de sacar algo debajo de su thawb… y le tiró una anchoa.
Relato –aunque, nobleza obliga, no sé si califica como milagro- esta anécdota que da por veraz el escándalo que se produjo en la casa de Peter, el arquero inglés, un 30 de octubre: el hombre llegó sin avisar a su casa y descubrió a su esposa, en la cama… viendo videos de Diego.
Vamos ahora a los misterios-milagros propiciados por la IA. Hay, por cierto, extraños casos de ‘rebelión de las máquinas’; dispositivos de IA que desarrollaron, no un tipo de inteligencia reflexiva, sino algo mejor: cierta viveza típica del Conurbano. Son casos, obviamente, que tienen a Diego como factor común.
Uno. A diez dispositivos IA los programaron con millones de imágenes de la historia del fútbol… menos con la data de “Argentina-Inglaterra 86’”; se detiene la imagen un nanosegundo antes de que Diego reciba el pase del ‘Negro’ Enrique y se les pregunta: “¿Qué sucede después?”. Las respuestas son un desfile de errores y manotazos de chat, pero el chat (ejem) número 10 dijo: “Nació en Fiorito, es capaz de hacer cualquier cosa”.
Dos. Hace poco le preguntaron a un chat qué opinaba sobre los ‘dos goles de Diego a los ingleses’, y el ¿aparato? contestó algo más propio de la agudeza de Fiorito que del pragmatismo de Silicon Valley; dijo el chat: “¿Cuándo van a distinguir los humanos entre esas dos jugadas, y dejar de nombrarlas como si fueran parte de un mismo acontecimiento? El segundo gol, el más importante de la historia del fútbol, se lo hizo Diego a la selección inglesa; el primero, el más importante de la historia argentina, se lo hizo Diego a Inglaterra”.
Tres. A alguien, como jugando, se le ocurrió preguntarle a otra IA cómo interpretaba aquel legendario exabrupto maradoniano: “Que la sigan mamando”; la respuesta del dispositivo, a modo de pregunta, desconcertó a los tecnócratas: “¿No se estaría refiriendo a esa gente del fútbol que vive de rodillas?”
Cuatro. Hubo un proyecto secreto para realizar un informe exhaustivo, provisto de pruebas irrefutables, simulaciones futuristas, hologramas y recreaciones en retrospectiva; que confirmara la fraudulencia del primer gol de Diego a Inglaterra en el Mundial. El obvio propósito era reclamar la anulación del partido y, como consecuencia, abolir la obtención del título por parte de la selección dirigida por el doctor Carlos Bilardo. Un equipo de abogados ya tenía preparado el mamotreto leguleyo cuyo veredicto estaba escrito, por supuesto, antes que las pruebas. Ese VAR buchón pondría, por fin, ‘justicia’ ante esa ‘trampa’ comprobada en el discurso y en el sentido común, pero nunca homologada de manera fehaciente. El experimento, rodeado de mayor sigilo que aquellos realizados en el ‘Área 51’, no saldría a la luz hasta que no estuviera todo el material codificado y probado. Estirando los bordes de la infamia, el equipo ‘antimaradoniano’ decidió que, como una especie de guiño feroz, haría el anuncio un 22 de junio.
Una ansiedad propia de los momentos previos a la partida de un cohete o del experimento Manhattan precedió al momento esperado.
Inesperado, como los milagros, porque en todas las imágenes –en todas- que proveyó ese VAR infalible, se ve a Diego saltar luego del pase de Valdano… y meterle un hermoso cabezazo a la pelota para que vaya a dormir dentro del arco de Peter Shilton. ¿Mano? No, cabezazo; ¿puño? No, cabezazo. Hubo cachetadas a los teclados, como un viejo tratando de reparar una tele o un pibe tratando de despertar a su amigo borracho, hubo reclamos ante la ineficacia de empresas que se jactan de haber abolido todo azar. Y hubo, finalmente, la certeza pasmosa de estar ante un histórico fracaso, que es la forma que tienen a veces los poderosos de llamar a un milagro.
Afirma –sí, otro escocés- que, como si esto fuera poco, durante algunos segundos (diez, más exactamente) en todas las pantallas en las que brillaba la palabra VAR, una ‘B’ larga usurpó la primera letra de la sigla.
A Gaby Gómez (Deportivo Norte)