Ostende es un balneario en Pinamar creado a semejanza de la Ostende de Bélgica. También es el lugar de ambientación y el título de la nouvelle que marca el retorno de Virginia Ducler a la ficción tras la resonante memoir Cuaderno de V (Mansalva, 2019).

El sábado, la presentó en la librería rosarina Oliva Libros junto a las editoras del sello feminista Bocaspintadas, que acaba de sacarla de imprenta, y en amena conversación con su colega Federico Aicardi, quien la definió como la historia de "unas vacaciones incómodas". 

Ostende es el cuarto título editado en Argentina por esta escritora rosarina, quien a partir de una edición española en 2015 de sus cuentos, reunidos como Los zapatos del ahorcado, comenzó a publicar en forma de libro su obra, hasta entonces dispersa en diarios y revistas. Enseguida firmó contrato con Casagrande por El sol (2016), nouvelle con la que Ostende se conecta a través de vasos comunicantes. Para quienes venimos leyéndola, es pura dicha ver constituirse un universo Virginia Ducler, con un tono de voz consistente y una calidad de escritura que se disfruta a cada frase.

Como no podía ser de otra manera, Virginia Ducler comenzó la presentación con un agradecimiento a Andrea Fiorino, cuya foto presidió el evento desde la mesa. La actriz, cuya reciente muerte abrió una herida en la cultura rosarina, se había lucido con el drama cómico unipersonal El destino de los huesos, basada en un texto inédito de Ducler. "Mi primer libro publicado no lo fue en papel ni en digital, sino en el cuerpo y la voz de Andrea Fiorino", recordó la autora de Ostende. "No la despido con tristeza, sino que me dan ganas de aplaudir. Terminó la obra, baja el telón...". Y la Fiorino recibió un aplauso cerrado, unánimemente decidido. "La conocí por la obra Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, y paradójicamente estamos hablando de ella", dijo.

Este humor discretamente oscuro refulge en su obra. "Se pierde en el baño mientras me dispongo a cocinar", leyó. "El cuchillo picando la cebolla dialoga con el agua de la ducha. Mis ojos lloran el ácido que sube hasta mi cara, y las lágrimas de la cebolla traen una memoria de dolor, una pena antigua cuya causa ignoro. Las lágrimas no dejan de formarse a pesar de que ahora es una zanahoria lo que pico". Sonó una carcajada seca. O más de una. "Escribo para que la vida no sea un fracaso", fue una de las frases que la autora improvisó en respuesta a Aicardi, ambos empeñados en no hablar de sí mismos.

Romina, esa mujer que llora en la ficción, es una madre maltratada por su hija Sara, pero nada de eso se nos dirá en el libro: ninguna queja, ninguna concesión al rol de víctima. Narración y diálogos se deslizan por la superficie impecable de un acontecer mostrado, sin digresiones ni juicios. La narradora se abstiene de opinar por fuera del mundo representado. No hay apelaciones al lector ni miradas a la cámara. 

La ética de la abstención funciona con un resultado impecable. Le tocará a quien sea que lea valorar moralmente, pasar de la comicidad a la angustia ante la díada de una hija tirana y una madre complaciente, atrapada sin salida con el monstruito que ella misma ha criado.

La tapa de Ostende.
 
 

 

En el plano de lo representado, Ostende nos ofrece una ficción verídica o casi verídica, un hiperrealismo sin maquillaje, equivalente literario de lo que en cine fue el Dogma 95. El verosímil es contemporáneo. Quien haya sido testigo íntimo o protagonista de una de estas relaciones actuales entre madre e hija, donde los términos del abuso se invierten respecto de generaciones anteriores y es la generación más joven la que detenta el poder (que por supuesto le fue cedido en algún momento por la generación mayor), creerá estar viviendo adentro de esta historia. 

Al mismo tiempo, en el plano del arte de la representación, la prosa trasluce un deleite en la escritura que se contagia a través de su exquisita calidad. Virginia Ducler es una maestra de la epifanía, como ya lo demostró en su nouvelle anterior: Sólo soy uno que llora (2020, UNR, colección Confingere). Aquí también, el tiempo vacío de acontecimientos (frase aplicable a un veraneo, pero que en su acepción original era una descripción del infierno) habilita el silencio necesario para dar a sentir la existencia en toda su cruda belleza. Y nada es banal, porque todo lo es.

"En la quietud sospecho la indiferencia de las cosas, camino por el parque, la vida no se inmuta, nada sabe que existo... Con la taza vacía en una mano recorro el caminito que lleva al mar. La arena y el mar siguen ahí, como todos los días, como hace miles de años", escribió Ducler. 

Pero pasan cosas. Habrá peripecias, y desde el comienzo se nos promete que sucederán. El círculo abierto al principio se cerrará al final. Aparecerá en la cabaña de al lado un vecino seductor que prefigura sexo, con un hijo vulnerable y una esposa que se revelará más perversa de lo que parecía. Es de ellos y de su tragedia que tendrán que desenredarse velozmente Romina y Sara, en un desvío inesperado entre el cumplimiento de ambas promesas: un final abierto y cargado de inesperado suspenso.

"Me gusta veranear en las sierras; el mar me incomoda. Pero escribo sobre lo que me incomoda", dijo Ducler. En las vacaciones (ese lujo otrora popular de una clase media en extinción, esa disrupción en el acontecer cotidiano) suelen depositarse expectativas contradictorias de descanso y aventura: un mandato de disfrute. 

Ya en el tercer capítulo se abre un portal hacia El sol. "Hace unos diez años me escapé sola a Uruguay, y a Ella la dejé con el padre. En ese viaje desconecté el celular. Además estaba en Cabo Polonio, donde no había señal". En la nouvelle de 2016, la playa era nombrada como un "aquí". En el párrafo de 2024, se nos arroja alguna migaja más de información. Sin embargo, en El sol, la narradora dice "hijos". Y todo parece indicar que Sara, o Sari, es hija única. ¿Hasta qué punto "es" ella, Virginia, ese yo de sus libros? La pregunta ingenua del lector de realismo asoma cada vez. Y la respuesta es siempre literatura, disfrutable literatura.

Igualmente ambigua es la ilustración de la tapa del libro: ¿un autorretrato? Integra una serie de pinturas inéditas de Virginia Ducler, basadas en los arcanos mayores del Tarot. Hace serie con la tapa de Cuaderno de V, ilustrada con una foto que tomó un ya célebre Carlos Saldi a una pequeña Virginia Ducler durante su traumática infancia en los años 70, de la que habla en aquel libro. 

Salvo aquella, las nouvelles de Ducler son autoficción, que no es autobiografía ni memoir. Pero en ellas la ficción no es mentira, sino una lupa de narrativa magistral sobre la experiencia real: "ese sustrato vivo", como dijo la autora.