El ataque a través de la denostación y difamación de una serie de libros que circulan en el ámbito educativo de la provincia de Buenos Aires, fomentado por funcionarios políticos, transparenta una vocación represiva. Muestra, además, el problema que se les presenta a ciertas posiciones de aspiraciones totalitarias frente a la ficción. Lugar donde la verdad puede expresarse en su variedad; a esa juntura Lacan designó con un neologismo: “varidad”[1].

Si la verdad tiene estructura de ficción es justamente porque no puede ser toda dicha. Lo que la ficción articula poéticamente en su juego con las palabras rebasa toda pretensión de concebir el lenguaje como unívoco. La ficción materializa la diversidad de formas con las que el ser hablante se las arregla para sostener una escena en el mundo. Un texto escrito testimonia ese modo singular de arreglárselas y abre para otro, el lector, la experiencia de interpretar.

Creer que lo escrito podría producir una transformación calculable en el lector reúne para algunos un temor y un anhelo. Sería el sueño del amo impartir textos en los que fuera posible anticipar su incidencia sobre el lector, y en simultáneo, sacar de circulación aquellos en los que cree que pierde el control. En cambio, sabemos que la lectura, lejos de constituir una absorción pasiva de contenidos, puede erigirse en un acto donde el sentido se pluraliza, se abre, se conmueve y se agujerea. En palabras de Ricardo Piglia, “un lector es también el que lee mal, distorsiona, percibe confusamente (...)”[2]

La experiencia de la lectura puede producir una transformación subjetiva en la que, lejos de concluir en un “adoctrinamiento”, como a algunos les gusta llamar, deja abierta la puerta a una elección, la herejía de “leer de otro modo”[3], leer en conformidad con algo propio, leer en sintonía con lo más singular de cada uno. Desde esta perspectiva, cada texto parece decirle algo distinto al lector, no hay calculo posible sobre la incidencia o efecto que pueda tener. Justamente la equivocidad da lugar a las interpretaciones y leer es interpretar. En un fragmento de la novela La Caverna, José  Saramago lo dice de un modo muy hermoso: “Entonces tendrás que leer de otra manera. Cómo. No sirve la misma forma para todos, cada uno inventa la suya, la suya propia, hay quien pasa la vida entera leyendo sin conseguir nunca ir más allá de la lectura, se quedan pegados a la página, no entienden que las palabras son solo piedras puestas atravesando la corriente de un río, si están allí es para que podamos llegar a la otra margen, la otra margen es lo que importa. A no ser. A no ser, qué. A no ser que esos tales ríos no tengan dos orillas sino muchas, que cada persona que lee sea, ella, su propia orilla, y que sea suya y sólo suya la orilla a la que tendrá que llegar.”[4]

Si los regímenes e ideologías de aspiraciones totatalitarias a lo largo de la historia han quemado libros es porque ubican en la lectura un peligro. El censor no solo anhela la univocidad sino que además teme los desvíos en las lecturas, quiere anticipar las interpretaciones, desea una lengua muerta que diga sin fisuras cómo deben ser las cosas, la fijación de un orden del mundo a través del lenguaje. Es por ello que, tal como lo precisa Jacques-Alain Miller, el psicoanálisis no es posible allí donde no hay libertad de palabra, porque el análisis es una invitación al decir y al acto de leer el síntoma en ese decir. Es a través de la lectura, de otra lectura, como es posible que el analizante tome distancia del régimen de repetición que lo agobia.

Se trabaja con un texto, un texto que se lee en los embrollos de lo que se dice. El analizante es invitado a leer la escritura que lo constituye, pero también a ubicar lo ilegible. El análisis invita a leer de otra manera, esa otra manera no es Una, sino a producir a través del equívoco el punto de inconsistencia que yace en cualquier empuje al todo, al que el analizante se encuentra fijado del lado del sentido y del goce. La lectura puede dar paso a una elección porque es la vía por la que se puede producir un efecto no-todo. Cuando la lectura logra introducir ese efecto de vaciamiento puede resonar otra cosa, otro tipo de satisfacción.

Leer es advertir que lo que se presenta no es. Que hay dobleces, complejidades, relaciones a descubrir y puntos de inconsistencia. En la lectura no hay ingenuidad sino intención de captar otro orden en las cosas. El lector subvierte lo que está escrito, pone en juego sus propias marcas, escribe otro texto mientras lee. Arrimándose a esas orillas, leer puede ser una buena respuesta al malestar.

Ramiro Tejo es licenciado en Psicología (UNLP). Asociado a la Escuela de la Orientación Lacaniana Sección La Plata.

Notas:

[1] Lacan, J. Seminario 24. Inédito. Clase del 19 de abril de 1977.

[2] Piglia, R. El último lector. Editorial Anagrama. Barcelona. 2005.

[3] Lacan, J. Seminario 25. Inédito. Clase del 10 de enero de 1978.

[4] J. Saramago. La Caverna. Alfaguara. Madrid. 2003.