Cincuenta años en América latina producen cambios que es más difícil calcular que en otros sitios. En el ámbito de la literatura, transforman o coronan un texto que ya era grande cuando nació (Yo el Supremo apareció en junio de 1974) en un monumento novelístico del siglo XX, y que tiende a seguir creciendo. Ya al comentarla, Juan José Saer la calificó como una ”suma narrativa”, “cuyo rasgo principal es la desmesura” y “tiene la inteligencia de introducir en el libro la problemática literaria rigurosamente contemporánea del momento en que lo escribía”; por su parte, Ricardo Piglia dijo en La Opinión: “Si se quiere ver qué niveles puede alcanzar una práctica revolucionaria en literatura léase Yo el Supremo de Roa Bastos: esta novela admirable, sin duda la mejor que ha producido la narrativa latinoamericana desde La vida breve. Y coincidentemente, importantes críticos latinoamericanos como Josefina Ludmer, Noé Jitrik y Ángel Rama la elogiaron fuertemente, mientras que el fino poeta mexicano y sabio crítico, recientemente fallecido, Jorge Aguilar Mora, al aparecer, escribió: “En este texto la repetición de la historia no se da como parodia, porque son los hechos los paródicos. Por eso este dictador no lo es en el sentido histórico de la palabra sino en el sentido etimológico: no dicta para que sus palabras sean hechos; ordena para que sus actos sean dictados”. Yo el Supremo como texto global es una gran mentira histórica que cree en sus propias mentiras”.

El talento de Augusto Roa Bastos se prodigó en actitudes asumidas en campos muy diversos de la vida, orientadas siempre a la defensa de los pueblos americanos y amerindios, de nuestras lenguas y culturas, de nuestros derechos, de nuestro espacio geográfico y geopolítico, y de nuestro futuro. En todos estos aspectos, su comportamiento fue ejemplar, sin gestos altisonantes ni lucimientos personales, como quien hace lo que debe, obedeciendo a un mandato interno, no porque esté pensando en sí mismo sino en los otros. Pero donde su sabiduría se condensó, tal vez también por mandatos internos, pero más desconocidos, más ignotos, allí donde se concentró, fue en el ejercicio de la literatura, que, entre todas sus pasiones, que fueron muchas y de la más diversa índole, era su pasión más absorbente y principal: la práctica poética, la ficción, la creación de mundos novelescos, a los que probablemente se proyectó en sus tempranas lecturas de Don Quijote de la Mancha, de Blaise Pascal, de Michel de Montaigne, de los autores norteamericanos, rusos, italianos y alemanes contemporáneos, de nuestro Jorge Luis Borges, cuyos textos conocía de memoria.

Todo ello le permitió escribir (aquí, en la Argentina, como buena parte de la obra, dicho sea de paso, de otros grandes escritores latinoamericanos: Rubén Darío, Alfonso Reyes, Juan Carlos Onetti), excelentes cuentos, numerosos relatos y novelas y, muy especialmente, Yo el Supremo, traducida ahora a numerosas lenguas.

 

PASADO PERPETUO

La novela toma un tramo fundamental de la historia del Paraguay, el de la Dictadura Perpetua de don José Gaspar Rodríguez de Francia entre 1814 y 1840 (a quien a lo largo de 465 páginas no se nombre ni una sola vez), y sus intentos, muy discutidos y muy polemizados, por construir una nación independiente y próspera. Es, pues, una novela esencialmente paraguaya, que da cuenta de su pasado y que también se remonta al presente del país, y escrita en una lengua española deslumbrante, trabajada, descompuesta, recompuesta y enriquecida por la lengua guaraní, pero que, como toda gran creación artística, no deja de transparentar, intencionada e inconscientemente, el momento y el lugar en que la misma se realiza, aunque esté referida a otro lugar y a otro tiempo.

Por ello, esta novela mayor respira muy profundamente la atmósfera que vivíamos en la Argentina durante la década del ’60 y principios de la década del ’70, época en la cual imperaba la discusión sobre el destino de América latina y sobre la política nacional y, acompañándola, abundaban la circulación de los saberes, la discusión teórica, la polémica sociológica, histórica, psicoanalítica y aún semiótica y literaria, hasta sobre las formas mismas de narrar. Augusto Roa Bastos captó como muy pocos escritores ese clima cultural, y lo infundió a su novela, en la que hay innumerables huellas del presente y del pasado argentinos, de sus aspiraciones, de sus ensoñaciones y de sus mitos. Fue, acaso, por esa vía, indirecta, simbólica, poética, que unió en muy alto grado, a través de su persona y de su obra, a nuestras culturas, a nuestros pueblos.

En efecto, Roa Bastos no habría podido escribir esta novela si los ramalazos de la historia no lo hubiesen traído, muchos años antes, a Buenos Aires. Huyendo de las sangrientas alternativas de revueltas, censuras y represiones en Paraguay, llegó a estas costas en 1947. Y aquí había crecido, se las había ingeniado para sobrevivir. Y, sobre todo, para no morir por dentro. Es decir, para seguir escribiendo: El trueno entre las hojas, de 1953, le otorgó, además, notoriedad. La película de Armando Bó con Isabel Sarli, y los guiones que siguieron (Sabaleros, La sed, Shunko), la inesperada, la temida fama. Vinieron, después, libros de cuentos, esbozos, hallazgos. Hijo de hombre, un conjunto de relatos que tuvo la inteligencia de transformar en novela, le permitió acceder al premio del Concurso Internacional de Narrativa 1959 de la Editorial Losada, con un prestigioso jurado entre los que estaba un futuro Nobel, Miguel Ángel Asturias.

Iba camino de la celebridad, pero, aún, sin el gran texto que lo definiría. La obra que cada uno lleva dentro y que pocas veces tiene la suerte o, como él, el talento de plasmar y de comunicar. Esa obra que, sin duda, había estado macerando durante toda su existencia y que ahora había nacido, después de innumerables noches de vigilia y, como contaba en las muchas charlas que tuvimos, hasta de insultos y descabelladas peleas, mano a mano con el dictador.

Yo el Supremo pone en discusión las posibilidades y los límites del poder absoluto, en el Paraguay y en todas partes. Hay una “circular perpetua” que recorre la novela y es la síntesis de sus contradicciones (“Voy a dictarte una circular a mis fieles sátrapas”. Todas las referencias son de la primera edición). Pone también en discusión la Historia y sobre todo la Historiografía. Pero, obsesivamente, pone en cuestión la escritura misma en el permanente dictado que el dictador hace a su escribiente Patiño, a quien entre otras decenas de cosas dice: “Cuando te dicto, las palabras tienen un sentido; otro, cuando las escribes”. “Escribes lo que te dicto como si tú mismo hablaras por mí en secreto al papel”. Por eso Roa Bastos declara en algún reportaje que trata de acercarse a una ¿utópica? “literatura colectiva”, que es la que escriben los pueblos, no los individuos.

Al demostrarse internamente aquella falta de conocimiento de la verdad, aquella necesidad intrínseca de a-referencia, de incoherencia, se introducen elementos nuevos para invalidar ciertas pretensiones mesiánicas, la proclamación del escritor latinoamericano como poseedor de un saber, de una conciencia crítica sin la cual los pueblos de nuestro continente vagarían en el desconcierto. El escritor, en este texto, se desplaza, en cambio, dentro de un dificultoso terreno que va del testimonio aparentemente más directo a la expiación, y ese desplazamiento, esa fluencia, impiden la cristalización de una conciencia crítica, ya que ella es constantemente puesta a prueba por un juicio autocrítico que la obra misma aporta bajo signos de culpabilidad. Hoy, estos signos alcanzan extremos auto incriminatorios cuando a través de la voz del Supremo se señala el carácter inútil, pestífero, hasta excremental de la escritura, y esas acusaciones, a la vez que dan cuenta de la ambigüedad fundamental en que se debate la actividad del Compilador, reequilibran desde el interior de los textos el narcisismo de un pretendido sacerdocio.

Con relación al tema, dijo el propio Roa Bastos en una entrevista de 1975 en Hispamérica: “He adquirido, si no una mayor capacidad de visión, por lo menos una mayor humildad para sentir que no soy un chamán, un sacerdote que puede realizar una liturgia sobre la acción de las cosas sino tan solo un mediador que contribuye con su escritura a la develación de algunos aspectos de esa realidad”.

El escritor, en esta obra narrativa, puede testimoniar (y efectivamente lo hace en numerosos relatos) sobre el estadio social y político de Latinoamérica, sobre las luchas, las derrotas, la constante resurrección de un pueblo; este aspecto de su tarea lo convierte sin duda en portavoz de necesidades y anhelos. Evitar, en tales casos, el desliz hacia actitudes oraculares sólo es posible cuando a aquel aspecto se lo conjuga con la comprobación de quien, queriendo estar con su pueblo, está separado, distanciado de él, hasta el extremo de convertirse en un tránsfuga y en un traidor cuando, arrancado de su tierra, no cumple con sus mandatos ni con los de su historia.

Los 70 eran, entonces, el caldo de cultivo de todas nuestras experiencias: el peronismo, creciente y reivindicatorio, imperaba por un lado; las izquierdas, por el mismo lado y también por otros; los intelectuales y la fabulación teórica local, siempre pendientes de lo que sucedía en Europa, pero también fértiles, activos, altivos, desparramaban textos y saberes con generosidad inédita. El catálogo de la propia editorial Siglo XXI Argentina, que publicó Yo el Supremo, con dibujos especiales de Carlos Alonso, era una demostración del clima en que vivíamos. Escrita enteramente en la Argentina, con todos los ingredientes de los caudalosos 70, donde no faltan Perón, Borges, Macedonio, y también Levi Strauss y Derrida, el Nouveau Roman, Marguerite Yourcenar, Robert Musil y los Surrealistas.

Todo ello está presente y actuante en Yo el Supremo: don José Gaspar Rodríguez de Francia se dice un león herbívoro, como nuestro conocido General, y como él arenga “conducción” y “verticalidad”; por su boca o la del compilador hablan Blaise Pascal, Raymond Roussel, los autores del “nouveau roman”, Robert Musil, Jorge Luis Borges; el Supremo imparte a su amanuense Patiño una soberbia “lección de escritura” a la que no son ajenas las lecturas argentinas, atentas y anticipadas de Claude Lévi-Strauss, Roland Barthes, Jacques Lacan, Jacques Derrida; Roa Bastos crea un personaje importante de la novela, totalmente construido, “antiguo prisionero de la Bastilla”, Charles Andreu-Legard (anagrama poco oculto del verdadero nombre del profesor cátalo-francés que nos llevó a ambos a Toulouse, Jean L. Andreu, y de nuestro mítico cantor nacional): la Argentina lo había marcado, y su texto estaba contagiado de este país, de Buenos Aires, de sus reuniones de café, sus discusiones políticas, culturales, de sus mitos.

Coincidentemente, el mismo Roa Bastos declaraba, poco antes de la aparición de esta novela, a la revista Crisis de Buenos Aires. “Entendí siempre que a mí lo que me interesaba más que los hechos concretos, que los hechos reales que se pueden narrar en una historia, en un estudio o en un ensayo, era el hallazgo de mitos reveladores”.

Lo importante no es, como puede verse, la coherencia externa del relato ni su fidelidad al mundo exterior ni, en última instancia, el conocimiento de las llamadas cosas concretas; lo que importa para la ficción es esa capacidad que el relato tiene de cambiar, de volver sobre sí mismo, de dar vuelta o variar o trocar los acontecimientos, de crear su propia coherencia. Su mundo, su espacio de ficción donde lo real se hace ficticio y lo ficticio un nuevo concreto o, para decirlo con las más ajustadas expresiones de Roa Bastos, “una realidad imaginaria a través de la función simbólica del lenguaje, en lo que podríamos llamar una intrahistoria donde el tiempo imaginario se constituya a su vez en el espacio donde no se busque solamente convertir lo real en palabras sino hacer que la palabra sea lo real”.