Hace un mes Cristiano Ronaldo se convirtió en el primer humano en alcanzar los 1.000 millones de seguidores en redes sociales. Objetivamente, este hombre podría fundar una religión el solito. Basta recordar los mil doscientos millones de fieles que congrega el Islam. Además se llama Cristiano. El portugués ha entrado en los libros de historia por la puerta grande de la modernidad.
Ahora bien, andá a explicarle al futuro -al año 2110, por ejemplo- quién era. No sé como lo juzgarán nuestros descendientes, pero habrá que dejarles bien razonada esta desmesura, sino no lo van a creer. Mil millones de seguidores no pueden estar equivocados, ¿no? Pero, ¿qué es un seguidor? Nada, estar pendiente de una persona, saber a todas horas adónde va, qué toma, recibir sus fotos, sus reflexiones. ¿De qué tipo? Preferiblemente, cuanto más banales mejor. Es lo que se lleva.
Así, por curiosear, me puse a seguir a Cristiano. De entrada recibí varios navajazos: subnormal; descerebrado; hervite en agua caliente y luego te tomas el caldo. Cosas así. Gente que me insultaba y, a su vez, lo insultaban a él porque preferían a Messi. Muchas puñaladas tuiteras se cebaron por su condición de megamillonario ostentoso, y por los 16 millones de euros gastados en la compra de su yate de lujo. Pero un amigo, experto en modernidad, me explicó que el algoritmo estaba “jugando” conmigo. Me intentaba provocar para que reaccionara, y hacerme interactuar en aquel gallinero. Parece ser que aunque no intereses expresamente, interesa que estés conectado, participar del circuito, que la rueda gire, deje rastros, y que esto exija a otros a pronunciarse, siendo la parte esencial de la producción de datos y beneficios. Es la forma en que el mundo de hoy se entretiene.
Al tecno-capitalismo el planeta lo ha recibido con los brazos abiertos y el cerebro cerrado. El paroxismo digital nos iba a liberar de todo sufrimiento: mejores trabajos, mejores salarios, mayor igualdad, mayores oportunidades, mejores cuidados, mejor protección social. Hace unos días, en el aeropuerto de Madrid, un señor llegó a paso ligero a un mostrador para facturar su maleta. Bastaba ver el rictus de angustia que le deformaba la cara para darse cuenta que el hombre iba con prisa. Con mucha prisa. Pero cuando le dijeron que el mismo debía imprimir su billete y registrar su equipaje en una de las maquinas de autofacturación a su disposición, su rostro pasó de la angustia a la cólera. "¡Qué me traigan un humano! ¡ Voy a perder el vuelo!", empezó a vociferar. Mientras se peleaba con el aparato, rezando quizá para que su equipaje no terminara en el hemisferio equivocado, dejó de percibir que, en realidad, se estaba peleando con el modelo ultraliberal robotizado de abaratamiento de costos. Un sistema diseñado para expulsarte del mercado laboral, o, en el mejor de los casos, convencerte de lo beneficioso de la “uberización” de la economía.
Entre los 1.000 millones de seguidores de Cristiano Ronaldo y el hombre en busca de un humano para facturar su maleta, no hay distancia alguna. Se conectan por el mismo clic hambriento y desesperado por generar sin piedad dinero a mansalva. Quien no lo crea se está mintiendo así mismo. El autoengaño es un mecanismo muy poderoso. Hay mentiras que duelen y otras que no se soportan. Como esa persona que le preguntó a un conocido si había leído “El Capital” de Karl Marx, a lo que este le contestó: “Si, pero me gustó más la película”.
(*) Periodista, ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón mundial 1979