La guerra contra el mal es permanente. El piletero y escritor Félix Bruzzone lo sabe mejor que nadie. “Mensajes varios con clienta rubia sirena. Tema: aumento. Que sí, que no, que sí, que no, hasta que llega el eficaz argumento ‘mi marido está sin trabajo’ -escribe en la entrada del 22 de diciembre de 2014, como si estuviera escribiendo un diario-. ¿Tendría que decirle que los adoquines del barrio cerrado en el que vive son los que Macri se robó en San Telmo y que en esas condiciones no da negrear aún más de lo que negrea a su piletero? No, sería cruel, deshonesto. Yo viví el final de los 90. Yo estuve desocupado. Yo trabajé por nada durante años. Te banco, marido de mujer rubia sirena pavimentada por Macri. Ojalá tu marido consiga nuevo trabajo y dentro de diez años te pueda cobrar lo que vale la limpieza de tu pileta tan bella”. Hay textos que son revulsivos porque tocan asuntos medulares a partir de experiencias materiales como ganarse la vida como piletero. “Pileta o muerte. La principal arma de la lucha armada de un piletero es el alambre”, se lee en otra de las entradas. La reverberación del imaginario de los años 70 es evidente, aunque el escritor se cuida de caer en la reproducción automática de ciertos discursos. La obra del autor de Piletas (Excursiones) está construida con el propósito de sembrar una mirada tan crítica como necesaria. Bruzzone, hijo de dos militantes políticos desaparecidos durante la dictadura cívico militar, admite en la entrevista con PáginaI12 que ahora tiene la sensación de que intentar ser crítico “es incluso un delito”. Este dilema lo impulsa a pensar en convertirse en “un militante de las políticas de la memoria, que están siendo bombardeadas permanentemente”.
Bruzzone cuenta que Piletas, edición acompañada por dos reproducciones del artista chileno Juan Astica, nació de las entradas que publicó en Facebook. “Cuando hicimos la recopilación para hacer el libro con mis editoras, Nurit Kasztelan y Sol Echevarría, lo único que quedó del medio en que había aparecido era la fecha. Lo que tiene de ficción es que dentro de cada entrada hay elementos que no son reales; pero sí es real en el sentido de que cada entrada se publicó en su momento en Facebook y no hubo nuevas intervenciones”, aclara el autor del libro de cuentos 76 y la novela Barrefondo, donde también trabajó con la experiencia de limpiar piletas.
–Una de las grandes cuestiones escamoteadas en la literatura argentina de los últimos años es la clase social. Quien escribe los textos de “Piletas”, la mayoría de las veces limpia piletas a personas con mucho dinero, habitantes de countries. ¿Buscó subrayar el contraste de clases?
–Ese es uno de los efectos del libro: el contraste del piletero y sus clientes, en cuanto a sus diferencias de clase derivadas un poco de la situación en la que se enfrentan. Yo vivo en el mismo barrio, en Don Torcuato, que si bien es un barrio de clase media y un poquito más, no es una aristocracia de nada: no es Nordelta, no es San Isidro. El piletero, como personal de servicio, es equivalente a un jardinero o incluso a una empleada doméstica. Excepto el de la empleada doméstica, son trabajos desregulados; no hay ningún tipo de pauta ni derechos laborales. Más bien lo contrario: dentro del periodismo sería equivalente al freelanceo. La actividad es en negro porque los números no dan, al menos en esta zona. Quizá en zonas más pudientes se pueda cobrar más y regularizar la situación fiscal. De hecho creo que no hay ningún piletero que trabaje en gris; es un negro total.
–¿Es tan mala la relación entre pileteros y jardineros como se percibe en los textos?
–Sí, es así porque los jardineros suelen hacer los jardines antes que el piletero, que es lo que quieren los clientes, y siempre terminan tirando pasto a la pileta; entonces te la ensucia toda. La lucha más cruel es que hay ciertos tipos de pasto que cuando uno les pasa el sacahojas enseguida empiezan a hundirse, es muy difícil de atraparlos y hay que esperar a que bajen hasta el fondo. Uno pierde un montón de tiempo esperando hasta que bajen para que la pileta quede bien. Hay pequeñas venganzas, como tirarle el agua con cloro al pasto para que se quemen las plantas. La relación llega a tal punto de enemistad que es como la grieta en el mundo de los chalecitos de zona Norte (risas). Hay una cuestión de estatus porque dentro del personal de servicio parecería ser que el piletero está por encima del jardinero y de la empleada doméstica. Como si el mismo hecho de que la pileta es un bien suntuario, le atribuyera al piletero, que es el que la limpia, un estatus superior. Uno ve muchos jardineros de clase baja y no tantos pileteros de clase baja. La mayoría de los pileteros son de clase media.
–¿Cuándo empezó a limpiar piletas?
–En 2003 no tenía trabajo y estaba empezando mi matrimonio y mis cuñados se me acercaron un día y me dijeron: “¿qué pensás hacer?”. El más chico justo estaba dejando sus piletas que tenía en Don Torcuato para tomar otras en Nordelta y entonces me ofreció enseñarme el oficio. En ese momento daba clases particulares para chicos del secundario y saqué rápidamente las cuentas de cuánto salía la hora de la clase particular y cuánto cobraría por limpiar piletas y me dije: “voy a probar”. Era un poco más de dinero, aun pagando el canon que le tenía que pagar a mi cuñado por los clientes que me pasó. Y empecé a limpiar piletas, a pesar de que mi habilidad manual, en aquella época, era bastante limitada. Tuve que aprenderlo todo porque el trabajo del piletero es muy artesanal, no sólo por el hecho de limpiar la pileta, sino por el tema de arreglar las herramientas. Hay que darse maña para arreglarlas y que duren el mayor tiempo posible.
–Otro asunto que aparece es el tema del dinero. Muchos de los que llaman al piletero para trabajar, después del trabajo dicen que “no tienen dinero” para pagarle. Cuando lo obvio es que hay que pagar un trabajo terminado. ¿Cómo definiría la relación de poder que se plantea a partir del dinero?
–No es sólo el poder de dinero o de decidir si te llama o no, es el poder de no recomendarte, que es más complicado cuando uno trabaja en un barrio con cierta geografía limitada. Yo no puedo ir a trabajar a Pergamino a limpiar piletas, ahí sí que no me rinde nada. Si te peleaste con dos o tres dentro de tu barrio, quedás como medio perdido. Esta es una lucha casi feudal, pre luchas de clases, porque uno ve los chalecitos y tienen ese aspecto de castillitos al que uno llega a ofrecer sus servicios. Y está un poco organizado de ese modo: son como pequeños condados dispersos por el conurbano. El que llega tiene que respetar la ley del condado. Hay toda una configuración de eso con los portones corredizos; falta el foso con los cocodrilos y ya está. Uno puede rechazar eso, pero corre el riesgo de convertirse en un linyera.
–“Estoy clandestino limpiando una pileta en un barrio cerrado en el que está prohibido trabajar los domingos. Hace mucho que no trabajaba un domingo. Pero salirse del programa no está mal, está bien. La adrenalina de la clandestinidad es importante”, se lee en una de las entradas. La palabra clandestinidad tiene una peculiar resonancia que remite a los años 70 y a la historia de sus padres. ¿Por qué buscó trabajar con esta resonancia?
–Hay varios textos que tienen este tipo de resonancias. En este caso, la que me interesaba es la clandestinidad al sol, como una nueva forma de clandestinidad, y cómo se traduce en el trabajo del piletero la idea de clandestinidad, habida cuenta de que mucho de lo que tiene que ver con las restricciones del agua, los diálogos con el agua, la cercanía con el agua, es una relación con la madre. El agua es un poco la madre y hay una conexión en ese sentido. Si bien en este caso no está aclarado que el personaje no tenga madre, sí lo que aparece es que no tiene familia. No tiene hijos, no tiene mujer; está solo. Al comienzo, hay una entrada sobre una madre que es la ex leona Magui Aicega, que ella le da un nuevo nombre al personaje, lo rebautiza como “Erik, el piletero”.
–Hay otra resonancia con los años 70 más impactante: “pensar en cosas semienterradas puede ser escalofriante”, escribe en otra de las entradas.
–Exacto, ahí habla de un ladrillo que sobresale un poco. Hay una redimensión de lo que vengo laburando en otros libros sobre la historia reciente. En este caso aparece con el agua y la madre, el personaje que va solo de casa en casa, esta cuestión del trabajador desclasado luchando por recuperar algo. De hecho al final se postula como un futuro limpiador de piletas de los famosos, como si hubiera encontrado su meca después de tanto sufrir, gracias a la fama literaria. Sería absurdo que la fama literaria te conduzca a algún lugar más elevado en cuanto a clase social (risas). Pero en este caso, parece que logró el ascenso social tan deseado al limpiarle la pileta a Maradona.
–”¿Dónde está la literatura argentina?, ¿en lo que escribimos, en lo que leemos?”, se pregunta el piletero. ¿Qué respondería?
–Cuando uno piensa en literatura argentina, piensa en lo que escriben los escritores argentinos, ¿no? Pero por qué no pensarla como lo que leen los lectores en Argentina. Frente a la escena del piletero, que en este momento del libro ya sabemos que es escritor y que está haciendo algo literario con esas experiencias de limpiar piletas, ver a alguien leyendo un best seller lo hace pensar qué pasa con las lecturas que hay, más que con las escrituras. ¿Por qué uno piensa la literatura argentina como las escrituras, si es precisamente casi lo que menos circula? La literatura de escritores argentinos no es la que más circula, ni siquiera en Argentina. Algunos clientes se acercan y me dicen: “yo leo”, como intentando establecer un tipo de vínculo en relación a ese tema. Y leen a Dan Brown o Harry Potter. ¿Por qué lo que lee el “no lector” no podría entrar dentro del canon de la literatura argentina actual? Paradójicamente esa es la gente que me está dando de comer como escritor argentino. Son pensamientos que están un poco atravesados por esta especie de insolación permanente que tiene el piletero por su condición de estar al sol muchas horas al día. Marco esa tensión de que me está dando de comer alguien que dice que lee literatura argentina, pero no lee literatura argentina que es lo que yo sí escribo. ¿Quién me está pagando finalmente mi trabajo de escritor? ¿La literatura argentina o Dan Brown? (risas). Si uno se concentra en cómo se mueve el mercado editorial, Dan Brown nos de comer a los escritores argentinos, porque las editoriales viven gracias a ese tipo de libros y pueden publicarme a mí y a otros autores argentinos porque ganan plata con Dan Brown y no con nuestros libros.
–¿Qué siente, como hijo de desaparecidos, ante el gran retroceso que se vive en torno a los derechos humanos?
–Lo que me apena es que así como durante el kirchnerismo era difícil plantear puntos de inflexión o algunas críticas o dudas sobre las políticas de memoria, ahora me da la sensación de que hacerlo es incluso un delito. Eso como artista lo hace a uno pensar en convertirse en un militante de las políticas de la memoria, que están siendo bombardeadas permanentemente; abandonar una posible mirada artística alrededor de ellas, porque una mirada artística sería encontrar las grietas o lo que no estaría del todo bien y pensarse artísticamente en otras zonas. Igual es un dilema porque es un tema tan central no sólo en mis textos, sino en mi propia vida, que indefectiblemente voy a tener que hacerme cargo de eso. El otro día pusimos la primera baldosa para mi mamá en el colegio donde ella estudió. Fue un acto muy multitudinario y yo escribí un textito (ver aparte)… Hasta dónde mi propia experiencia como hijo de desaparecido y toda la historia que arrastro con eso se va a seguir chocando con las distintas políticas de memoria de los organismos, porque uno como sujeto encuentra muchos lugares de coincidencias y muchos lugares donde no. Uno intenta marcar los que no, para no terminar repitiendo un relato. Ahora se hace tan necesario insistir sobre ese relato que aparecen los problemas. Aun así en el texto logré asociarme a un reparador de licuadoras que representaba la posibilidad de reparar algo de lo que pasó. La baldosa es un gesto igual de reparatorio que un juicio. La reparación es un hecho cotidiano que no se limita a esos actos, por eso en el texto propongo al reparador de licuadoras como alguien presente en la vida de gente como nosotros, que estamos siempre necesitados de algún tipo de reparador de algo.