La escena está rota, como si se desparramara y nos obligara a unir sus partes. Cada situación puede tener un sustento realista pero se desacopla como si su autor y director Toto Castiñeiras, nos dijera que dentro de una misma escena pueden convivir varios puntos de vista y nos brindara la posibilidad de experimentarlos al mismo tiempo.
Un joven (Gonzalo Carmona) vuelve a la casa de su abuelo en un desolado pueblo costero. Debe hacerse cargo de la muerte de su abuelo, del velorio y de esa casa donde se crió de niño. Va acompañado de dos amigxs, otro joven de su edad, interpretado por Ignacio Torres y una chica a cargo de Payuca. Pero el desarrollo de Las lágrimas de los animales marinos remite a esta anécdota levemente. Se trata de una de esas obras donde el procedimiento narrativo es mucho más que la historia.
La escena pasa a estar invadida por una sucesión de personajes que podrían remitir al cómic. Metidxs en esa casa, lxs protagonistas dialogan, sienten que la arena se le ha pegado al cuerpo, sufren la textura de la ropa como si el contacto con la tela o la lana aumentara su desconcierto pero siempre conviven con esos seres que no forman parte de la situación sino que están suspendidos en otro plano. Los ayudan a sacarse y ponerse la ropa (como sucedía en varias coreografías de Pina Bausch), bailan o deambulan como moscardones. Al mismo tiempo el abuelo interpretado por Guillermo Angelelli observa la escena desde afuera como un narrador que al señalar lo que los personajes hacen, genera otra línea de conflicto. No siempre las acciones y pensamientos coinciden con su relato porque lo que se disputa con este procedimiento es la autoría. El abuelo se ubica como el creador de la escena, incluso parece que toda la obra fuera un cuento inventado por él aunque los personajes no se disponen a ser del todo obedientes.
En el mismo plano narrativo se encuentra Julieta Laso que entre el canto y una palabra estallada también irrumpe como narradora. Definida por el director como un eco, es también una voz que irradia y percibe a las otras voces y su palabra tiene esa resonancia.
Los personajes parecen capturados por cierta animalidad. Cuando la vecina (Chacha Alvarado) relata la muerte del abuelo, reconoce que en algún momento lo confundió con un animal marino hasta que pudo descubrir ese cuerpo desnudo tirado en la playa, blanco y extraño en la contorsión de la muerte.
Los cuerpos de la escena apelan a diferentes recursos físicos, a técnicas variadas que surgen desplazadas en una coreografía ideada por Luciana Acuña. El clown (Oliver Carl), la lucha libre (Pleitto Castillo), el tap (Jorge Thefs) no están allí para hilvanar un show o para remitir a universos específicos sino para asaltar un espacio realista al que intentan perturbar con su presencia. Boris Bakst, Rocío García Loza, Marcelo David Martínez, Julieta Raponi y Consuelo Rodríguez Fierro que completan el entorno de criaturas fantásticas, surgen como una flota de animales que se han pegado a los cuerpos de lxs protagonistas y a esa casa que parece enmohecida y un tanto abandonada, como si no hubiera diferencias entre ese mar, la playa entristecida y esa vida ruinosa a la que ningunx de ellxs puede adaptarse.
El clima, el viento, la sal marina, los sonidos del mar parecen llevarlxs a una melancolía que se reproduce en largos monólogos donde el llanto es un tema. Los cuerpos en movimiento se desentienden de toda conducta cotidiana, destrozando la posibilidad de habitar la escena realista desde sus premeditaciones. Ese hablar sobre lo que sucede, combinado con la trama física, funcionan como la expresión de una interioridad desbocada. Toto Castiñeiras entiende que no se puede relatar ese dolor, ese duelo, esa pérdida ligada al regreso, sin desencajar los comportamientos, sin hacer del cuerpo otro territorio, un lugar salvaje que pone en crisis el espacio de la escena.
Lxs músicxs son una presencia que altera y acompaña esa distorsión con su ejecución en vivo. La escena no es un lugar ordenado sino un desbarajuste de sonoridades, un atolladero donde Lucía Gómez, Lucio Martel, Maxi Mas, Ezequiel Posse componen una musicalidad que amplía esas imágenes. Las situaciones, los espacios y las acciones también están en esa música. La estructura de esta obra de Toto Castiñeiras funciona en varios niveles simultáneos para apelar a una configuración de imágenes que no se materializan de manera ilustrativa sino que son el resultado imaginario de esas yuxtaposiciones.
De este modo la puesta se construye desde el caos. Los momentos en los que los personajes se plantan a decir sus monólogos funcionan como un tiempo para recuperar fuerzas en esa respiración agitada que marca la dramaturgia de la escena. Esos seres (suerte de animales marinos salidos de una historieta) son los personajes que definen la esencia de la obra. Como un coro griego descabellado (del que Julieta Laso ocuparía el lugar de corifeo) están allí rumiando conspiraciones, amenazando con derrumbar cada parte de esa casa. Los protagonistas no consiguen desplegar los conflictos porque siempre surgen esas figuras inquietantes, demonios de los mares, camarada farsesca que obstruye y refuerza cada instante. La matriz de las acciones se ofrece como una pieza que busca hacer de su ingeniería un dispositivo poético para que el teatro hable en ese encuentro de lenguajes alocados y vertiginosos, cuerpos que no pierden la oportunidad de decir e invocar el mar.
Las lágrimas de los animales marinos se presenta de jueves a domingos a las 20 en el Teatro Cervantes.