“Les presento a mi familia”, dijo Lenny Kravitz casi al final de su segundo show en el Movistar Arena. No se refería a su hija Zoë sino a los músicos de su banda. Después de introducirlos, haciendo énfasis en la baterista Cindy Blackman Santana y el violero Craig Ross, su mano derecha desde el inicio de su carrera, el público coreó el nombre del rockero estadounidense. Si bien no lo necesitaba, alguien debía hacerlo, como para no romper con el ademán en ese pasaje recitalero. Sin embargo, el artista, en lo que parecía un gesto de humildad, mostró la palma de su mano para detener a la muchedumbre, lo que reforzó moviendo esa cabeza minada de rastas en señal de negativa. Y es que era el momento protagónico de los suyos. Pero, tras el silencio, se presentó a sí mismo, arengando a continuación la ovación con ambas manos.
Mientras colegas suyos como Jon Bon Jovi (otrora heavy salvaje), Anthony Kiedis o Keith Richards (prometió que iba a dejar de beber… menos vino y cerveza) practican en esta época el estoicismo, Kravitz aún cultiva el hedonismo. Y no le es que le gusta: ¡le fascina! A tal punto que puede parecer divertido o redundante. Dos décadas más tarde de su debut local, antes de encarar esta gira que lo trajo de regreso, se lo pudo ver en Instagram ejercitando en el gimnasio con botas vaqueras, jean y el torso desnudo.
En tiempos de deconstrucción, este Adonis afro sigue consumando los hábitos de la performance del rock. Se restriega el pie del micrófono en la entrepierna sin pudor, quiebra las caderas en señal de provocación mientras baila, amaga con sacarse los anteojos de sol (la marca Ray Ban lanzó un modelo inspirado en él), poniendo atención en alguien en particular del público, y sexualiza a su guitarra. También ubica al bajo en lugares estratégicos para tocar unas pocas notas. En la conclusión del show, como parte del espectáculo, el nativo de Manhattan bajó al campo del predio para subirse en esa línea que dividió al sector popular del vip sólo para levantar su puño. No era una “pomeleada”, ni nada por el estilo: él es uno de los últimos bastiones del rock tal como se lo conocía. Y al público eso aún le encanta, aunque Kravitz exagere un poquito.
De todas formas, desde que se dio a conocer a fines de los años '80, el multiinstrumentista, cantante, compositor y productor siempre vivió en esa constante recreación del pasado. Esto se magnificó en 1991 tras la salida del disco consagratorio Mama Said, símbolo de esa avanzada de artistas que hicieron de lo retro setentoso una estética e incluso una forma de vida. Hasta que en algún momento esa situación se estacionó y Kravitz consiguió concebir arte a partir de la atemporalidad, algo que una vez más quedó patente en esta cuarta visita a Buenos Aires (la anterior había sido en 2019, como parte de Lollapalooza Argentina), en la que el frontman y sus músicos rindieron tributo a la era de los afros, a los pata de elefantes, y a una manera de comprender el rock y el groove.
Por eso lo que sucedió tanto en la noche del jueves como el día anterior, en esos Movistar Arena celebrativos y lujuriosos, fue un manifiesto a la terquedad. O más bien a la vigencia. A sus 60 años, el artista norteamericano, amén de continuar arando en su vanidad y en el glam, dejó en evidencia su estatura musical. Y en esta instancia del partido ya tiene el tamaño de la del Coloso de Rodas. Kravitz no sólo es un musicazo sino que no dejó que su voz se empañara. Además, pese a que podría dedicarse a nada más que recrear sus hits, todavía es capaz de producir música nueva, lo que no es poca cosa. En mayo pasado, a seis años de su anterior disco de estudio, Raise Vibration, apareció su más reciente álbum, Blue Electric Light, en el que exploró el amor propio y su crecimiento personal.
Quizá por eso en esta ocasión “Believe” se la dedicó a Dios. Sin embargo, antes de que se manifestara el segmento místico, el repertorio despegó como debía suceder: rockeándola, de la mano del clásico “Are You Gonna Go My Way?”, en un inicio literalmente explosivo. Y es que tras el yeite introductorio, brotó la pirotecnia en el escenario, lo que endemonió aún más a ese estadio colmado. A continuación, le inyectaron cadencia a la psicodelia en “Minister of Rock 'n Roll”, y se mantuvieron un cambio abajo con “Bring It On”. Le secundó el novel funk (libidinoso) “TK421”, en el que invitó a “ser libres” esa noche. Se volcó al pop en “I’m a Believer”, desenfundó el R&B obsceno “I Belong to You” y arremetió con otra nueva: “Paralyzed”, rock de matices árabes.
Luego de apelar por los funk “Low” y “The Chamber”, volvieron a rockearla sabroso en “Always on the Run”. Y siguieron con una más del disco Mama Said: la preciosa “It Ain’t Over ‘Til It’s Over”. Ahí ya estaban en escena los dos coristas, la terna de caños, tecladista y el bajista “The Wolf”: asiático que conoce los misterios del groove. Llegó el hit “Again”, y Kravitz peló la viola Gibson Flying V para su revisión minimalista de “American Woman”, original de The Guess Who. Invocaron de vuelta al funk con la hitera “Fly Away”, y se despidieron con una del álbum Blue Electric Light: la discotequera “Human”. Al regresar al tablado, Lenny eligió como único bis el R&B “Let Love Rule”, incluido en su disco debut, para cerrar el círculo de su perorata inicial, en la que había idcho: “Es una bendición: hoy es otro día de vida, otro día para amar”.