A casi una década de publicada en Buenos Aires su novela mayor, Ferdydurke, a tres lustros de exilio involuntario en el país, donde quedara varado por la guerra, aquel que sería considerado uno de los grandes autores de la narrativa polaca y fuente secreta de las vanguardias literarias sesentistas sobrevivía malamente en una errancia con la que huía de los espacios de consagración, fiel a su ética que postulaba una opción por lo bajo, lo marginal, lo inmaduro. “El canillita que vocea diarios tiene más estilo que los que escriben en él”, decía.

Finalizaba 1955. Ya habían sucedido el peronismo y la famosa cena fallida con Borges (“cosmopolita y refinado, lo era a la manera argentina, es decir, a la europea”) en lo de Bioy y Silvina Ocampo, que lo desdeñaron como a un “anarquista de segundo orden”. De allí salió hastiado por tanta cultura excelsa que lo excluía, caminó unas cuadras y fue en busca de algún chongo morocho, parte de la ralea peronista despreciada por sus anfitriones, en Retiro.

Llegó el verano y emprendió un viaje a la costa -Mar del Plata y Necochea serán sus paradas- en el que desgranará una serie de reflexiones a manera de balance de su antigua patria, que tras la guerra y la revolución ya casi no lo era, y a cuyos lectores improbables interpelaba. Exiliado involuntario, “Me volví ligero y vacío”, garrapateó en su Diario, que iba siendo publicado en una revista de París. “Mientras tanto, me iba absorbiendo la Argentina, exótica y absolvedora, indiferente y abandonada a su propia cotidianidad”.

Gombrowicz se las había ingeniado para granjearse una vida -precaria- desde su condición de aristócrata fingido que resultaba una conveniente y atendible máscara. Dotado de un rostro adusto, impasible, proponía su extrañeza a nuestro insalvable snobismo; su ironía ante las sutilezas literarias devenía un fácil anti-intelectualismo que confluía con el de la época. El destituido “alpargatas sí, libros no” bien podría haber sido el subtítulo de su conferencia Contra los poetas, que derivó en escándalo; y su opción por lo bajo e inmaduro, clave de su estética -y su erótica.

Invitado por uno de sus benefactores polacos -como él, un algo sospechoso noble, pero con dinero-, se alojó en una quinta solitaria desde la que emprendía largas caminatas que anotaba, puntilloso, en su cuaderno. El encuentro -el choque– con la naturaleza, y el libro que llevó para leer -La levedad y la gracia, de Simone Weil- le infundieron un extraño espíritu panteísta, del todo ajeno a su estilo, que le habilitó el abordaje del cristianismo, tan polaco, que contrastaba con el marxismo, adoptado a la fuerza en su país, y el existencialismo, con el que lo unían no pocos puntos.

“Vagaba por lugares más allá del puerto, por las playas salvajes de Punta Mogotes”, donde se quedaba horas mirando el mar “atontado y aturdido”. “Cuando viajaba hacia acá tenía la esperanza de que el océano me purificaría de las inquietudes y desaparecería este estado de ansiedad”. Pero sucedió lo contrario. Por la noche “exploto, explota mi drama, mi sino, la vaguedad de mi existencia”. Aunque había creído que podía afrontar la madurez sin destino, su fantasma más temido, ahora advertía que lo asaltaba un horror creciente. “Se me han cerrado todas las puertas. Llevo conmigo este pensamiento de la casa a la orilla, lo paseo por la arena tratando de perderlo en el movimiento del aire y el agua, pero encuentro el horror”. Porque “si antes estos espacios me liberaban, hoy me aprisionan, y camino por la orilla como quien camina entre la espada y la pared”. Es que, consigna resignado, “ya soy Witold Gombrowicz”. “Soy, y soy en exceso, y eso me expulsa de la naturaleza”.

Hasta aquí podría decirse que es la vivencia, no siempre admitida, de todo turista de mediana edad. Que, si es honesto consigo mismo, sabe que el goce de esos mundos perdidos, naturaleza y juventud, alberga fisuras en el alma que irrumpen con la contundencia de un presagio. “Fui detrás del Torreón que protege del viento, después a Playa Grande y allí me quedé tumbado. Casi nadie, gran agitación del mar, estruendo, rugidos, golpes sordos. Belleza de las bahías, grandiosidad de los acantilados”. Al volver, “los árboles aullaban como si los estuvieran desollando”. “Necesito gente, lectores. No para comunicarme con ellos. Sencillamente para dar señales de vida” -confiesa. Pero algo lo conmovió.

“Esta mujer es demasiado fuerte como para rechazarla, sobre todo ahora cuando en mi lucha interior estoy a merced de los elementos. A través de su creciente presencia a mi lado crece la presencia de su Dios”, anota mientras lee extasiado a Simone Weil. Gombrowicz asume que un Dios abstracto le resulta indigesto, una hipótesis desacreditada, pues “nuestro vínculo con la abstracción ha sido malograda”. Pero ante la autora de La condición obrera se pregunta cómo se ha organizado interiormente “para afrontar aquello que a mí me destroza”. Inmerso en la búsqueda de Dios sin Dios, Witoldo no puede dejar de admirar aquellas vidas asombrosas, “basadas en principios tan distintos a los míos”, dotadas de un poder del que carece. “En mi vida vulgar, acaso vil, no conozco ninguna grandeza. Soy apenas un paseante pequeñoburgués. Una existencia heroica, como la de Simone Weil, me parece de otro planeta”. Comprometida, la filósofa judía conversa que adoptó la vida obrera, un marxismo disidente y se dejó morir de hambre en una suerte de sacrificio místico, “es el polo opuesto de mi deserción”. “Pero me encuentro con ella en esta casa vacía justo en el momento en que me es más difícil huir de mí mismo”. Perturbado, tratará de menoscabarla. “No se trata de creer en Dios sino de enamorarse de Dios”, conjetura. “Weil no es una creyente sino una enamorada que supo liberar de su interior corrientes y torbellinos espirituales de una potencia sobrehumana”. Si me enamorara ahora, postula en espejo, “sería como una confesión arrancada bajo tortura”, una falsía.

Sin embargo algo le hace ruido, lo pone en guardia. Un biógrafo de Weil cuenta que había adoptado a una discípula involuntaria, una obrera, a la que le propinaba sus saberes virtuosos. “La pobre chica se aburría mortalmente, pero por cortesía y timidez no protestaba”. De golpe, toda la grandeza encomiable de Weil se le vuelve ridícula, la de “una loca encerrada en una esfera hermética sin un denominador común con los demás, apartada. Una histérica que fastidia y aburre, una egotista que por su personalidad inflada y agresiva no sabe ver a los demás ni es capaz de verse a sí misma con ojos ajenos” -escribe. Y, sin notarlo del todo, se describe. Pero reacciona a tiempo: “Calma. Me irrita que su grandeza no funcionara debidamente ante todos”. Como siempre, habla de sí mismo. Y es que, como a todo laico, lo atosiga la pregunta por la creencia, pero no lo oculta. “¿Quiere ella unirse a Dios, o bien a través suyo unirse a otras existencias humanas?” Va de suyo: si hay algo sagrado es inmanente a la comunidad. A una comunidad, para él, un náufrago sin ancla, ya imposible.

Al día siguiente va a la playa. “Cuerpos, cuerpos, cuerpos. Cantidad de cuerpos. Gran sensualidad de la playa, pero, como siempre, estropeada, mutilada. Muslos, pechos, caderas, pies de chicas y mujeres, puestos al descubierto, y las armonías flexibles de los chicos”. Pero estas desnudeces “dejan de ser una aparición, se diluyen en su exceso, los aniquila la arena, el sol, el aire, y son corrientes. La impotencia se ha apoderado de la playa, de la belleza, de la gracia y el encanto. Esta impotencia se me ha pegado a mí, que vuelvo a casa sin chispas, sin fuerzas”.

Su problema es Polonia, a la que ansía y teme volver porque sabe que la que conoció ya no existe e incluso la que le llega a través de la prensa le resulta ajena, sin tono ni brío. Aunque le gustaría comulgar con el comunismo, al que considera la pasión de retaliación de los humillados más que la busca de la igualdad, advierte una nota falsa en su adopción por un país que no lo prevé, que carece de una tradición socialista en la cual encastrarse. Polonia es el catolicismo popular y los dilemas de identidad de un país padeciente y descalabrado al que no le encuentra la vuelta. Gombrowicz sabe que la tragedia es irredimible. Por lo demás, toda su familia, incluida su madre, fue exterminada en la guerra. Estoico, no escribe ni una palabra sobre eso. Solo alusiones veladas en relatos de terceros: “J. me contaba del infierno que vivió en el campo de concentración de Mathausen. El clima de ese campo, el clima humano, pues había sido creado por hombres, era tal que la muerte se convirtió en algo fácil. Y él, en el camino a la cámara de gas, de la que se salvó por casualidad, sentía pena por no haber podido comerse el pedazo de pan de la mañana”. La tragedia y el ridículo; sus temas.

Witoldo, como lo llamaban sus amigos, no vacila en extender la anécdota al presente -que es, aún, el nuestro. “Nuestros medios de convivencia con la gente han sido hasta ahora ínfimos”. La Polonia devastada devenida una parodia soviética se le había vuelto inasible. De hecho, al retornar en el ‘64 a Europa elegirá vivir y morir en Francia. En Mar del Plata el contraste con la Argentina que había hecho tronar la pasión plebeya y ahora coronaba una cultura de figuración tilinga le propinaba un enrarecimiento mayor a su vida. Su soledad era dramática y total.

Witoldo vivió en la creencia de que unas cuantas bravatas hiladas con acidez en farsas funambulescas constituían un estilo y le excusaban la padecida inferioridad que pretendía voluntaria; es decir un destino. Heredero del Padre Ubú, abogaba por la destitución irónica de los órdenes cristalizados, para que dejaran de lado al pensamiento en busca de la experiencia pura. “Es preciso alcanzar la mediocridad”, solo es admisible un pensar desgarrado: “No quiero abismos ni cumbres, lo que deseo es la llanura”. Aquel verano la galaxia Gombrowicz anunciaba aquello que uno de sus lectores llamará “La Gran Llanura de los Chistes”.