Julieta llega desbordante (de cosas, de problemas, de planes) a lo de Renzo, su padre, para pasar el fin de semana. Está preocupada porque él parece haber perdido motivos para vivir desde que enviudó hace un par de años. De la puerta para allá están su hijo mayor, sus nietos, sus amigos, pero prefiere quedarse en la quietud de su departamento, detenido en el tiempo. La recibe en piyama, sentado en su sillón, con la ventana cerrada y medio dormido. Allí, en esa casa marcada por una ausencia en común, empezarán una batalla en la que se dirán cosas que antes no les salía y explorarán todos los caminos para buscar cierta felicidad juntos, aunque les cueste compartirla. “Es el intento de un padre y una hija por entenderse”, propone a Página/12 Florencia Naftulewicz, autora y protagonista de Quieto junto a Miguel Ángel Rodríguez. “El amor infinito e irreproducible que se tienen pero no saben bien cómo expresarlo, de descifrar lo indescifrable e intentar lo imposible”, dice sobre la obra, que está los viernes a las 21 y los sábados a las 18 en Nün Teatro (Juan Ramírez de Velasco 419).

El personaje de Naftulewicz entra al departamento cargada, habla por teléfono, va y viene, no puede parar. Mientras, el de Rodríguez está sentado en el sillón, quieto. Y cuando su hija le pide que se afeite, o le pregunta por qué no sale a caminar, por qué no habla con los amigos, le responde con una frase de Julio Cortázar: “Hay que querer a las personas como a los gatos: con su carácter y su independencia, sin intentar cambiarlos”, cita para pedirle a su hija que lo deje decidir sobre su vida. Un choque de generaciones, de formaciones, la vida por delante y la vida hacia atrás, una tensión constante entre el acercamiento afectuoso y el rechazo velado en el que ninguno de los dos quiere ceder. Naftulewicz se pregunta “desde dónde la hija le da esos consejos fáciles cuando el padre está con una tristeza absoluta por la pérdida de su compañera, y cree que para él la cosa llegó hasta ahí”. “Ese discurso de ´vos podés´, ´viví la vida´... Estar en quietud tal vez también es vivir la vida, y es una decisión que hay que respetar. Me parece que la obra plantea algo de eso”, adelanta.

- ¿Cómo definirías la relación que tienen padre e hija? Porque se nota que se quieren, pero no saben cómo expresárselo mutuamente.

- Cuando querés mucho a una persona realmente querés que esté bien. Después el problema es qué es "bien" para uno y para otro. Pero esa hija realmente necesita que ese padre la acompañe, la apoye y la escuche. Hay algo de eso, porque ella entra a la casa del padre siendo madre pero termina siendo hija. Sacarse la mochila de madre, de tener que resolverle la vida a los chicos, y el trabajo, y el marido, y la suegra... Encontrarte con tu papá desde esa vulnerabilidad infinita, me parece que algo de eso pasa en ese living. Quiere volver a ser hija por un rato, que el padre la abrace y la cuide, y le diga cómo son las cosas, porque no sabe si está haciendo bien. Me interesa no definir los vínculos sino las emociones, porque es brutalmente hermosa la relación que tienen. Muy dura pero muy hermosa, y el final es muy tierno. El no poder definir los vínculos, que pasen de la ternura extrema a una puteada o a una crueldad me encanta y me atraviesa.

La obra (que en temporada va a estar en Mar del Plata en el Teatro Bristol) transcurre en un living desvencijado, con el empapelado anacrónico de las paredes despegado y roto, una ventana mínima que sin embargo se empeña en estar cerrada, una mesa ratona con fotos viejas, y una redonda donde apoya el celular y una botella de agua, sin vaso. Fuera de escena, espacios donde los recuerdos lo retienen en ese pasado en el que Renzo insiste en vivir, pero también el aire que permite respirar en los momentos en los que la tensión entre padre e hija se vuelve asfixiante. La dirección de Francisco Lumerman le da fluidez a esa energía que circula entre estos polos que a veces se atraen y otras se rechazan, y el vestuario, con sus pocas modificaciones, cambia la piel de estos personajes que mutan de posición esta relación, y así muestran, sin vergüenzas, también sus debilidades.

Este es el debut de Rodríguez en el teatro off (ver recuadro), y transita casi toda la obra sentado en su sillón, desde donde con oficio hace de Renzo, un personaje adorable y odiable casi en simultáneo, con comentarios como que no quiere hacer pan de masa madre, o que ahora “está de moda ser celíaco”. “El texto desde el principio tenía al padre dando esas respuestas que generan risa porque son muy ciertas, muy obvias, está diciendo lo que todos pensamos”, cuenta la autora. “Y cuando lo agarra un tipo como Miguel, que maneja la comedia y los tiempos para el decir de los textos que tienen que ser cómicos tan increíblemente, es un gol”, porque “está sin hacer nada, en piyama, pero dice los textos de una forma que dan risa”, se entusiasma. Líneas que, además, humanizan a ese personaje que no parece tener intereses puertas afuera pero mira los capítulos de El zorro en su celular o sabe que el zumba es una forma de hacer ejercicio bailando.

- Esta es la tercera obra que escribís y actuás (antes fueron Teresa está liebre y Las cuñadas). ¿Cómo es ese proceso?

- A mí cada vez me fascina más. Siempre dejo reposar un poco la obra, y después empiezo a ensayarla, sacarme el traje de dramaturga y ponerme el de actriz, que trae muchas crisis al principio. Yo sé que eso me va a pasar, y lo que estoy aprendiendo es a amigarme con eso. No intentar que no me pase, sino que como eso va a pasar está bien y es parte del proceso. Cuando uno escribe no es lo mismo el actor que recibe el material, yo vengo cargada con un montón de ilusiones, frustraciones, cansancio, laburo con el texto. En un punto, es como que diga que les doy a mi hijo un rato para que lo cuiden... Y volvés y está cambiado. Es entender que esos cambios son más interesantes de lo que yo me imaginé. Cuando uno pasa la crisis es todo ganancia. Es juego, probar. Siento que hay un estar en escena, cuando uno logra encontrarlo, que está buenísimo. Es muy mío ese mundo, hay algo que está ahí y los demás se suman a eso. Y todo se potencia. Eso me maravilla, me apasiona y me atraviesa por completo. Poder estar generando un hecho vivo tan efímero como el teatro de un mundo propio. Eso me parece un regalo, hacerlo es una forma de definirme.

Exponerse en un juego actoral

Cuando Naftulewicz terminó de escribir Quieto, pensó que quien hiciera de padre “tenía que ser un actor que fuera fuerte, que me generara muchas ganas, porque solamente somos dos, un proceso de mucha intensidad y mucha profundidad, es exponernos en ese juego actoral”, recuerda. Y confiesa que en la serie Barrabrava, Miguel Ángel Rodríguez le llamó mucho la atención, “algo completamente distinto a lo que estaba acostumbrada a ver. Y pensé que sería increíble para la obra, pero también que no iba a aceptar o que no iba a poder”, ríe. “Siento que inconscientemente Miguel tenía muchas ganas de navegar estas aguas del teatro independiente, estar expuesto desde otro lugar. Es un desafío estar haciendo esta obra, interprentando un personaje mucho más grande que él. Siempre estuvo expuesto mediáticamente, todos lo conocemos como el cómico impresionante que es, pero siento que ya está en un momento de su vida en el que logró tanto, que esta obra lo tocó desde otro lugar”, concluye.