No es la primera vez que escribo sobre Anne Dufourmantelle. Y, apostaría, no será la última. Me gusta pensar que la fatalidad sucede en la mañana que ella le ha puesto punto final a su ensayo, que incluye historias personales y de sus pacientes además de reflexiones literarias con un sesgo de tratado filosófico. Su estilo es poco ortodoxo: aunque es psicoanalista tal vez es más justo, por su amplitud, pensarla escritora. Imagino ese día perfecto en esa costa con pinos, médanos, arena limpia, una playa casi desierta y el mar bajo ese cielo luminoso. De pronto, el viento, el oleaje envuelve a dos chicos que se aventuran en la rompiente. Ella no se detiene a pensar en esos segundos entre ola y ola, ese pasaje de elevación y descenso que a veces se ve como en cámara lenta, pero entre brazada y brazada los segunderos giran enloquecidos, la desesperación no le da tiempo y ella sortea una ola y la siguiente hasta sentir que su mano agarra un brazo, lo sujeta. Puede agarrar a los dos chicos. Ahora en la playa, unos guardavidas. Se arrojan al agua y van por ellos. Rescatan a los chicos. Después a ella. Mientras le practican respiración susurra una pregunta, si los chicos están bien. Y muere. El libro se llama Elogio del riesgo.

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Habrá quienes crean que es un tanto mecánico y reduccionista pensar que uno escribe su muerte con anticipación. En el caso de Dufourmantelle se trata más bien de una coherencia entre escritura y elección de destino. Hay que admitirlo, la historia de la literatura está habitada por no pocos autores que parecen, en su escritura, haber entrevisto en una ficción su propio fin. Convenga quizás, por ejemplo, tener en cuenta que si nos atrae El viejo y el mar, relato que funciona como Moby Dick de cámara, es por su escritura y no por la leyenda de su autor que puso fin a su vida con un escopetazo en la boca. La verdad del relato no está en el disparo sino en la captura de ese pez enorme, nunca antes visto. Y la verdad consiste en la diferencia de ser derrotado y no destruido. Hemingway, literal: “El hombre no está hecho para la derrota. Al hombre se le puede destruir pero no derrotar”. Esta idea es la que circula y sostiene la gran dimensión de este relato clásico.

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“Lo que conecta a cada uno de nosotros con el riesgo es la propia vida”, escribe Dufourmantelle. Y redondea: “Sin embargo este riesgo no es enteramente subjetivo ni personal, ni siquiera voluntario, sino aquello por lo cual nos extralimitamos constantemente. Es aquella parte en la que estamos perdidos y cambiamos este sentimiento de pérdida irremediable por el impulso de movernos aún en territorios en los que una exploración del deseo es posible. ¿Cómo perder lo que no es nuestro? Seamos creyentes o no, podemos admitir que la vida nos es dada”.

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Cuando camino mirando el mar llega un instante en que, fluir de la conciencia mediante, no lo veo. Es que conviene detenerse para verlo. No es lo mismo mirar que ver. Ver es tomar conciencia de lo uno no ve, lo secreto. Dufourmantelle también escribió sobre esta cuestión en un ensayo hermoso: Defensa del secreto, traducido como sus demás libros por Nocturna editora. En nuestra sociedad de lo todo mostrable pareciera que el secreto es o bien pecado o transgresión. Todo se muestra, todo se dice. El misterio se clausura. No se trata ya de una sensualidad de lo oculto insinuado sino de un atletismo exhibicionista. La intimidad en vidriera.

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A veces me pregunto qué se dice cuando se dice “vamos a ver el mar”. Otra de mis hipótesis: quien busca ver el mar no pretende sólo un apresar el paisaje, detentarlo, como si se pudiera, y sin darse cuenta, encontrarse a sí mismo con sus ensoñaciones. Venir solitario a ver el mar es también encontrarse no sólo con las propias ensoñaciones. También con las propias tinieblas. A considerar, dos interrogantes: el por qué se suele elegir como momento ideal para ver el mar el nacimiento o la muerte del día. Qué significa que se elija el amanecer o el anochecer. Sugiero pensarlos no como opuestos sino como complementarios.

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Me pregunto, como mirando el horizonte, si van a algún lado estos pensamientos que anoto en El Náutico. El mar siempre ha resultado indescifrable. Ha inspirado el coraje y el terror, y en estos extremos reside su atractivo. Al “mirar el mar”, cuando alcanzamos ese instante en que al verlo ya no lo vemos, nos damos cuenta de que su infinitud y nuestra ignorancia están ligadas. Quizás porque el inconsciente está ligado al océano por su vastedad y carácter cambiante, de la monotonía a la pasión, de la calma a la ira. Nos identificamos con esas olas incesantes: cada una trae una sensación y una idea distinta. Y en esa variación está uno. Uno, en estado de secreto. “El secreto, en tanto proceso de vida, es un momento de revelación. Un devenir constante”, según Dufourmantelle.

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Su encanto magnético incita al hipnotismo y la curiosidad. Así como nosotros nunca dejamos de descubrirnos del todo, el mar, en cambio, por su infinitud no sólo sabe de nuestro origen. También oculta una infinidad de secretos, no sólo los fabulados galeones hundidos con sus tesoros. En lo hondo, sumergidas, invisibles, especies malvadas y cándidas, y esta adjetivación forma parte de los prejuicios de la ignorancia que no acepta la dinámica de la naturaleza. También hay especies maravillosas en la máxima profundidad, criaturas que aún la investigación científica detectó. En una de esas aquello que nos fascina de lo marino es esa capacidad de belleza y a la vez de horror.

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De lo que hablo: tocar fondo, el riesgo, el secreto. Creo que estas tres situaciones - incluyendo un cierto ascetismo - fueron las decisivas cuando elegí hace más de treinta años venirme a Gesell. Si necesitaba una razón literaria que me justificase la encontré en la primera página de Moby Dick, cuando el joven Ismael confiesa que el mar le resulta el antídoto más eficaz contra el revólver y la melancolía. En este punto, la monumental novela de la ballena blanca es, además de predilección, texto sagrado, sapiencial. Y, por qué no, profético, ya que advierte la tentación del facismo: el capitán Ahab arrastra con su locura a la tripulación del Pequod en la persecución fanática de un objetivo, Moby Dick y, en esa búsqueda, al tocar fondo con su obsesión, acecha el naufragio. Ismael, el tripulante más joven, sobrevive flotando en un ataúd. No debe haber metáfora comparable como definición de la existencia: flotamos sobre un ataúd. El mar siempre saca lo mejor y lo peor de uno, lo peor, eso que no queremos ver y que nos avergonzaría contar. Ismael ha sobrevivido para contarlo. Los libros de Dufourmantelle replican esa sobrevida.