La noche se perdió en tu pelo, la luna se aferró a tu piel y el mar se sintió celoso y quiso en tus ojos estar él también..., cantaba Sandro esa noche de invierno que coronaba el día con una lluvia intermitente y empecinada.

El taxi rodaba encantado con la voz del gitano al que el cigarrillo le había sonsacado de a poco la vida. El taxista también fumaba. Iba por el segundo. No se lo reproché. Yo soy un exfumador que no se resigna a serlo. Aspiraba un poco de ese cigarrillo rubio que no dejaba de extrañar. Siempre le robo un poco de humo a los que siguen con el vicio. Pensé en las coincidencias, que al momento consideré estúpidas y las deseché. Penumbras, qué canción de amor, me dije.

Me llamó la atención la nuca: rasurada hasta el inicio de las orejas y por encima una especie de cortina corta de pelo lacio que no llegaba a taparla. Raro el corte. También el cuello, fino y angosto. Atípico en la anatomía de un hombre. La piel parecía delicada alrededor del cuello de la camisa de jean. En la oscuridad del auto y de esa noche invernal con calles vacías, el conductor me pareció un rompecabezas. Entre la penumbra de un suave interior, continuaba la canción. El aburrimiento me llevó a intentar armarlo. Solo por curiosidad maligna.

Registré el interior de una mirada para ver si encontraba, como había visto en otros taxis, el cartel que contiene los datos y la foto del taxista pero no lo encontré. Me fijé si estaba caído en el piso pero era imposible ver algo. Me incliné un poco hacia adelante para mirar el asiento delantero del acompañante pero no estaba. Colgado de la guantera, tampoco. Me resigné, abandoné la idea y me dejé llevar por el ronroneo del motor. Eché mi cabeza hacia atrás, quise entrecerrar los ojos para descansar la vista porque sentía un ardor molesto. Cuando llegue a casa me voy a poner las lágrimas. Pero, empecé a tiritar. Me había olvidado los guantes en el trabajo. Las manos adentro de los bolsillos del saco y la bufanda subida hasta la nariz no alcanzaban a sacarme ni el frío ni la humedad de la noche. Le pedí que encendiera la calefacción. Por favor, dije.

Está rota, contestó la voz de adelante. Extraña la voz, parecía impostada. Como la de un actor que está buscando cómo hablaría su personaje pero al que todavía no le encuentra la vuelta, le falta tiempo de maceración. Le empecé a hablar. Quise sacarle conversación para despejar las incógnitas que algunos detalles de la persona que conducía me habían despertado. Hice varias preguntas para charlar, cortar el aburrimiento y de paso hacer mi investigación. Sin embargo, no me respondió. Estaba acostumbrado a esas situaciones. Ya lo había vivido en otras oportunidades. Así que no me sentí mal. En general lograba averiguar lo que quería. A la cuarta o quinta pregunta, escuché una especie de hipos o un llanto débil al principio. ¿Un llanto? ¿Por qué lloraría? Ahora la incomodidad me paralizó. Tuve miedo. No sabía quién era. También, un poco de vergüenza por haber ocasionado con impunidad una situación que me enfrentaba a un desconocido que no sabía cómo reaccionaría. El llanto se interrumpió. ¿Por qué me metí a hacer preguntas? ¿Qué te importa la vida de los demás?, escuché la voz de mi mujer como si estuviera sentada a mi lado. No era la primera vez que la pifiaba por esta forma de querer saber lo que solo era de los otros. Vampiro emocional. De nuevo mi mujer, en mi cabeza. Me retumbó el tono de sus palabras y lo odié. También a ella, por no dejarme pasar una. Acusadora serial, le habría contestado si hubiera estado conmigo en el taxi.

El auto se detuvo de repente y la voz destemplada me obligó a bajar. Miré a la nuca que se mantenía dura, sin moverse. Yo no quería hacerlo porque no reconocía el lugar y estaba todo muy negro. Encima el clima se había puesto peor. Me quería resistir, pero fue tan imperativo que obedecí como un pibe al que mandan al dormitorio por mal comportamiento. No quería pelear. No me animé. Quizás porque sentí culpa. Sin mediar palabra y con insatisfacción abrí la puerta, al mismo tiempo que el taxista se daba vuelta y una cara de niña me gritaba "¿qué querés averiguar, enfermo?". Ante mi boca abierta: "Sí, ¿qué querés confirmar? "Y prendiendo la luz interna del auto continuó: "Fijate bien, viejo, todavía no me creció la barba. ¿Conforme? ¿Nunca se sintió un sapo de otro pozo, no?". Me sorprendió porque sentí el odio y el resentimiento. Te lo merecés, mi mujer. No pude decir nada. Ternuras que sin prisas apuras. Pedazo de idiota. El barro me enchastró los zapatos, las medias y el borde del pantalón cuando me quise bajar de forma rápida en la oscuridad de esa calle que no sabía cuál era. Caí en la vereda con la misma torpeza que mis preguntas. Me levanté como si estuvieran observándome y fuera a pasar vergüenza.

El llanto y la voz Si quieres yo te doy el mundo pero no me pidas... Cerré la puerta. Se callaron las voces. Me fui silbando calladamente la canción hasta que me hundí en el silencio. Pedazo de idiota.

 

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