La sonrisa de la escritora derrama la alegría contagiosa de una sobreviviente que lucha a brazo partido por la belleza. Sabe que con el tejido de sus palabras, con las historias que trama libro tras libro, puede abrazar los corazones de sus lectoras y lectores. Kim Thúy repetirá una y otra vez, como si fuera el estribillo de su vida, que es una “privilegiada”. Tenía diez años cuando pasó a formar parte de lo que se conoce como “the boat people”, nombre que se le dio al millón de vietnamitas que escaparon por mar, después de la derrota de los estadounidenses en Vietnam. Su familia, de la burguesía acomodada de Saigón, enfrentó la travesía marítima con el optimismo de la supervivencia y el pesimismo de la muerte mordiéndole los talones. Llegaron a un campo de refugiados en Malasia. Como dominaban el francés, una delegación canadiense los seleccionó para darles el estatus de refugiados y se establecieron en Quebec en 1979. “¡Todavía no sé cómo sabían que yo existía!”, exclama la autora vietnamita-canadiense asombrada por la circulación de sus novelas Ru, Mãn, Vi. Una mujer minúscula y Em (todas publicadas por la editorial española Periférica) en Argentina.

La risa de Kim como un hilo delicado y amoroso que hilvana una forma de rebeldía ante las fisuras del mal y la guerra, el heroísmo y la traición, el amor y el abandono, el desarraigo y el volver a empezar. La risa de Kim como una lengua indómita que consigue que las penas se desvanezcan y que entrelaza los modos de ganarse la vida: fue costurera, intérprete, abogada en uno de los más prestigiosos estudios jurídicos canadienses, propietaria de un restaurante, crítica gastronómica de radio y televisión. La risa de Kim, que estuvo por primera vez en Argentina invitada por el Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires (Filba), se extiende como ramas al sol en unas mejillas curiosas dispuestas a embestir las sombra del pasado, esas pastillas de cianuro que el padre les dio a su esposa, a ella y a su hermano menor, como revelará en la entrevista con Página/12, por si eran atrapados.

En su primera novela autobiográfica Ru (que significa “canción de cuna” en vietnamita, su lengua materna, y “arroyuelo” en francés, su lengua literaria) tira del hilo de los recuerdos de la protagonista, que luego de tener una infancia soñada en la elite de Saigón deberá huir del país, pasará por un campo de refugiados en Malasia y se abrirá paso a un nuevo comienzo en Canadá. La novela fue llevada al cine por el director Charles-Olivier Michaud. En Mãn hay una joven refugiada junto a su madre, que intenta casarla con el dueño de un restaurante vietnamita para protegerla. En la bellísima Em, a través de pequeños capítulos, desgrana la tragedia del pueblo vietnamita desde la llegada de los colonos que explotaron las plantaciones de caucho hasta la guerra de Vietnam.

"Mi pasado no está en el pasado"

-¿Por qué la verdad aparece fragmentada, incompleta, inconclusa en tiempo y espacio, como se afirma en el principio de “Em”?

-Me gustaría tener una respuesta más profesional, pero escribí de esa manera porque no sabía cómo hacerlo. Como nunca estudié literatura, escribí como una persona que se encuentra con otra y que tiene una conversación y así una historia conduce a otra y a otra y a otra... Esa es la forma en la que escribo: una historia me hace acordar de otra historia. Me volví más vietnamita después de convertirme en madre. Mi pasado no está en el pasado. Mi pasado ha viajado conmigo y está acá. La lengua vietnamita no tiene tiempos verbales; usamos el infinitivo. Empezamos con el lunes: “ir” al mercado. El año pasado: “ir” al mercado. No hay tiempo verbal (solo cambia el circunstancial de tiempo) porque fue una lengua desarrollada de esa manera. El japonés tiene múltiples sílabas, mientras que el vietnamita y el chino tienen solo un sonido por palabra; nunca más de uno, el japonés sí tiene tiempos verbales. Mientras que el vietnamita se escribía parecido al chino con los caracteres, los franceses que colonizaron Vietnam cambiaron el alfabeto. Pero el vietnamita era un idioma que venía de China; entonces no hay tiempos verbales. Y eso ayuda porque la vida es un todo ahora, porque el pasado nunca está en el pasado y el futuro tampoco.

-Por lo que cuenta, la lengua vietnamita pareciera ser es muy literaria, ¿no?

-Quizá porque es un idioma que se basa en imágenes e ideas. El carácter chino para persona es como dos patitas; para la palabra “siesta”, el carácter es un árbol y una persona porque antes te acostabas contra un árbol para dormir la siesta. El idioma se basa en imágenes. Por ejemplo, el verbo amar en chino es una combinación de tres caracteres: una mano, un corazón y un carácter que parece unos pies. ¿Por qué? Porque si amas a alguien tienes que tomar tu corazón y tus manos, caminar hacia la persona que amas y entregarle tu corazón. Entonces el carácter no es un pie exactamente, pero la profesora nos lo enseñó así para que nos acordáramos. El vietnamita hoy en día no es con imágenes. Pero de alguna manera en nuestra cabeza nosotros vemos esas imágenes. Quizá por eso te parece que es tan poético, porque la poesía tiene que ver con las imágenes.

El peso de cada palabra

-Hay una condensación en el lenguaje de tus libros, que está muy próxima a la poesía. “Las balas matan, pero quizás el deseo también”, se lee en “Em”, como si fueran dos versos certeros. ¿Qué buscás al trabajar con la condensación de la poesía?

-Me encantaría escribir poesía, pero no sé cómo hacerlo porque no conozco las reglas. Como no domino muy bien el francés, no puedo escribir oraciones muy largas y siento que no tengo suficiente vocabulario. Entonces escribo oraciones bien cortitas. Además de todo eso, tengo un hijo con autismo y es no verbal: entiende, pero no oraciones largas. Entonces cuando le hablo tengo que ser muy precisa. Mi cerebro piensa en cómo ser bien concisa. Yo soy abogada y cada palabra tiene un peso, como cada signo de puntuación porque un punto y una coma no son lo mismo. Cada palabra es tan importante al punto de que antes de un contrato hay páginas que definen cada uno de los términos. En un contrato lo escrito debe ser no solo conciso sino preciso. Todo esto me entrenó y me llevó a ser precisa, a ser concisa. Como soy un poquito discapacitada, todo se vuelve muy cortito porque cuando se dice que las armas matan y el deseo mata también yo traté de escribir esa idea en tres páginas y me di cuenta de que había explicado demasiado. La esencia del deseo es como hacer perfume: tienes que cocinar un montón de pétalos de rosa para tener un poquitito de esencia. Pero también esa condensación es porque soy una mala lectora y leo muy lento. Siempre pienso en el lector, en cómo no consumirle demasiado tiempo para que no me abandone (risas).

-A diferencia de algunos que piensan que la escritura se construye a partir de la suma, de la acumulación, trabajás con la sustracción hasta llegar a la médula de lo que querés decir. ¿Qué importancia tiene el silencio?

-Mi traductora al inglés se quería reunir conmigo porque ella vive en Montreal y me dijo: “te necesito ver porque tengo que escuchar tus silencios”. Yo le pregunté: “¿cómo escuchás el silencio?”. Ella me dijo que sabía que hay muchas cosas que saco en lo que escribo y que necesitaba entender mi silencio. Para la película de Ru, el director (Charles-Olivier Michaud), dijo que cuando el personaje salta al agua él quería que hubiera puro silencio, pero en las películas no existe el puro silencio (yo no sabía eso). El ingeniero de sonido se negó, pero el director dijo: “bajá todo; silencio puro”. ¿Por qué? Porque cuando salta al agua, uno piensa que muere. Entonces se cae en esa zona donde no sabés si estás entrando en la muerte. Eso es el silencio. Fue muy difícil convencer al productor de la película de tener seis segundos de silencio. Yo diría que para los libros que escribo también tengo que convencer a mis editores de que está bien hacer silencio y retirar cosas. Muchas veces me preguntan ¿por qué sacaste tanto? Yo confío en los lectores. Cuando hay mucho silencio, le permitís al lector que imagine y que pueda hacerse su propia idea. En Em no sé si te acordás que me refiero al piloto que salva a la niña y que es una historia real; pero en ningún lado menciono si la nena está mirando para abajo o para arriba cuando la levanta. O qué tenía puesto. Yo tengo que inventarlo. Yo decidí que la niña tenía que mirar hacia abajo porque la niña no vio a la familia. Pero al ser salvada y estar subiendo hacia el cielo, ahí tenés la imagen de toda la familia que estaba muerta. Mi primer reflejo fue decir que la cabeza estaba manchada con sangre. Que la niña mire hacia abajo permite que los lectores de pronto puedan ver qué es lo que estaba viendo esa niña: el horror. La palabra manchada (de sangre) es una palabra negativa. Entonces con dos palabras incluí todo. Así es como trabajo, pero me lleva mucho tiempo.

Entre el privilegio y la vergüenza

-En una de las historias de “Em”, se dice que el Tâm crece “entre el privilegio y la vergüenza”. ¿Creciste con esa tensión entre privilegio y vergüenza?

-En Em trato de hablar de nuestras contradicciones, las buenas y las malas; es como el piloto: ¿era un héroe o un traidor? En este caso, el amor te puede poner en una contradicción. Amas, pero te sientes culpable; estás trabajando con los vietnamitas, pero amas a un hombre francés, por ejemplo. ¿Puedes amar a un enemigo? Todo el tiempo pasa que terminamos amando al enemigo. Yo quiero que sintamos esa contradicción en lo que escribo. El lector podría decir: “no debería amar al enemigo”. Yo quiero que nos permitamos tener contradicciones. Hay una filósofa que se especializaba en infancias y ella siempre recuerda que le decimos a nuestros hijos que mentir está mal: “no mientas nunca”. Pero después el padre le dice que van a hacer una fiesta sorpresa a la madre y le pide al niño que no le cuente a su mamá y que le diga que van a ir a un restaurante. El papá le está pidiendo que mienta. Entonces, ¿mentir es bueno o es malo? Esta filósofa plantea que mentir no es bueno o malo per se, siempre es el contexto que lo determina y tienes que explicarle a ese niño por qué tienes que mentir o por qué no tienes que mentir. Entonces le enseñas a ese niño desde el principio que los humanos son complejos y cómo lidiar con esas contradicciones. Yo viví esas contradicciones, nací en la burguesía de Vietnam y durante la guerra estaba protegida, en una torre de marfil, cuando afuera la gente moría. Yo me sentía protegida y culpable. Tuve la posibilidad de sobrevivir en ese viaje en bote y me sentí tan culpable porque sabía que un montón de otras personas murieron en el camino. En tiempos de horror necesitamos sonreír para sobrevivir. Nosotros teníamos un pescado que estaba podrido en el campo de refugiados; era lo único que teníamos para comer. Mi papá nos dijo: “vamos a comer proteínas de ese pescado y ahora también tenemos las proteínas de los gusanos”. En esos momentos él no quería que sus hijos estuvieran enfermos, que se enfermaran por comer ese pescado podrido, pero también necesitaba que comiéramos. La contradicción otra vez. Cuando nos fuimos de Vietnam, esperábamos vivir, esa era nuestra gran esperanza. Pero mi padre tenía píldoras de cianuro y él nos había enseñado cómo tomar esa píldora. Nos dijo que la forma más rápida era sublingual, que no había que tragarla, en caso de que nos encontráramos con piratas o la policía. Entonces estábamos tratando de vivir, pero habíamos aprendido cómo morir rápido. La contradicción está en cada uno de los momentos de nuestra vida.

La historia se repite

-En el mundo continúa aumentando la cantidad de desplazados por las guerras. A pesar de tener el optimismo de la sobreviviente, ¿el pesimismo de la razón te dice que la historia se repite?

-La historia se repite, sí. Hay una imagen del final de la guerra en Vietnam con helicópteros y gente tratando de treparse y la misma imagen la pudimos ver en Kabul. En Facebook alguien puso una imagen al lado de la otra; era lo mismo. Los humanos no mutamos rápidamente; el dedito chiquito del pie no sirve de nada, pero sigue ahí. Lleva tanto tiempo para que cambiemos... Creo que vamos a tener muchos más Vietnam y guerras por la tecnología porque somos más letales hoy en día que en ese momento. Los que son fuertes pueden matar sin perder ni un soldado con drones y misiles. Como ya no vuelven los ataúdes de los soldados a casa, la población está dormida y no sale a la calle. Por eso dejamos que los fuertes sigan haciendo su trabajo y el peligro es que no hacemos nada. Lo terrible es que se pueda matar de una forma tan silenciosa que no lo vemos. No hay protestas porque la muerte se vuelve invisible y los que mueren no tienen voz. Vivimos en una era en la que estamos chocándonos contra la pared del capitalismo. Hoy las fronteras físicas no significan nada por la tecnología. La información fluye para todos lados. Lo cual está bueno, pero también puede ser malo, como un cuchillo que puedes usar para cocinar o para matar. Entonces tenemos que repensar cómo vivimos juntos porque ahora los ricos están creando una comunidad que nos excluye a nosotros, al resto de la población. Me acuerdo que durante el Covid en una pequeña ciudad canadiense una persona compró todo el alcohol en gel que había. Lo primero que pensé fue: quizá te limpies, pero si no se pueden limpiar los demás te van a infectar. Tendrías que hacer que todo el mundo esté limpio para que no te infectes. Yo siento que ahora mismo hay un pequeño grupo que está tratando de comprar todo el alcohol en gel del mundo y creen que eso los va a salvar. 

“El ser humano que soy”

Antes de que los vasos de plástico invadieran el mundo entero, los comerciantes del sudeste asiático vendían bebidas vaciando el contenido de las botellas en bolsas transparentes repletas de hielo. Luego insertaban una pajita y cerraban la bolsa con un elástico.

Esto les permitía conservar la botella y retornarla. No sé gracias a qué milagro, en el campo de refugiados, un día cayó en nuestras manos una de esas bolsas repletas de alguna gaseosa. Éramos trece personas alrededor de la bolsa, bajo el sol rajante. Durante meses no habíamos bebido agua realmente potable, ni habíamos tenido acceso a algo frío. Las gotas de condensación brillaban como diamantes preciosos en el calor. Nos pasamos la bolsa de una mano a la otra; primero mi hermano menor, Nhon, que tenía solo seis años. Yo estaba segura de que daría una sola vuelta, teníamos todos tanta sed; y sin embargo, la hicimos durar tres. Sin tener que decir nada, todos nos contuvimos y apenas mojamos nuestros labios cada vez que nos tocaba el turno.

Junto a las miles de lecciones valiosas que aprendí de aquella experiencia, tuve la confirmación de que estaba siendo criada por una aldea, criada con toda la fortaleza y la dignidad de los miembros de esa aldea. Es gracias a ellos que me convertí en el ser humano que soy hoy.

*Fragmento de un texto que escribió especialmente Kim Thúy para el Filba. La traducción es de Gabriela Adamo.