El mal avanza a medida que tambien avanza la definición del campeonato y se lucha por el título y el ingreso a las copas continentales (ya no por el descenso). El negocio de la mayoría de los equipos es que los partidos se jueguen lo menos posible y que los noventa minutos reglamentarios se diluyan en un desagradable espectáculo de demoras por caídas, protestas, lesiones y simulaciones que irritan a jugadores, técnicos, árbitros, público y hasta a algunos periodistas que todavía dicen amar el juego. En febrero, esta columna apuntó en dos ocasiones que algo había que hacer con el tema. Diez meses después, todo ha ido para peor. Y nadie hace nada.

Si el ideal de la FIFA es que se disputen al menos sesenta minutos de juego neto, el fútbol argentino está diez minutos por debajo de esa pauta. Según datos suministrados por la empresa Opta Stats Perform, encargada de la provisión de big data y estadísticas de la Liga Profesional, los partidos disputados durante noviembre pasado arrojaron un promedio de 49 minutos y 54 segundos. Puede parecer exagerado tildar como un fraude que en los partidos mas importantes de la liga de los campeones del mundo se le sustraigan diez minutos menos al promedio mundial. Pero no está demasiado alejado de la realidad. 

A los muchachos a veces se les va la mano y pasa lo que pasó el sábado en el segundo tiempo de Rosario Central y Racing que duró cincuenta y cinco minutos (los cuarenta y cinco reglamentarios más otros diez que descontó el árbitro Pablo Dóvalo), pero solo tuvo diecinueve de tiempo efectivo. El resto se consumió entre las discusiones, quejas y ficciones que abundaron dentro del campo de juego y las agresiones que partieron desde las cercanas plateas del estadio de Arroyito sobre todo contra el banco de suplentes de Racing. A Gonzalo Costas, hijo de Gustavo y uno de sus consultores técnicos, lo voltearon con un encendedor que le dio en la cabeza.

Mañoso y ventajero como pocos, el fútbol argentino le ha sumado sus propios cortes a los que habitualmente se dan en cualquier partido. Y hasta da la impresión de que varios equipos en la semana ensayan más la trampa y la picardía que las tácticas de juego. A las protestas sistemáticas de los fallos de los árbitros, se ha incorporado la pésima costumbre de que los arqueros finjan lesiones después de una situación de peligro del rival para cortar el ritmo de juego y consumir dos o tres minutos vitales en los que el técnico reacomoda el equipo y de paso, le baja las ínfulas a los contrarios. Algunos entrenadores inclusive ya tienen pautado en qué momentos sus jugadores habrán de tirarse al piso para poder conversar con ellos. 

Si al final de los partidos, los árbitros adicionaran los minutos que deliberadamente van quedando en el camino y no aplicaran descuentos protocolares de cuatro o cinco minutos para quitarse el compromiso de encima, los jugadores y los técnicos pensarían y repensarían la conveniencia de hacer lo que hacen. Como a la larga se recompensa la avivada, la pelota parada sigue siendo el mejor negocio para los vivos e inescrupulosos que no juegan ni dejan jugar.