En una noche templada de Buenos Aires, Yung Beef aseguraba estar “por lo menos a 60 o 70 grados” sobre el escenario de C Art Media. El viento soplaba fresco y la térmica apenas rozaba los 16 grados. La hipérbole, sin embargo, no era gratuita: el calor emanaba de una multitud de centennials que convertían cada verso del trapero español en un mantra colectivo.
El show formó parte de Rave 3000, un ciclo que viene programando encuentros que fusionan música electrónica, ritmos urbanos y pop en la Argentina. Después de dos ediciones exitosas -un festival en abril con Usted Señalemelo y Peces Raros, y una fiesta en mayo a cargo de Hercules & Love Affair-, el ciclo programó una serie de shows internacionales para cerrar el año: el también español Rojuu, los sudafricanos Die Antwoord y, finalmente, Yung Beef.
Pero, lo de anoche, de rave no tuvo nada. Corazón del acid house clandestino, las raves nacieron a fines de los 80, cuando la música electrónica rompió los límites de las discotecas. En Londres, donde el género ganó masividad, las fiestas multitudinarias se desplazaron a espacios no convencionales: fábricas abandonadas, galpones de mala muerte, campos abiertos. Eran lugares de libertad absoluta, con sus propios códigos y rituales, donde miles de cuerpos bailaban toda la noche al ritmo hipnótico de los sintetizadores, los fast tempos, los beats repetitivos. Hoy, reavivadas por la adrenalina pospandémica, esas raves pueden encontrarse dispersas en los sótanos de la noche porteña.
Anoche, en cambio, el show de Yung Beef siguió un formato rígido y controlado. El montaje simulaba una rave pero se asemejaba más a la fiesta de cumpleaños de un famoso, con Beef delante de la consola, el host indiscutible de una noche que podría haber transcurrido en su propia casa. El DJ quedó relegado a un segundo plano, como un freelancer contratado para la ocasión, mientras Beef hacía su trabajo: rapear, con rapidez y a los gritos, sobre putas, sobre crecer en la marginalidad, sobre chicas de Onlyfans, sobre su enemistad con Jesucristo, sobre perderse en las calles señoriales de Madrid.
¿Un error semántico o conceptual? Como sea, los chicos y chicas que asistieron a esta fiesta estaban enloquecidos. Algunos llevaban sombra negra en los ojos; otros, las caras y los cuellos tatuados. Había vapes dibujando fantasmas en el aire, había incluso vinchas con cuernos de diablo iluminados, incluso ushankas soviéticas, incluso una remera con el logo de la NASA reemplazado por la palabra "TUSSI".
Sobre el escenario, el hijo de una familia marginal del sur de España, que a los once ya fumaba porro y a los catorce vendía droga en las calles de Albaicín, que lavaba platos en Marsella y Londres para subsistir, era adorado por centennials que memorizaron cada una de sus letras.
Su historia es tan fascinante como contradictoria. Fundó el primer grupo de trap español en firmar con una discográfica multinacional y colonializó el trap granadino sumándole argot puertorriqueño, marroquí y gitano. Su independencia para trabajar y su discurso pseudoanarquista lo posicionaron como un referente para los adolescentes. Llena arenas y estadios. Su producción es voraz: publicó una veintena de trabajos largos en cinco años, mezclando trap, neoperreo y reggaetón.
Es un fenómeno del trap español, pero no se considera artista: “No sé cantar ni soy músico, no considero que haga arte”, llegó a decir en una entrevista reciente. Y, aunque pocos lo sepan, su nombre artístico tiene raíces inesperadas: lo tomó de Young and Beautiful (2013), de Lana del Rey, otra referencia que consolida el alcance contemporáneo de la artista que, por otro lado, encaja a la perfección con las ideas del white trash y la marginalidad enmarcadas en unos pómulos prominentes y una mandíbula definida.
Durante la hora exacta que duró su presentación, Beef alternó entre bases de reggaetón, barras de trap venenoso y, en momentos fugaces, ritmos de salsa y electrónica. “Ahora todo el mundo quiere ser mambero”, lanzó en algún momento de la noche, mientras las luces rojas bañaban el escenario. La frase, entre la burla y el hartazgo, resonó como una profecía autocumplida: el underground devenido en mainstream, la marginalidad convertida en mercancía, el mambo transformado en pose generacional. El final fue abrupto y sin ceremonias: no hubo un bis, ni siquiera un saludo de despedida.
En el aire fresco de la noche porteña, mientras algunos se resistían a abandonar el galpón de Chacarita, quedaba flotando una certeza: el trap español encontró en Yung Beef a su antihéroe, un personaje que transitó el submundo antes de rapearlo, que conoció la miseria antes de monetizarla. Con eso hizo ruido y, para bien o para mal, es lo más auténtico que tiene para ofrecer.