El comedor Color Esperanza de Villa Caraza queda lejos de todo. No ya de la Casa Rosada, o de La Plata o del Obelisco. De todo. Pero ellas están ahí. Ellas y los pibes que corren entre las mesas de tablas cepilladas y largas, tan cerca unas de otras que pueden escucharse los pensamientos de la mesa de atrás. Aunque eso era antes, cuando la comida alcanzaba para todos y todos comían juntos. Ellas están ahí, haciendo malabares. Ellas y Damián Diaz, el compañero que revuelve las ollas que cocina a fuego de leña con -como si hiciera falta- treinta y seis grados al puro rayo de sol. Y que sonríe y aprieta la mano franca cuando saluda.

Adentro otras mujeres cocinan otras ollas porque “hoy todo el mundo depende de una olla. Lamentablemente tenemos un techo donde no podemos abastecer esos taper. Hay mucha gente que nos queda colgada, que no los podemos suplir y es re triste. Es triste porque los ves que vienen con los pibes. Vienen de recorrer otros comedores buscando algo para llevarse a la boca, para darle de comer a sus hijos. Es un desfile de lástima y a veces llegan tarde cuando ya no hay más y no sabemos que decirle ni que hacer, porque…es un bajón.” Alejandra Ramos, a pesar del ejercicio cotidiano de lidiar con el hambre del barrio, no llegó a endurecerse, porque además “no es un taper - una persona, es un taper una familia y cada taper es una historia distinta, una triste historia que no podes ignorar. No consigo esquivar eso”.

Aquí están las mesas largas, vacías en el espacio estrechísimo, por donde corren los hijos y las hijas de quienes cocinan. Juguetes rotos que se usan como se puede. Un par de perros que entran a refugiarse del sol, una chica que llega a contar que en la esquina se están peleando dos muchachos. Esta parte de Villa Caraza es algo picante, pero “acá adentro no. Nos conocen y saben que acá hay reglas, si no se tornaría imposible. Bastantes trabajos ya tenemos”.

La nueva situación es desesperante. Llega gente que tiene hasta trabajo en blanco, pero que sin la olla, la familia no come y con los comedores cada vez con menos comida, ya no es ir a la olla, sino recorrer a ver en cuál queda algo.

Y como siempre, los más jodidos acaban contando solo con ellos mismos: “Antes éramos varios, había sueldos y se podía, ahora solo quedamos cinco y ad honorem, son recicladoras, cartoneros que vienen por solidaridad y con algo nos ayuda el Sistema Alimenticio Municipal, con algo en el menú diario. Cada olla son doscientas porciones. Ahí tenés que poner una bolsa de cebolla, una de calabaza y algo más, porque no le podes dar un plato de agua porque total son necesitados. No se puede, tenemos que dar comida”.

“Recibimos y abrazamos a todos, pero viene gente de Caraza, del barrio 9 de Julio, del Eva Perón, de San José Obrero y del lado de Lomas de Zamora, del barrio 10 de enero y de Fiorito también. Los vamos conociendo, nos reconocemos en el hambre.”

Es un nuevo vía crucis donde “a veces llega alguien con los hijos, tarde, cuando ya no hay nada. Y ahí hay que, a veces, inventar, y cuando no se puede les damos lo que es nuestra porción. A veces queda una papa y una cebolla entonces se lo lleva con algo de madera para hacer fuego. Qué se le va a hacer…”

Es temprano. Le leña humea y los primeros vapores salen de las ollas que están en la calle al cuidado de Damián. Adentro las otras mujeres arriman algo mas a las ollas y comienza el desfile de la miseria preguntando si ya hay comida. Uno tras otro. Algunos solos, otros con niñas y niños de la mano, ya cansados y con calor y con la bolsita con el taper. Se ve que llegan preguntando sin esperanza. Desde hace unos meses esperan el “no hay” mucho más que el “dame que te sirvo”. Mientras en el comedor los chicos y las chicas más grandes cuidan al piberío sin dejar de cortar verduras y de ir limpiando lo que cae al piso. Las madres manejan el fuego en esa coreografía de la esperanza desesperanzada. Hace muchísimo calor, pero nadie se queja.

Alejandra se seca el sudor de la frente con la palma de la mano. Mira para afuera. Estira el cuello y sigue: “mucha gente grande deja lugar a los otros y de repente solo pide yerba y se conforma con eso y con eso subsiste” y nunca la palabra subsiste fue tan exacta.

Desde esta lejanía, Alejandra Ramos no consigue otear el horizonte. Todo queda lejos de Villa Caraza, y el futuro mucho más. El bosque próximo es una postal de la fila de hambrientos, recicladoras, cartoneros jodidos que cocinan para otros jodidos, con fuegos a leña, ollas a medio llenar o medio vacías, gente con problemas y un ejercito de pibes que se van a ir a dormir con un hueco en el estómago y “yo escucho cuando se habla del futuro ¿en que vas a pensar con la panza vacía? Todo es hoy. Todo es presente”. Y el presente es caminar mil cuadras para conseguir un plato de comida que tenés que compartir entre cuatro y a veces entre más.

Alejandra mira hacia la esquina y le dice a su compañera: “mirá, ahí viene”. Es una mujer con tres chicos en escalera entre cinco y diez años. Se les ve la pesadez del cansancio en el sudor. Es el presente que llega con el futuro agarrado de sus polleras. El futuro más chiquito estira la mano en la que tiene un taper y solo pregunta sin esperanza: “¿quedó algo de comida?”