En una entrevista Keanu Reeves (Diciembre de 2021) relata una anécdota que encontró maravillosa: unos niños entre 13 y 17 años juegan en el domicilio de un director de cine amigo. Les pregunta si vieron Matrix (Wachowski, 1999), a lo cual le responden que no tenían idea de qué hablaba. Les cuenta entonces la trama de la película: “es un tipo que está en una especie de mundo virtual y descubre que hay un mundo real, y entonces se cuestiona qué es real y qué no lo es, y realmente quiere saber qué es real”. 

La niña, sorprendida, le pregunta: “¿por qué? ¿Qué querés decir? ¿A quién le importa si es real?”. La sorpresa pasa al otro lado de la cancha: “¿No te importa si es real..?”. El cambio de paradigma cierra con un taxativo “no”.

Dos décadas de diferencia entre la primera Matrix y el relato de la anécdota, y una pregunta intrigante: ¿hoy la realidad es menos relevante para estos adolescentes porque son hijos de un director de cine y la ficción forma parte de una realidad lúdica que hace innecesaria la distinción respecto de la realidad convencional, o acaso los cambios histórico-políticos en los modos en que nos subjetivamos hacen que sea cada vez más innecesaria la diferencia entre realidad e irrealidad (o virtualidad, en este caso).

Neo se debatía entre la pastilla azul o la roja. Luchaba por la realidad y por la verdad que había en ella. Mientras que Cypher era el Judas que sabía que la realidad virtual era un engaño pero que quería disfrutar del sabor de esa ilusión. Si su nombre puede traducirse como “cifra” o “código”, Cipher fue aquel que eligió el código o, más cercano a nosotros, el algoritmo, de la Matrix.

¿Qué es real?

¿Qué es real y que no lo es? Pregunta que nos lleva a distinciones que culturalmente hacemos entre lo real y lo irreal: realidad y fantasía, realidad e ilusión, la realidad y el mito, lo real y lo virtual, lo cual muchas veces incluso nos ha llevado a asociar lo real con lo verdadero (hoy día incluso es frecuente que para afirmar la veracidad de una frase, se puntúe su final con un "real…").

Pero resulta que el psicoanálisis, aún antes que la física cuántica, ha descubierto que no existe una sola realidad: también existe esa otra realidad, la del Inconsciente, como bien revelan nuestros sueños. ¿Acaso no sentimos como una realidad de igual derecho que aquella de vigilia, a las vivencias que tenemos en sueños? 

Entonces, una fantasía pertenece a una realidad paralela, que convive con la realidad convencional. Por otro lado, y para más cuestionamiento a estas fórmulas dicotómicas, también tenemos a aquellos jóvenes de Keanu, que no ven la importancia de la distinción entre realidad real y realidad virtual.

Y es que nuestra relación con la realidad es paradojal: como dijera Winnicott, ningún objeto exterior se siente real a menos que primeramente haya sido (re)creado internamente de modo subjetivo. Por eso las situaciones traumáticas muchas veces no se sienten como reales -lo cual está muy bien representado en las escenas de películas de guerra, habitualmente en el momento posterior a que algo ha estallado, el afectado ve la realidad exterior en cámara lenta y como una serie de cosas inconexas que suceden sobre el fondo de un silbido que representa la pérdida de la continuidad del sentido-. Precisamente, cuanto más excesiva e irrepresentable ha devenido una realidad exterior, menos la sentiremos como real y más como una ficción; mientras que cuánto más podemos ficcionar lo real exterior, más real (y verdadera) sentiremos la realidad.

Entonces estamos como Neo 20 años antes: preguntándonos qué es real.

Lo que no existe

La frase que da título a este artículo, fue dicha por una paciente para referirse a fantasías que la detenían en ilusiones que no se traducían en realidades. Atarse a fantasías de amores ideales que no la dejaban experimentar con amores reales. Y acá tenemos una pista acerca de cómo reconocer cuando algo no es real: el fantasear puede devenir una fuga de la realidad cuando deviene estasis, deteniendo y atrapando el deseo, más que permitiéndole proyectarse inventando nuevas realidades. En estos casos no se fantasea porque se vive, sino para no vivir. Es entonces que aparece el sentimiento de irrealidad, de inexistencia, de banalidad.

En relación a la virtualidad ¿podrá suceder algo similar? Si vemos lo que sucede con este gran dispositivo de aislamiento social que son las redes sociales, lo que tenemos son toda clase de formas de intentar suplantar la realidad corporal por la virtual, de modo que los cuerpos queden estáticos. ¿Acaso eso sería perder sentimiento de existencia? Si un diálogo se puede sustituir por un posteo, un afecto por un emoji, una reacción afectiva espontánea por personas que se filman a sí mismos "reaccionando" a la vida, entonces tenemos que pensar que sí. Así como con las fantasías, cuando devienen una fuga de la realidad, la virtualidad deviene irreal cuando se pierde el sentimiento de existencia a partir de estos sustitutos parasitarios. Y el indicador fundamental de irrealidad es el sentimiento de vacío, de ansiedad, de vacuidad, de compulsividad cuando buscamos algo que no termina de satisfacer nuestra necesidad -como una especie de descarga onanista pornográficamente estimulada que deja un permanente resto ansioso que irá en aumento de continuar evitando el encuentro de los cuerpos, sus afectos y lenguajes-.

La realidad de la fantasía

El problema no es necesariamente la virtualidad, ni la fantasía, ni el mito. Cuando transitamos una experiencia cultural como ver una película, entramos en esa zona intermedia que Winnicott entendía como transicional entre el adentro y el afuera, entre lo que es de uno y lo que es del otro, entre la fantasía y la realidad. Entonces lloramos, nos enojamos, pasamos angustia, alegría, por algo que, aún sabiendo que es una ficción, nos entregamos a ella como una realidad.

Las redes sociales, sin embargo, se han convertido en campos de batalla, políticamente instrumentalizadas para hacernos votar, comprar, temer, odiar, desear, y han operado queriendo parasitar la realidad común de vigilia -tanto como la de los sueños-, de modo que es tanto más probable que hoy cuando decimos “grupo”, estemos hablando de uno de whatsapp y no de una grupalidad que comparte el encuentro de los cuerpos. ¿Pero acaso la virtualidad de un “grupo” de whatsapp no podría ofrecer una experiencia que toque los cuerpos como nos sucede cuando vemos una película y nos movilizamos? La respuesta a esta pregunta quizás sea otra pregunta: si vamos a lo que de hecho nos sucede ¿cuando estamos en un grupo de celular, nos sentimos como en un grupo real? La evidente respuesta negativa tiene que ver con las condiciones de los encuentros. Hasta un intercambio epistolar del siglo XIX tenía mejores condiciones: el tiempo y el espacio para expresarse a través del lenguaje plasmado en letra manuscrita en una carta, la expectativa de recibir la carta que se iba invistiendo de fantasías, de anhelos, de olvido y sorpresa cuando finalmente llegaba, el tiempo de la lectura como momento de intimidad a solas con ese cuerpo manuscrito que se dejaba recorrer con la mirada y co-construir con los propios sentidos que se le aportaban. Muy diferente es la masividad de las redes, la banalidad a la que obligan a hacer recaer los intercambios cuando prima la instantaneidad, la brevedad, el acortamiento de la presencia, del afecto, de la lengua. La rapidez y masividad de las imágenes y las palabras, en su escroleo infinitizante, imposibilitan todo aquello que el intercambio epistolar oficiaba, reduciendo la expectativa, el fantasear, el tiempo de lectura/escritura, la intimidad de ese encuentro, la capacidad de que el medio escrito simbolice la presencia del otro al punto de sentirlo real, tinta sanguínea de un encuentro posible.

Quien intitula estas líneas destaca que vivir de lo que no existe, además de no ser posible, no está bien. Hay un valor moral en su propia reflexión, el cual se funda en un acto de amor propio a no confundir con el engrandecimiento narcisista de la ilusión.

Ese onanismo de la fantasía que quiere saborear la ilusión de un algoritmo, no está bien, pero no por simple moralina posmoderna sino porque no es real. No se siente así. No nos deja creer, crear, vivir.

Entonces sí importa saber qué es real y qué no, porque de ello dependerá si consagramos la vida a la muerte, si podemos sentirnos vivos, y si podemos registrarnos a nosotros mismos y al otro. 

*Psicólogo, Profesor en Psicología y Magíster en Salud Mental (UNR). Psicoanalista. Escritor. Investigador. Psicólogo en Ministerio de Desarrollo Social. Autor de La violencia en los márgenes del psicoanálisis (Ed. Lugar) y de Los procesos de subjetivación en psicoanálisis: el psicoanálisis ante el apremio de una revolución paradigmática (Ed. Topía).