El 28 de junio de 1973, Litto Nebbia lanzó uno de los álbumes más extraordinarios de su prolífica carrera discográfica. Muerte en la Catedral presentaba un compendio de piezas que combinaban impronta jazzera, aires folklóricos y climática ciudadana. Por entonces, el rosarino contaba con apenas 24 años pero ya había sentado las bases estilísticas del rock argentino a través de sus creaciones junto a Los Gatos. Al comando de proyectos posteriores, como Nebbia’s Band y Huinca, expandió los límites del género e inauguró una etapa de experimentación con estupendos resultados. 

En 2013, el disco tuvo una necesaria reedición a través de este diario, que celebró las cuatro décadas de su aparición con un lanzamiento en formato de disco-libro que lo trajo nuevamente al presente. Y ahora, a más de medio siglo de su aparición, aquel mítico trabajo será presentado en forma íntegra en vivo, junto a otros clásicos del autor. La cita tendrá lugar el jueves 5 de diciembre a las 21 en el ND Teatro, ubicado en Paraguay 918. El compositor estará acompañado por Ariel Minimal en guitarra, Nica Corley en bajo y Tomás Corley en batería. La ocasión proporcionó la excusa ideal para un encuentro con el trovador en Melopea, su estudio de grabación en el barrio de Villa Urquiza. El “inventor del invento” (así lo apodó, con certeza, Andrés Calamaro) desmenuzó, para Página/12, ese puñado de piezas atravesadas por el tiempo en que les tocó nacer.

-Muerte en la Catedral fue el primer trabajo del trío que conformaste junto al contrabajista Jorge “Negro” González y el baterista Néstor Astarita. Ellos tenían un gran prestigio dentro de la escena jazzera local. Incluso, eran los laderos del pianista Rubén “Baby” López Fürst. Vos venías del mundo del rock. ¿Cómo lograron esa sólida fusión musical proviniendo de orígenes tan diversos?

-Bueno, eso pasa cuando te encontrás con gente que no tiene mentalidad ortodoxa. Yo llevaba al seno del grupo una canción armada, pero no cerrada. Luego, durante el trabajo realizado en los ensayos, aparecían las acentuaciones jazzísticas o las rítmicas folklóricas. Nosotros mixturábamos los géneros con total libertad. La fusión, entonces, se daba de manera natural. La gente comprendió la propuesta. De hecho, tocábamos en los festivales rockeros de la época y el público nos prestaba la misma atención que le brindaba a propuestas como la de Vox Dei.

-El álbum incluye, por primera vez en tu discografía, canciones cuyas letras no te pertenecen. ¿Modificabas la manera de componer cuando tenías que musicalizar un texto ajeno?

-No, para nada. Si comprendés la armonía que hay entre las palabras, se le puede poner música hasta a la guía telefónica. Mirtha Defilpo -mi pareja por aquellos años– fue la pluma detrás de “Mendigo de la luna” y “La operación es simple”. Su lenguaje poético era muy distinto al mío, que tendía más a lo evocativo y autobiográfico. Sin embargo, logramos una buena amalgama entre la lírica y la melodía. En mi siguiente placa, Melopea, más de la mitad de los temas fueron escritos por ella y musicalizados por mí.

-El disco fue plasmado en los estudios locales del sello RCA, con una consola de ocho canales, lo que significaba para la época un gran avance tecnológico. ¿Cómo influyó, en la confección de los temas, contar con semejante posibilidad?

-Podía, por ejemplo, abrir al estéreo el plano sonoro de cualquier instrumento. En realidad, no necesitaba mucho más. Mis primeras grabaciones fueron a los 16 años con Los Gatos Salvajes. En ese momento registrábamos las canciones en apenas dos canales. Atravesar dicha experiencia forjó en mí una disciplina que aún conservo. Me refiero al poder de síntesis a la hora de elaborar una pieza. Esa cualidad te sirve aunque te sobren los canales.

-Según la ficha técnica, el disco fue grabado en tan sólo 40 horas.

-Así es. Tardamos poco tiempo porque ya teníamos las canciones preparadas. No íbamos al estudio a terminar de componerlas.

-¿Esa eficacia a la hora de grabar los temas se debía a que ya habían sido interpretados en vivo?

-No, fueron estrenados en el estudio. Cuando salimos a tocarlos, y tras el correr de los conciertos, les encontramos otros matices. Esas variaciones eran producto de la química musical que teníamos como trío.

-La placa abre con “Vals de mi hogar”, una enternecedora viñeta familiar.

-Sí, tengo varias composiciones que evocan momentos de mi vida. Musicalmente, la abordé junto a Astarita quien aportó sus toques percusivos. Es una pieza en 3x4, de ritmo irregular y con ciertos acentos emparentados con el folklore.

-Le sigue uno de los momentos más impactantes: “El revolver es un hombre legal”. Una obra de corte progresivo y con precisos arreglos de caños.

-Allí participaron Gustavo Moretto, en trombón y trompeta, y Bernardo Baraj en flauta y saxo tenor. Los vientos de Alma y Vida. Le pasé la melodía a Moretto y él hizo los ajustes finales. Es una entrega un tanto funky y de armonía dispar. Utilicé un piano eléctrico Hohner al que le conecté un pedal wah wah. El tema, además, contó con un gran solo de guitarra de Roque Narvaja, quien usó una Gibson 335.

-El disco fue lanzado en un contexto donde parte de la juventud había elegido el camino de las armas para cambiar una realidad opresiva. En un fragmento de la pieza afirmás: “Larga es la realidad, tan corta la justicia, por eso el revólver es un hombre legal”. ¿Con esa expresión estabas justificando el camino tomado por esa generación?

-No, siempre estuve en contra de cualquier tipo de violencia. El tema reflejaba el estado de situación de aquella época. La frase era como decir “Estamos en un momento en que vale todo”. La letra, lamentablemente, no perdió vigencia porque el mundo en el cual vivimos es sumamente brutal. La diferencia es que, ahora, la agresividad está naturalizada.

-Otra composición que evidenciaba el clima de esos años es “Señora Muerte”.

-Sí, aunque ahí hablo sobre mi propia muerte. En una atmósfera onírica, describo mi partida como el pasaje a otro estadio de vida. En el texto menciono dos acordes (séptima mayor y la menor) que son los que suenan en ese exacto momento. El recurso ya lo habían utilizado Los Panchos en “Siete notas de amor”, un bolero muy popular cuando yo era un niño.

(Imagen: Guadalupe Lombardo)
 

-El lado uno del vinilo cerraba con “El otro cambio, los que se fueron”, una de las piezas más conmovedoras de tu carrera.

-¡Quedó en ese lugar porque no sabíamos dónde ubicarla! Era una canción rara y muchos la tildaban de “aburrida” porque no tenía batería, ni solos de guitarra. Además, poseía una narrativa extensa para los cánones rockeros. Sin embargo, fue un tema que perduró.

-¿Los personajes que describís en la canción eran reales o imaginarios?

-Eran personas que conocía de la ciudad de Rosario. Todas ellas con una postura bastante rígida ante la vida. La lírica fue influenciada por mis lecturas de la obra de Roberto Arlt. Libros como Los siete locos y El amor brujo. Originalmente, la pieza se llamaba “Tiempo de Arlt”, pero cuando fui a registrarla a Sadaic me pidieron la autorización del escritor. ¡Qué había fallecido treinta y un años atrás! Entonces, de bronca, agarré una frase del tema y así quedó denominado.

-Retrataste a aquellos individuos como perdedores. Ese tipo de descripción estaba muy presente en la poética del tango de las décadas del ’30 y ’40.

-Sí, el tema tiene una impronta tanguera que está reforzada por la participación de grandes del género. Allí suenan los violines de Antonio Agri, Reynaldo Nichele y Fernando Suárez Paz. Todos dirigidos por Rodolfo Alchourrón, un músico muy detallista a la hora de construir arreglos. Un verdadero arquitecto de la canción.

-La composición que titula la placa dura casi nueve minutos. Una propuesta en sintonía con grupos de la época, como Yes o Genesis, que extendían los límites de la canción hasta donde les fuera posible. ¿Solías escuchar a esas bandas de carácter progresivo?

-Las conocía, pero en esa pieza hay una climática más emparentada con el free jazz. Cerca del cierre, sobreviene un segmento de improvisación junto a Baraj, Moretto, Astarita y “El Negro” González, que tocó el contrabajo eléctrico con arco.

-En ese tema advertís: “El pájaro negro anuncia, en su vuelo, un tiempo de tormenta”. Toda una premonición para los días que vendrían.

-En aquellos años no podías ser muy directo con apreciaciones respecto a la coyuntura política. De todas maneras, nunca me gustaron las letras demasiado explícitas. En esa canción, como en otras del elepé, hago referencia al descreimiento que la sociedad tenía debido al convulsionado tiempo que atravesaba al país.

-El álbum recibió muy buenas críticas de los medios especializados. Al año siguiente, publicaste otra placa excepcional: Melopea. Sin embargo, tiempo después, el sello RCA te rescindió el contrato. ¿La discográfica te dio algún tipo de explicación al respecto?

-Me enviaron una carta que aún conservo, donde planteaban que mi rumbo artístico no coincidía con los proyectos de la compañía. Entonces, quedé libre de toda obligación contractual y seguí mi camino. Actuaron, debo decir, de forma honesta. A Astor Piazzolla, en aquellos años al frente del Conjunto 9, le pasó exactamente lo mismo.

-¿A la RCA no le daba prestigio tenerlos a ambos entre sus filas?

-Quizás sí, pero el negocio imponía promocionar a una serie de artistas intrascendentes pero que satisfacían las expectativas comerciales de la empresa.

-¿Qué sentís al volver a poner, cincuenta y un años después de su alumbramiento, esas canciones sobre un escenario?

 

-Me da mucho gusto porque, al revisitarlas, compruebo que están muy bien construidas, armónica y melódicamente. Ahora, en mi banda, tocó con músicos que no habían nacido cuando las compuse. Compartirlas con una nueva generación de colegas es muy emocionante.

 

 

El encuentro con Pérez Celis

La edición original de Muerte en la Catedral ostentaba una lujosa presentación. La cubierta, al desplegarse, traía las letras de todas las composiciones, fotografías de los músicos participantes y una ficha técnica con datos de la grabación. La tapa presentaba una pintura realizada por el artista plástico Pérez Celis.

-¿Cómo llegó Pérez Celis a ilustrar la carátula del disco?

-Nos encontramos, de pura casualidad, por la calle. Intercambiamos saludos y, luego, me reveló que solía poner mi música a la hora de pintar sus cuadros. Entonces, le conté que estaba grabando un disco llamado Muerte en la Catedral. Al despedirnos, me dijo: “venite dentro de diez días a mi estudio”. Cuando fui tenía la obra terminada. El motivo había sido inspirado por el título de la placa.

-La portada era atípica para la época. Tu nombre, además, aparecía al margen derecho en letras no muy legibles a primera vista. ¿El sello, que anteponía lo económico por sobre lo artístico, puso algún tipo reparo antes de editarla?

 

-No, porque Pérez Celis ya era una figura consagrada. Entonces aceptaron la idea. La imagen era muy elegante y armoniosa. Y en su momento generó un gran impacto.