En el año 1987 éramos pocos los gays y lesbianas que agrupados en la sede de la CHA en la calle Rodríguez Peña, casi Viamonte, nos juntábamos en comisiones luego de pasar un cuatrimestre por un “grupo de reflexión”. Además de ser mayor de 18 años (por el temor a la denuncia por corrupción de menores), para militar en la antigua CHA había que ir una vez por semana a un espacio donde con un coordinador se charlaba al modo de los grupos de autoayuda que impulsó la cultura gringa influida por las iglesias de corte metodista. 

Mi coordinador fue Ángel Bruno, un hippie de Plaza Francia del que me enamoré cuando me recibió por primera vez en esa sede de la CHA en 1986. Dio la casualidad que él fue mi coordinador y durante esos encuentros en los que charlábamos de sexualidad, cultura, vida cotidiana y política no solo nos formábamos quienes íbamos a militar allí, sino que también se detectaban los casos de gays y lesbianas tan lastimadxs que el coordinador derivaba a atención psicológica. 

Ese primer acercamiento fue en épocas donde un virus andaba estableciendo relaciones misteriosas entre, como sostuvo Néstor Perlongher en “El fantasma del sida”, pobres y bellos migrantes haitianos y altos ejecutivos, yuppies, del derribado World Trade Center. En Argentina todavía no existía migración haitiana significativa ni un rascacielos monumental, pero allá se amasó el nombre para hablar de la enfermedad que manifestaban CEOs de los 80/90: “La peste rosa”. 


La respuesta comenzó con los propios agredidos: los gays ya que, al menos en Argentina, el colectivo travesti-trans aún no se había conformado. Y fue así como la CHA de aquel entonces lanzó la campaña “Stop Sida” en la que se recolectabamos fondos, se asistía a internadxs en el Hospital Muñiz, tejíamos alianzas con médicos amigables y hasta traducíamos textos. 

Todavía recuerdo como con una Remington 25 y un chico que no recuerdo su nombre, pero sí que era un hermoso bailarín del Teatro Colón, traducíamos “a ciegas”: en vez de cero-positivos, escribíamos suero-positivos. Eran épocas sin derechos, sin “aparatos” y si queremos hacer una analogía eran a “tiza y carbón”. 

Hoy Ángel está multiplicado en la tierra de la Reserva Ecológica Costanera Sur, el chico lindo con el que “traducíamos” me dijeron que también partió (hay un lugar de llegada siempre) y nos gobierna un siniestro que está cortando la entrega de la medicación que puede cronificar el vih y sida, mientras destruye sistema de atención a pacientes oncológicos, personas con discapacidad y enfermedades poco frecuentes

Ya no será con tiza y carbón, pero es hora de construir una respuesta comunitaria “con y más allá” de los anquilosados aparatos partidarios y agrupacionales que están durmiendo un sueño irresponsable de cálculos electorales y viajes multilaterales mientras nuestrxs hermanxs mueren. Y es en este contexto donde Fabrizio Centrone escribió, dirige y actúa en una maravillosa obra que agarró la noción “peste rosa” y la hizo poesía impecable y bella, buceando en los impactos de la crisis del sida de los 80 y en las respuestas, terrores, miedos y esperanzas de una población que ganó derechos, pero que puede perderlos si no reconstruye lazos más allá de individualidades que podrán ser valiosas, pero que como sabemos no son el sujeto colectivo que puede vencer a la crueldad. Hablamos con Fabrizio.

¿Fabricio contanos de vos?

-Tengo 27 años, nací en Villa Urquiza y pasé la mayor parte de mi vida acá, exceptuando los años que vivimos con mi familia en México por el trabajo de mi padre, que se dedica a dirigir también, pero no teatro, sino fútbol. Mi madre es del campo, del interior de Santa Fe, conoció a mi viejo un día que él había ido a jugar un partido de fútbol a su ciudad, Colón. Luego se convirtió en abogada y nos tuvo a mi hermana y a mí. Mis padres son hijos de italianos que emigraron por las guerras y el hambre. Yo me crié entre ellos, el cine y los VHS del Blockbuster. La ficción para mí siempre fue mucho más que un entretenimiento, es la posibilidad de compartir un momento de intimidad profunda con un otre. 

¿Cómo llegás al teatro?

-Lo conocí de grande, fue un deseo mío ir, mi mamá lo acompaño y después se fue desarrollando sólo… También tuve a la mamá de unos de mis mejores amigos del secundario que me incorporó a sus salidas al teatro con amigas, liberando a mi madre del compromiso de tener que sentarse 3hs en una butaca. Cuento todo esto porque la historia de uno también es su herencia, reniege de ella o no. Yo por suerte no la siento como una carga, sino como un regalo. La herencia, sea de la familia o de la comunidad nos pesa, para bien o para mal. En la obra ese es el tema central.


Estudié Licenciatura en Actuación de la Universidad Nacional de las Artes, espacio de educación pública y de calidad que se convirtió mi segundo hogar, donde no sólo me formé artísticamente, si no también conocí a mis amistades, y donde hoy sigo creciendo ejerciendo la docencia junto a quienes son mis mentoras, Susana Pampín, Daniela Goggi y Fernanda Heredia.

¿Por qué escribiste esta obra?

-Durante la pandemia, cuando la intimidad sólo existía en fantasías o en aplicaciones de citas, conocí a un lindo médico infectólogo a través de una de ellas. Mientras él me relataba los horrores de la pandemia yo miraba series en calzoncillo. Una noche le comenté: “Gran momento para un infectólogo. Tu primera pandemia”. Me respondió que sí, que, a diferencia de sus superiores, era su primera. Pregunté sorprendido y estupidizado: “¿Tus superiores estuvieron vivos en la gripe aviar de la Primera Guerra Mundial?”. Él respondió: “No, en la del SIDA”. Era yo, Fabrizio Centrone, el peor puto de todos. Negando la propia pandemia que casi causa nuestra extinción años atrás, estaba yo siendo negacionista de mi propia herencia. Nunca más volvimos a hablar después de eso. Hay muchas preguntas que me hice durante ese tiempo que no sé si las plasmé en la obra pero que tal vez intenté y que si no lo logré seguramente abordé en otro momento. No dejo de preguntarme cómo hubiera sido la pandemia del VIH/SIDA si no hubiera afectado en principio a los homosexuales, qué hubiera pasado si el Estado hubiera intervenido y en todo el mundo los homosexuales hubieran tenido que aislarse, qué hubiera pasado con esas parejas estando solas, solas con el miedo a la enfermedad y la locura. Como hubiera sido esa lucha si no tuvieramos el deber de la lucha por la memoria y la democracia. La historia contrafáctica no sirve de nada para los libros de historias, pero si para la ficción y por eso escribí la “La Peste Rosa”. 

En la obra hay un diálogo dentro del propio guión con texto de cartas. ¿Podés contarnos cómo y por qué ese diálogo?

-Hace muchos años atrás, revisando viejas cajas de recuerdos familiares, entre álbumes y VHS caseros, encontré una carta escrita a mano que no reconocí. La misma iba dirigida hacia un hombre, que parecía había dejado de escribir las cartas de amor que ahora se le reclamaban. Quien escribía le suplicaba que volviera a manifestar su amor que tanto le faltaba. La carta tenía fecha de 1940, estaba escrita en Santiago del Estero, en una hoja de cuaderno como los que yo usaba en la primaria, y firmada con un seudónimo: Madam. Mi madre me comentó que la había encontrado en la calle años atrás, entre la basura que alguien había desechado. Quién fue Madam y por qué ocultó su nombre, quién fue Luis y por qué no le contestó, eso no lo sé. Jugar con esas posibilidades fue lo que me atrajo a incorporarla al texto. Esa carta original fue un punto de partida de otras cartas ficcionales para darle un cauce a esa historia. Quien se encargó de ponerle el cuerpo al fantasma de todo lo que está ausente en la obra fue Agustín Ferreyra.

La obra transcurre en el Tigre. ¿Por qué y cómo decidiste incluir esa geografía?

-Primero porque amo el Tigre, paso todos los fines de semana y veranos que puedo ahí, muchas veces con mi amiga Ernestina Gatti, quien actúa en la obra y me acompañó en el proceso de escritura. Es uno de los lugares que más conozco y más me siento capaz de relatar. Yo tenía la idea de escribir sobre el aislamiento, sobre escapar a la naturaleza buscando un refugio de la sociedad, y sobre cómo esa idea a veces sale mal. Sabía que en la dictadura y años después las islas fueron lugar de escondite para muches, así como también funcionó allí un centro clandestino de detención, por eso me pareció apropiado ambientarla ahí. Investigando también descubrí los carnavales que se realizaban en el Tres Bocas. Después de una proyección de Sexo y Revolución de Ernesto Ardito, a la que asistimos con Ernestina. Él me dijo “si la historia transcurre en el Delta, tienen que aparecer los carnavales”.

Tu personaje todo el tiempo tiene pesadillas con sangre en los ríos del Delta del Tigre. ¿Qué simboliza esa sangre?

-El río de sangre refiere a esa masa inmensa de agua que funcionó como fosa clandestina de cuerpos durante la dictadura. Si bien sabemos que esos asesinatos aéreos no ocurrieron en el Delta, si no más adelante, para mi el agua es el elemento de la sensibilidad, y me parecería inverosímil que esos crímenes no hayan generado un eco entre sus cauces. El río también lo pienso como las venas y las arterias de un país, de un cuerpo, las venas que en su sangre portan los virus, el veneno de serpientes y los fantasmas del pasado. El personaje de Daniel interpretado por Tomás “Toto” Salinas, tiene pesadillas constantes de enfermedad, muerte, violencia y sangre que son negadas por su pareja. Para mí él es una Cassandra más actual, condenada a poder ver el futuro sin que nadie le crea, no a ver la caída de Troya sino la caída de su amor.

Tu obra recupera en imágenes de campañas de TV argentinas y gringas sobre la lucha contra el vih y sida ¿Qué nos dicen hoy esas campañas audiovisuales?

-El terror que se vivía. Yo la obra la inscribo dentro del género del terror social, donde el monstruo aterrador, aunque parezca siempre ser un ser de otro mundo, es en realidad uno de nosotres. Todes sabemos lo que fue la pandemia del COVID y para casi todes fue como protagonizar una película apocalíptica donde vivíamos aterrados de infectarnos y morir, o de infectar a los demás y convertirnos en asesinos involuntarios.

Ver esas propagandas me da miedo, mucho. No las juzgo desde un lado moral, no me interesa, no digo que quienes las hayan producido tenían una intención perversa, todas estaban apuntadas a no propagar el virus, a que las personas tomaran los medios de prevención necesarios, a que tomaran el cuidado en sus manos. Si yo hubiera estado en esos años tal vez habría adherido a ellas. Sin embargo, las mismas sí tienen un contenido aleccionador y atemorizante, muchas apuntan a la degradación del cuerpo y al sufrimiento. Creo que es propio de la época y que hay que revisarlas. Delfina Romero Feldman, directora audiovisual y asistente y productora en la obra fue quien se encargó del diseño audiovisual de las mismas.

“La Peste Rosa” fue el modo en que la derecha neoconservadora de Regan, Tatcher y Menem utilizaban para hablar del vih y sida. ¿Qué sentido adquiere hoy ese modo de nominación frente a gobiernos como el de Trump, Milei y las derechas mundiales?

-Que todavía para ellos la culpa recae en los portadores. Y que la culpa debe ser castigada, y la forma ejemplar a lo largo de la historia siempre fue la tortura sobre el cuerpo. No es casualidad entonces que estemos en un momento donde el acceso a la salud, a los cuidados correspondientes, y a los tratamientos se vean negados. Hoy en día los medicamentos necesarios para contener el virus y lograr la indetectabilidad están en falta, y eso es un delito del estado, es un acto genocida. Me hace ruido que la sociedad todavía no se de cuenta que así como los medicamentos se le niegan a las personas seropositivas, también se le restringen a los jubilados y a otros ciudadanos en situación de enfermedad. Estos estados logran esto gracias a la indiferencia de los ciudadanos, que creen que el enfermo siempre es el otro.

Lxs actorxs que elegiste, el vestuario, las música varios modismos de conversación son un flashback al 80. ¿Cómo los recuperaste? ¿Hay investigación en tu trabajo?

-Mucho cine y muchos libros. Ver cine de la época, ver cine sobre la época, documentales y ficciones, todo lo que pude encontrar en internet, en YouTube, en blogs, en perfiles de Instagram. Hoy hay muchas cuentas de Instagram que funcionan como memorial, como recopilaciones de material de archivo, como espacios para mantener viva la historia de quienes corrieron para que el resto volemos. No faltaron los padres, familiares, tíos y conocidos del elenco que nos contaron sobre esos años. El vestuario fue todo feria americana, propio del teatro independiente sin financiación más que lo que tenemos en el bolsillo. Fueron fines de semanas enteros de revolver montones de ropa vieja hasta encontrar esa prenda que nos recordaba a las fotos de mamá y papá cuando eran jóvenes. Muchas prendas fueron también intervenidas para dar la época, por quien funciono como diseñadora de vestuario y modista, la asistente de la obra Julieta “Pupi” Lastra. Los actores y todes quienes participan de la obra fueron mis amigues, así se hace en general el teatro independiente. Todes tienen algún vínculo personal con el texto y eso me parece lo más importante, encontrar en el trabajo y en la ficción la oportunidad de dejarse ver uno, de dejar ver lo que en el día a día oculta.