Leer y escribir son matriz de pensamiento y formas de rescate frente a la pasividad y la intemperie conceptual (porque carecemos de respuestas) a lo largo de la historia humana. Para quienes tenemos los pies repartidos entre dos siglos pero además entre dos milenios -la mayoritaria población lectora de este diario- nuestro tiempo marcado por ese rasgo particular o marca de nacimiento se abre ante y dentro de nosotros, la historia humana se extiende por detrás y por venir, en tanto no triunfe el proyecto de extinción ni ninguna versión de “fin de la historia”, tanto la que empuña el fascismo como la que forjan el desencanto y la idea de deserción.
¿Cómo librarnos del fatalismo de los retornos que la historia recrea, de la catástrofe experimentada o anunciada? ¿Somos capaces de soñar formas de ponernos a salvo y de combatir la pesadilla, el sin sentido y el trauma?
Hay un libro que acaba de ser reeditado y tuve el honor de prologar, su título es Sobre la crueldad. La oscuridad en los ojos de Ana Berezin. Su lectura, pienso, impacta en el derrotero de huellas de nuestros propios desamparos abriendo brechas amparantes, briznas de sentido y de descreída confianza. Descreída porque no es crédula ni optimista, y aun así es confianza. ¿Confianza en qué? En que lo humano seguirá librando sus batallas, frente a las crueldades que conocemos y las que aún no pero que nos habitan, nos constituyen y nos comprometen a todos, a cada uno de los mortales.
Este libro fue inaugural, en tanto ha planteado que la crueldad no es una rareza ni una excepción, no es esencia ni eterna, no viene dada por efecto de naturaleza sino por obra de nuestra condición, la que nos liga cual cordón umbilical inextinguible mientras vivamos y desde que respiramos al destiempo y a los otros. Esa es nuestra ineludible condición. Somos seres temporales, atados a un tiempo no cronológico aun cuando la cronología marque horas en avance inexorable, el tiempo que nos humaniza es de otro orden, así como los otros nos humanizan solo en cuanto seamos capaces de enlazarnos de modos subjetivantes.
La crueldad no pertenece, ha escrito Ana, al campo de la psicopatología, pero tampoco al campo de una “normalidad” resignada. No nos condenamos a estereotiparla ni a que nos colonice, desde afuera ni desde adentro de nuestros confines colectivos y singulares. No somos esclavos de la naturaleza ni del instinto pero tampoco de nuestra condición. Nuestra condición no nos reclama obediencia, sí nos enfrenta a tener que trabajar con ella. La crueldad no es principio ni fin de la historia, no es tampoco inevitable, la ética que hemos forjado mujeres y hombres es precisamente, entre otras cosas, el trabajo interminable de revisarla. Crueles no son los locos ni los enfermos sino los que crean y los que más logran adaptarse a condiciones y reglas de juego inaceptables. Lo cruel se las arregla siempre para embanderarse en el nombre del bien o de la salvación o de alguna promesa de justicia o reivindicación.
Incluso en nombre de la libertad, Ana lo advirtió en estas hojas mucho antes de que la libertad se transformara en una palabra en disputa. Nunca es en nombre del mal pero sí se ocupa de establecer que cualquier medio vale para los fines de los que se trate. Es por ello que la autora ha puesto la lupa en la configuración de los ideales y del poder que nos define desde lo más íntimo de nuestras carnales existencias. Ana avanza por el camino señalizando algunos riesgos posibles de desbarranque en el difícil trabajo de pensarnos: las jerarquizaciones, las esencializaciones, la sacralización, los binarismos, los modos en que lo humano y el pensar puede quedar deformado y apresado en el cuerpo de dioses y demonios, ya que ambos sirven para pasivizarnos y des-subjetivarnos. Por fuera de toda idea de pureza, por fuera de toda lectura que ubique causas parasitarias, la crueldad nos acompaña porque hemos nacido bajo el ritmo (otra vez el tiempo peculiar que nos caracteriza) del amparo y el desamparo, no solo del placer y del displacer.
No somos optimistas, sin embargo esas páginas nos esperanzan. Nos comprometen no sólo a pensar la crueldad sino también a seguir creando modos transformadores y enlazados.
Imagino una conversación entre Ana y Pier Paolo Pasolini. Si Ana nos ofrece la imagen de lo oscuro que daña y empoza la mirada, agregaría –leyendo a Pasolini, que escribió acerca de las luciérnagas como seres sobrevivientes- que también aquí se trata de alternancias. Bajo el signo del amparo y el desamparo, bajo el signo de luces y sombras, la oscuridad es amenaza pero también nos ampara de las luces que encandilan y enceguecen, a veces no es lo oscuro sino la mucha, la toda luz, lo que nos impide ver, lo que nubla los ojos. Pienso, escribo entonces, que las luciérnagas saben de la alternancia, de hacer de la luz y de las sombras un territorio de señales para quien quiera animarse a ver. En tiempos de reflectores perforantes de luz, de reflectores que impiden dormir y soñar, necesitamos de algunas oscuridades. Necesitamos ser sensibles a lo oscuro, a lo no transparente, a lo secreto, lo misterioso, lo ignorado o enigmático.
Ser sensibles a lo oscuro, y añado: ser hospitalarios con y en esa oscuridad, tomando palabras de Ana. Si la crueldad es el modo actual predominante de configurar el territorio de lo común, la hospitalidad (y la memoria, que es una forma de hospitalidad también) es una construcción antagónica, su antípoda.
El tiempo y los otros son las realidades que nos reciben y humanizan, nos seguirán humanizando durante lo que dure nuestra entera vida, y la crueldad es uno de los modos en los que nuestra inermidad se defiende, dolorosamente, del desamparo y de la precariedad humana, produciendo daño, horror y brutal indolencia.
Este libro se pregunta por aquello que nos humaniza y por lo que nos deshumaniza al interior de lo humano. Desde esta orilla de crueldades seguiremos leyendo y escribiendo, dedicadxs a esas dos actividades que los fascismos acostumbran combatir.